Salvo para los espías y los paparazzi, pocas cosas hay tan difíciles como lograr que un fotógrafo pase inadvertido. Ese es el caso de Julio Zadik, el fotógrafo secreto. En secreto ha permanecido su obra desde hace unos sesenta años. En enero de 1949 fue inaugurada la Primera Exhibición Internacional de Fotografía Latinoamericana, en la Panamerican Union de Washington, D.C., y en ella participaron fotógrafos que pronto gozarían de renombre, como Lola Álvarez Bravo y Alfredo Button entre otros. Uno de ellos, desdeñado por la celebridad de que otros gozaron, fue Julio Zadik. El fotógrafo dejaría de buscar las caprichosas candilejas de la fama, pero no la luz propicia para sus fotos. Hace un año, sus descendientes encontraron más de cuarenta mil negativos, impresiones y diapositivas que permiten identificar lo que fueron sus grandes pasiones a través de la fotografía: la figura humana, el entorno cotidiano urbano, el estudio antropológico rural, la arquitectura como integración de la cotidianeidad y del estudio del cuerpo, el paisaje bucólico y tradicional, y la abstracción. Aquí una ínfima muestra de su gran obra, gracias al Estate de Julio Zadik. CM
De la escritura como ejercicio de la memoria -que no es sino la reinvención azarosa de la realidad- nos da fe la impecable pluma de Rodrigo Rey Rosa en la nueva antología de sus relatos reunidos bajo el título “Siempre juntos y otros cuentos”. Tryno Maldonado, tan agudo como audaz, nos reparte velozmente esta escalera en flor sobre la antología publicada por la mexicana Almadía de la cual es editor. Maldonado ha escrito para las revistas Letras Libres, Nexos, Complot, Switch, y La Tempestad, entre otras. Temporada de caza para el león negro (2009) -entre las finalistas del XXVI Premio Herralde- es su segunda novela. MB
“Siempre juntos y otros cuentos (antología)”, Rodrigo Rey Rosa, Almadía, Oaxaca: México, octubre 2008.
Ningún lugar sagrado
Los textos de esta antología pertenecientes al libro Ningún lugar sagrado, corresponden casi todos a la época en que Rodrigo Rey Rosa vivió en Nueva York. Frustrado por la imposibilidad de tomarse el tiempo justo para concentrarse en un proyecto narrativo en medio del ritmo vertiginoso de la Gran Manzana, un buen día decidió contárselo en una carta a su amigo Paul Bowles. Éste le respondió que allí precisamente tenía el tema, que se sentara de una vez a escribir sobre la propia imposibilidad de escribir en el vértigo citadino de la metrópoli. De esta época, sólo el relato “Ningún lugar sagrado” fue escrito posteriormente, por petición de su editor en Seix Barral y habiendo dejado ya Nueva York. Y son, de esta suerte, los relatos de Ningún lugar sagrado los que bien pueden ser catalogados como los más ambiciosos a nivel formal en esta antología, los más experimentales dentro de la obra de Rey Rosa. Desde la mirada fría dentro de una relación de un padre y una hija desahuciada de “La hija que no tuve”, hasta la estructura de zapping televisivo en forma de mosaico fragmentario y vertiginoso como la propia ciudad que describe en “Video”, pasando por el ritmo delirante y la voz descoyuntada en el formato epistolar de “Negocio para el milenio”, donde aparentemente un presidiario obsesivo envía cartas a un presidente de una transnacional para ofrecerle un invento suyo, un novedoso sistema penitenciario parecido al panopticón de Foucault.
Se ha hablado hasta el lugar común acerca de la precisión en el lenguaje y de la concisión estilística de Rodrigo Rey Rosa. Pero pocos se han detenido a llamarlo “técnica”, una técnica rigurosa conjugada con una enorme voluntad de narrar, algo que él propio Rey Rosa ha mencionado varias veces como el “goce físico por narrar”. Sólo Roberto Bolaño alcanzó a reconocer ese motor secreto que anima esta prosa dura como el basalto y decantada como el acero: la voluntad. La anécdota con la que retrata Roberto Bolaño a Rodrigo Rey Rosa en Mali, en su libro Entre paréntesis, da testimonio de un escritor de cepa, con una voluntad inquebrantable como el propio registro en que están escritos sus cuentos.
