Y ante cada rostro
afirmándose la desemejanza de otro rostro.
Y nombres propios.
Carlos Martínez Rivas,
"Pentecostés en el extranjero: La insurrección solitaria"
afirmándose la desemejanza de otro rostro.
Y nombres propios.
Carlos Martínez Rivas,
"Pentecostés en el extranjero: La insurrección solitaria"
Ya casi nada importa. Pervivimos como simples bienes, sin más valores que los de uso y cambio que podamos aportar a las relaciones: si somos útiles, se nos usa, si podemos reportar algún beneficio inmediato, se nos aprovecha; de lo contrario, se nos cambia por otros. Nos estorbamos en la aglomeración ingobernable en que vivimos, eso que para trámite de identidad llamamos El Salvador: hasta las sentinas del infierno tienen nombre propio, y así se llama el infiernillo grasoso y polvoriento que nos ha tocado.
Hemos arribado a ese momento de descomposición del tejido social en que las mínimas normas de convivencia han dejado de significar. Cuando el ser humano no es capaz de respetar la vida y la dignidad del otro, algo fundamental se ha roto en la sociedad. El ser humano se vuelve un lobo para sus semejantes, y no espera ni siquiera reciprocidad ―eso se espera entre iguales―, si no la indefensión de quienes considera más débiles o incapaces de defenderse ante un agresor más numeroso o desconocido (a eso se llama impunidad criminal), o la venganza de los que sí cuentan con medios para hacerse justicia por su propia mano (a eso se llama la ley de la selva).
Nadie es importante, a no ser que tenga en sus manos el poder de decidir a favor o en contra nuestra. Nadie vale nada si no puede demostrar en el palenque del mercado que es el dueño de los mejores gallos: los más aguerridos, los más pintones, los mejor trampeados para ganar. Lo importante no es cómo se alcanza la versión tercermundista del sueño americano (dinero, sexo, vicios caros, amigos poderosos), sino aparecer allí sin tener que dar explicaciones. Lo importante es ser una mercancía que guste, esté de moda y pueda durar en el candelero de la especulación social.
Nadie está a salvo cuando su vida pende de la voluntad de un conductor de autobús poseído por los amargos demonios de toda una vida de resentimientos (y que, además, no sabe conducir), o de la voluntad de un asaltante drogadicto en estado de deprivación, o de gobernantes irresponsables que venden pedazos de país y de soberanía como si se tratara de un remate de carne a punto de descomponerse: hay que darse prisa en recoger ganancias antes de que todo se acabe.
Nadie va a creerle a nadie cuando las viejas promesas de la solidaridad humana: libertad, igualdad, fraternidad, justicia social, se convierten de un plumazo en las grandes y falsas palabras que hacen infelices a todos lo que se sacrifican por ellas.
Véndete, véndete bien, véndete varias veces, es el eslogan de una sociedad en que la abyección no es motivo de vergüenza si conduce al éxito financiero o político. Quien no tiene qué ofrecer, que se consiga a alguien que trabaje para él o ella, y financie en dólares o euros su molicie heredada y los cure de su alergia al trabajo. Fraude o prostitución, simonía (para mayor gloria de Dios) o estafa, un burro productor de remesas o un proveedor que los favorezca en el contrabando de ilícitos, cada quien escoge la combinación que mejor se le acomoda.
Ese es el valiente nuevo mundo de la post-guerra. En eso hemos convertido la región centroamericana de nuestra propia post-guerra. Vengan cooperantes y predicadores del mundo a inventar la paz con nosotros. Dense prisa, antes de que se vaya el último de los nativos.
Quedan como recónditos lagos de dignidad, paisajes secretos de comunión y descubrimiento, la poesía y la amistad. A la poesía la salva su origen sagrado, su natural incapacidad para convertirse en mercancía, su oposición vital a cuanto oprima y destruya al ser humano. A la amistad, el hecho de que la especie se defiende del suicidio colectivo que nos han impuesto con sus armas más antiguas y probadas: la decisión de darnos a otros cuya cercanía e intensidad hace nuestra vida más tolerable. Nadie elige a su familia, pero tampoco se acepta con facilidad un amigo a la fuerza. Y es que nos referimos a esos, a los verdaderos, no a los de conveniencia y complicidad, sino a los que nuestro corazón escoge a partir de las necesidades de su caprichosa sabiduría.
Es por eso que para muchos de nosotros resultó fácil amar a Nicaragua. Tierra de grandes poetas y pintores, goza, en la región, de una condición única: es el único país centroamericano, más allá de las nomenclaturas académicas o de la corrección política imperante, que tiene en verdad una tradición poética y escuela pictórica firmes y de ilustres abolengos.
El resto de países de Centro América tienen grandes escritores, movimientos más o menos perfilados de generaciones creadoras, pero no una tradición artística propia. Sí la tiene Nicaragua y hay que darle gracias por ello. Quizás no sea cierta la hiperbólica frase de un no menos hiperbólico ex-comandante sandinista, quien afirmaba que en Nicaragua la poesía es una plaga, pero no es aventurado afirmar que la poesía centroamericana del siglo XX alcanzó nuevos registros gracias a la obra y la labor de divulgación poética de Ernesto Cardenal, José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra. Y que la pintura nicaragüense alzó a inimaginables alturas de la mano del maestro Rodrigo Peñalba.
Es difícil no reconocer en Carlos Martínez Rivas a uno de los mejores poetas de la región o no dolerse de lo que pudo haber sido y no fue Alfonso Cortéz. Más difícil aún es no ver en Joaquín Pasos a ese ser prodigioso cuya poesía amamos y de quien hubiéramos querido ser amigos.
He aquí en esta edición de El ojo de Adrián, una pequeña muestra de la grande Nicaragua.