Carmen González-Huguet
Se alzaba a la vuelta de la casa de los abuelos: bajo, melancólico y umbrío. Pero en mi recuerdo sigue siendo un lugar mágico, aunque por fin, al igual que todo, sucumbió a la imparable ruina: el Cinelandia se hizo talco en el terremoto del 86. Con los nombres de los cines perdidos se habría podido hacer un poema entrañable, perífrasis del Nom de guerre de Roque Dalton: el Roxy, el Regis, en la cuesta de San Jacinto, el Fausto, el Barrios de San Miguel, el Cápitol, el Follies, el Modelo, el Iberia, el Viéytez, que después fue Variedades, el Colonial, el Deluxe, el Cinema, el Maya, el América, el Caribe, el Libertad, el Avenida, el Tropicana sobre la calle Concepción, el Renovación de la Colonia Santa Lucía, el Apolo, el Metro, el Jardín al norte, justo donde terminaba entonces Mejicanos, el Plaza, los Beethoven, el Paseo y su hermano gemelo el Uraya, el Libertad, el Ancla, el Hispano y el Rex de Villa Delgado, el Terraza, el Zacamil, el París, el México, el Darío cuyas paredes ostentaban los primeros versos del inmortal Rubén que leí en mi vida, el Majestic, el Universal, el Ástor, el Izalco, el Olimpia y el Coliseo de Santa Tecla, los Tecana, Novedades, Principal y Colón de Santa Ana, el Fox de Soyapango y tanto otros.
En alguna parte escribí que los viejos cines guardan una curiosa relación con mi vida, tal vez porque mi mamá nació en una casa aledaña al Principal, que existió donde hoy se levanta el edificio de la Lotería Nacional. Quién sabe. Mi primera película, recuerdo, no la vi en el Cinelandia, sino en el Central, frente a la Prensa Gráfica.
La película era una versión mexicana de Caperucita Roja (Roberto Rodríguez, 1960), con Germán Valdés, el inmortal Tin Tan, y su hermano, Manuel, el Loco. En esta ocasión el papá de Christian Castro hacía de lobo junto a la eterna abuelita de todo el mundo, la adorable cabecita blanca de doña Prudencia Griffel, una de las más puras expresiones de un México de cromo, tan irremediablemente kitsch como las obras de Jesús Helguera.
En la misma línea de doña Prudencia, quien no sólo hizo cine y televisión, sino también destacó primero en las radionovelas, trabajaron Sara García y Mimí Derba. Ésta última fue una verdadera pionera del cine mexicano al asociarse con el camarógrafo Enrique Rosas y el general Pablo González para fundar en 1917 Azteca Films, la primera compañía productora de cine que existió en México.
Es posible que Mimí Derba haya sido la primera directora mexicana, pero tanto de su cinta La tigresa como de las otras cuatro en las que trabajó como actriz no sobreviven copias. Después de esa corta incursión en el arte cinematográfico en la segunda década del siglo, no volvió a aparecer sino hasta que encarnó a la dueña del cabaret donde Santa (Antonio Moreno, 1931) vive sus aventuras y desventuras dentro de una de las más clásicas obras del cine mexicano. Por si no se acuerdan, Mimí Derba es la actriz que encarna a doña Josefa, la mamá de Jorge Negrete en Dos tipos de cuidado (Ismael Rodríguez, 1952), primera y única vez en que el charro cantor compartió cartel con Pedro Infante .
Pero volviendo al Cinelandia, para los que no habían nacido entonces: quedaba sobre la décima avenida norte, a media cuadra de la esquina norponiente del parque Centenario, en una zona alguna vez bonitilla pero que hoy se ha devaluado a extremos inconcebibles, cerca de la farmacia propiedad de la familia de esa gloria del rock local que es Roberto Salamanca.
Tanto la décima avenida norte como las calles vecinas estaban pobladas por antiguas casas de lámina, en ese entonces todavía prestantes o sobrevivientes a su propia ruina con los restos de una dignidad trasnochada y perfectamente inútil. Subiendo la cuesta de la oncena calle oriente se llegaba a la avenida Cuscatancingo que formaba —todavía— la esquina del Diario de Hoy.
En el Cinelandia vi Hatari (Howard Hawks, 1962), película que no tiene nada qué ver con la empresa de videojuegos, protagonizada por John Wayne —la película, que no la empresa— y por una juvenil Elsa Martinelli. Inolvidable la música de Henry Manzini, en especial la marcha del elefantito, así como los paisajes de Tanganika. Bastante olvidable en cambio la anécdota que narra la cinta. En fin, la memoria, como dijo alguien, es una loca que cacha en un incendio.
También en el Cinelandia vi La chica terremoto (Peter Bogdanovich, 1972), titulada en inglés What’s up, doc? y protagonizada por un Ryan O’neal post Love story y una todavía juvenil Barbra Streisand, tras su sonado romance con Omar Sharif en Funny girl y Funny lady. Una comedia ligera, de enredos disparatados y chistes físicos dignos del mejor cine mudo. Excelente el reparto encabezado por Madeline Kahn, actriz de grandes dotes a quien aprovecharía el genio que es Mel Brooks.
En La chica terremoto, Kahn encarnó a Eunice Burns, la dominante prometida de Howard Bannister, una versión despistada de Ryan O’Neal. Barbra Streisand era Judy Maxwell, una mujer atolondrada, extrovertida y propensa a los accidentes. En una noche el despistado y la atolondrada destruyen una habitación y enloquecen al jefe de seguridad, al gerente y a varios de los peculiares huéspedes de un hotel en San Francisco. Entre ellos un agente de la CIA, un espía extranjero, un gigoló, una millonaria libidinosa y un gángster. Ni qué decir que Streisand y O’Neal son expulsados del hotel y se trenzan en una hilarante persecución llena de equívocos.
Lejos están esos días. Hoy la cuesta del Cinelandia está más polvorienta que nunca, la Farmacia Salamanca, como la mayor parte de los cines, ya no existe, las casas de lámina tienen dueños que prefieren dejarlas perder y la ciudad ha sucumbido a las garras de la más devastadora vulgaridad. Lo peor es que la historia fue justo como nos la merecíamos, por nuestra desidia y egoísmo. Y para eso no hay remedio.