El cuchillo del mendigo
Quizá sea en los cuentos de esta antología pertenecientes a la época de El cuchillo del mendigo y el Agua quieta (1985), los relatos iniciáticos de Rey Rosa, donde la sombra de Borges tiene más peso que en cualquier otra zona del libro. El anhelo temprano de un autor por violentar el lenguaje para descubrir su propia voz, por sacudirse la tradición oral pero a la vez por evitar lo libresco y lo hermético, transgrediendo convenciones sintácticas y tratando de hallar la imagen precisa para trasvasar una experiencia, sin dejar nunca de narrar, de crear historias subterráneas, de engendrar misterios. Aquí aparecen ya algunos tópicos dentro del universo de Rey Rosa que seguirá explotando a lo largo de su obra: la infancia y la pérdida de la inocencia, la línea fronteriza entre la fe y el paganismo, la violencia en distintos niveles, claves y formas, así como una mirada acuciosa y sin concesiones a su natal Guatemala.
Cárcel de árboles
Si el primer maestro de Rey Rosa fue Borges, el segundo (con tanta o mayor injerencia que el primero), debe serlo Bioy Casares. La invención de Morel, la nouvelle perfecta de Bioy, no había tenido hasta hace poco un parangón que le hiciera justicia. “Cárcel de árboles” expone el tópico de la “prisión ideal” tan frecuente en el imaginario de este escritor guatemalteco. Nouvelle política sin serlo, “Cárcel de árboles” es un híbrido que conjuga la novela negra con la novela de crítica social, que cubre las cualidades de ambas cosas con la virtud de no ser ninguna.
Según Foucault hay dos formas de castigo o “tecnologías de castigo” como él las llama. La primera, la tecnología de castigo monárquica, consiste en la represión de la población mediante ejecuciones públicas y tortura. La segunda, el castigo disciplinario, es la forma de castigo practicada hoy día, y la que Rodrigo Rey Rosa lleva al súmmum en “Cárcel de árboles”, donde un enorme ejército de prisioneros son sometidos mentalmente bajo un sistema lingüístico-conductista tramado por las figuras de autoridad con fines y métodos oscuros.
A pesar de dar siempre en la diana de asuntos sociales y políticos de la actualidad latinoamericana, Rey Rosa no se considera a sí mismo autor de “literatura comprometida”, pues en sus propias palabras “todo lo que un escritor de ficción puede denunciar ya fue denunciado mil veces por la prensa. Lo que tiene la literatura es la posibilidad de profundizar en la naturaleza criminal de la sociedad, tal vez, pero no denunciar, sino simplemente reflexionar sobre eso, tratar de ver la realidad de una manera menos banal con respecto a lo que la prensa denuncia. No creo que la ficción tenga actitudes para la denuncia, más bien para la profundización de lo que todo el mundo sabe. Pero es igual acerca del amor, del comercio: al tratarlo uno literariamente, lo que hace es que se vuelve a ver y se ve más claramente o más detenidamente, pero eso no es denuncia, es simplemente reflexión”.
Lo que soñó Sebastián
“La peor parte” es la pieza elegida para esta antología, perteneciente a un libro donde predominan las atmósferas enrarecidas y las presencias atávicas, los viajes a regiones inhóspitas que valen como introyecciones en el centro de las tinieblas. La tensión dramática, el dominio del misterio y la abundancia de elipsis, que terminan por ser la herramienta más elocuente y la una marca distintiva en la voz de Rey Rosa, están muy presentes en esta etapa de su obra.
Otro zoo
Las de Otro zoo, por su parte, son todas piezas maestras y las entregas más solventes que Rey Rosa ha dado hasta hoy. De nuevo la prisión ideal, la prisión invisible, como tema: desde una reducción simbólica representada en el encierro y la tortura de un alacrán dentro del cristal de un vaso en “Siempre juntos”, hasta de nuevo los mundos orwellianos de regímenes que anhelan un control total, como en el relato “Otro zoo”, donde una niña es raptada en un zoológico y misteriosamente vuelve sólo para despedirse de su padre, desde otro mundo, sin dar más explicaciones. Es con Otro zoo que Rey Rosa deja claro que su obra pertenece desde hace tiempo a los estantes de los grandes maestros latinoamericanos.
La vida, tal como lo quiso Bolaño y como lo celebró del propio Rey Rosa, es la mayor lección de escritura. Cada cuento, cada nouvelle suya son igualmente una rigurosa lección de escritura. Y hoy, con él, en Almadía y en Oaxaca lo celebramos.
“La única dicha comparable a escribir poesía es leer la poesía que uno ama”, opina el autor de este ensayo, René E. Rodas, poeta, escritor y periodista, autor de poemarios como “Civilvs I Imperator”, “Balada de Lisa Island” y “El museo de la nada”. Este ensayo busca un acercamiento a “Comarcas”, poemario de Miguel Huezo Mixco, a través de los símbolos vitales claves de este que es uno de los textos fundamentales de la poesía salvadoreña de la post guerra. “Comarcas” es un libro que, sin proponérselo como tesis de trabajo, sino como una consecuencia de su propia dinámica interna, nos deja la reflexión de que la vida se enriquece con la lectura y da sentido a la experiencia. CM
“Mas mis dioses son flacos y dudé”
Antonio Cisneros
En cada verso de “Comarcas” habita una nochedumbre. Las innumerables noches que vivió el poeta—tantas como las que habrá invocado al desorden o al sosiego— para escribirlos; más numerosas aún son las que vivieron sus personajes para completar el espíritu que anima el poema. Los personajes que dan voz y fiebre a sus versos son seres marginales e indómitos, deliciosamente condenados al fracaso, como casi todas las personas que al final de cuentas valen la pena: aquellos que no pertenecen a la detestable casta de los señores del éxito, según éste se define con los patrones al uso.
“Comarcas” es un puerto, lugar de paso por excelencia, donde transitan personajes de la mitología clásica, de la mitología urbana, de las mitologías secretas del viaje y la intimidad y de aquellas literaturas que comparten un barco, símbolo atávico de la aventura. Luciano Pozo González, el gran Chano Pozo, conguero abakuá oficia en el introito de esta alta ceremonia pagana y nos arrastra en los arcanos menores de las calles 111 y 112 para dejarnos con la zozobra de su inexplicada muerte.
Como en todo puerto que merezca ese nombre, no importa si se trata de Hamburgo o de Haifa, de Barcelona o de Mazatlán, en “Comarcas” prevalece una atmósfera caliente y húmeda en la que el roce de los cuerpos (La universalidad del roce, de que nos hablara el viejo hechicero José Lezama Lima), el intercambio de voces de mesa a mesa, de barca a barca, las órdenes de amarre, los personajes que salen de la página a tomarse una copa con nosotros en la barra, crean una deliciosa promiscuidad que nos lleva de la vivencia a la experiencia. La mano secreta de un sucesivo capitán, gaviero, músico, lector, Odiseo, Teseo, Aquiles, la mano, en fin, de un hombre que trechea su propia soledad:
Soy un hombre con el techo roto
bajo los rayos del porvenir que ruge
La partida
nos conduce en este viaje por las estaciones que su puerto a la deriva frecuenta. Y en esas estaciones encontramos calideces de mares velados por las brumas del estío, calideces de bares velados por el humo de los cigarrillos y por los caldos aguardentosos derramados sobre mesas de madera cruda, y algo que puede ser un gospel, o la voz de Billie Holiday, o la John Lee Hooker, o la de Toña la Negra, suena como telón de fondo y un hombre y una mujer corean la estrofa, mocosos y abrazados, aceptando el pasajero consuelo de estar juntos, lamentando no estar con quien cada uno de ellos quisiera.
El oraje de la vida arrastra a los litorales de Comarcas todos los tesoros incomparables de nuestra cultura. Algunos son regalos envenenados, pero regalos al fin: el conquistador, el mastín carnicero, el torvo violador de indias; pero otros regalos poseen una riqueza incalculable, y gracias a ellos nuestra alma mestiza puede reclamar como suyo el mundo. La mano paciente que gobierna “Comarcas” los recoge y con ellas amplía el horizonte que le ha tocado: las cosas son de quien cuida de ellas, de quien las aprecia y hace de ellas provecho.
Espadas, cuerpos trémulos y hambreados traídos a fuerzas, libros, melodías, animales inverosímiles, aventureros sin más patria que el riesgo ni más límite que la cercanía de la muerte:
y otra vez la verdad será una flor extraña
como la mirada de un ciego
Cielo de Ática
La sencillez aparente de los versos de Comarcas nace de ese rigor que no da paso a nada que no contenga la necesidad absoluta de estar allí. Es un libro “shipshape”: cada cosa ocupa su lugar exacto, para que cuando sea urgente echársela al hombro no se vaya la mano al vacío. La limpidez machadiana del verso se ve matizada por dos elementos extraordinarios: el tono de español mestizo de todo el poema (caribeño, podría uno atreverse a sugerir, pero hay en él tonos mediterráneos y del gran Atlántico que no se pueden soslayar); y por esa sensualidad resignada que nace de la experiencia y que en “Comarcas” da tono y perspectiva a la voz del poeta, como si nos dijera que éste no es el mejor mundo posible, pero es el más bello de todos los que hemos tenido, porque es un producto que nuestra imaginación ha creado a través de siglos de encontronazos y abrazos.
La frase limpia, sobria y sin adornos de Comarcas, nos recuerda lo mejor de la poesía moderna estadunidense; al Wallace Stevens, por ejemplo, que escribió:
IV
A man and a woman
Are one.
A man and a woman and a blackbird
Are one.
Thirteen Ways of Looking at a Blackbird
Y también:
For the listener, who listens in the snow,
And, nothing himself, beholds
Nothing that is not there and the nothing that is.
The Snow man
Y a través de esa sencillez y de esa sensualidad consigue sin presunciones ni falsos sacrificios ese acto alquímico de transubstanciar la realidad en materia poética.
Una de las voces poéticas de mayor presencia en la literatura salvadoreña contemporánea, Carmen González Huguet es, además, especialista en Historia del Arte y una cinéfila impenitente, gusto que hoy disfruta mayoritariamente a través de esa versión degradada que es el cine a través de un aparato de DVD y un televisor. Autora de una sólida obra en poesía, ha escrito también novela y teatro. Recientemente publicó “Glosas”, una serie de sonetos en las que rinde un sentido tributo a grandes figuras de la literatura, tanto salvadoreñas como universales. RR
Entre los cines venidos a menos y convertidos en ventas de repuestos, iglesias evangélicas o supermercados, uno de los finales más lamentables fue el del París. Su ubicación aledaña al Mercado Central hizo de él una sala de indeleble carácter popular. No tuvo la prestancia art déco del Apolo ni el poder de convocatoria del Viéytez que, situado en una zona residencial de rápido crecimiento, aglutinaba a una bola de adolescentes ávidos de diversión.
El París fue en su época un cine “normal” donde vi Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964). No fue, al menos al principio, tan lépero como el Avenida o el Tropicana. Tampoco tuvo el caché del Caribe o del Deluxe. Poco a poco el París declinó hasta la decadencia absoluta. Hoy es una venta de repuestos. En la década de los ochenta se especializó en películas de chinos. Llovían las patadas voladoras, los karatazos y los gritos de kung fu en medio de las samotanas diarias con que las honorables señoras vendedoras de hortalizas saludaban a los recién llegados y a sus progenitoras en la penumbra de aquella sala saturada de humo.
Antes de la guerra no había muchos lugares de esparcimiento en San Salvador. Roque Dalton dijo en Las historias prohibidas del Pulgarcito[1]refiriéndose al zoológico: “es uno de los paseos más concurridos de San Salvador, fundamentalmente porque para entrar en él y recorrerlo no hay que pagar un solo centavo. Los cines en cambio son carísimos, los teatros no existen y a los bares no puede uno llevar a los niños”.
¿Eran caros los cines? En 1977 el salario mínimo para el comercio andaba por los 350 colones mensuales (unos 140 dólares). Quién sabe cuánto sería ahora. La entrada a un estreno andaba por dos colones con cincuenta centavos (equivalente entonces a un dólar) lo cual era menos del uno por ciento del salario mínimo mensual. No me parece caro. Las entradas a los cines populares eran mucho más baratas: podían costar treinta centavos de colón en la época en que el pasaje del bus costaba quince.
También existía la “permanencia voluntaria” o los llamados “doblazos” o “tuzadas”: por el mismo precio se podía ver dos cintas que se proyectaban ininterrumpidamente todo el día. Teóricamente una persona podía pasarse la jornada entera en el cine. Mi maestro Francisco Andrés Escobar lo ha explicado en un artículo: “las tuzadas eran lo distintivo del América, como habían sido del Popular: uno entraba a las dos de la tarde, y salía cinco horas después, con los ojos encadejados, luego de ver tres películas por el precio de una”.
El Roxy era un cine de barrio. Su ubicación sobre la veintinueve calle oriente, en las inmediaciones de la colonia La Rábida y cerca de la salida a Mejicanos, lo convertía en una sala de amplia afluencia popular. También ahí eran frecuentes las tuzadas. En una de esas funciones vi 2001: Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), en doblazo con la versión de La guerra de los mundos de la novela de H. G. Wells (Byron Haskin, 1953). También el Roxy me brindó esa obra maestra de Disney que fue Fantasía (Algar & Armstrong, 1940), y muchas otras cintas que ahora no recuerdo.
El Regis fue otro cine muy frecuentado al sur de San Salvador. Era una sala amplia, que en sus buenos tiempos contó con un sonido excelente. Todavía recuerdo el olor de las butacas nuevas del Regis con su terciopelo episcopal que en mi memoria se mezcla con el aroma de las palomitas de maíz, los chicles de menta y el humo de cigarrillos. Ahí disfruté Tómbola (Luis Lucía, 1962) con la inmortal Marisol.
Existió además otro género de cines que hay que mencionar: los cines de los pueblos. Eran quizá el único lugar de ocio para una población aferrada a una cultura agraria que se estaba desmoronando. Conocí sólo uno: el de Suchitoto. No recuerdo su nombre. Su propietario, Rutilio Melgar, era cuñado de un primo hermano de mi mamá. Era probablemente el único cine en unos treinta kilómetros a la redonda: un galerón alto, con techo de lámina sobre el que tamborileaba la lluvia como los frijoles en una olla de peltre. Sus bancas de reglas de madera eran la cosa más incómoda del mundo. En diciembre, para las fiestas de Santa Lucía, el cine era una parada obligatoria. A él, como a muchas otras cosas, lo despachó la guerra.
De los cines de antaño sobreviven pocos, y aun estos en condiciones deplorables. El Izalco, el Metro, el Majestic, el Universal y los España, en el centro de un San Salvador asaltado por la desidia y la derrota. Del Darío y sus frases del inmortal Rubén sólo queda el recuerdo. Y una que otra historia melancólica que tejo y destejo en la memoria.
V
El Tropicana quedaba en la calle Concepción, casi frente al cuartel central de la Policía de Hacienda, lo cual le dio, en los años aciagos de comienzos de la guerra, un indeleble carácter tabú. A nadie en su sano juicio se le habría ocurrido irse a meter al Tropicana por temor a los “orejas” que plagaban San Salvador.
El Tropicana tuvo una marcada tendencia porno, y del porno más mugre. A principios de los ochenta su pantalla estaba poblada por el llamado cine de ficheras. Las curvas opulentas de Sasha Montenegro y Lina Santos desfilaban al son de canciones de la Sonora Santanera como Luces de Nueva York. Esa letra repelente guarda, sin embargo, una perla imprevista; eso de: “Ahí quemaron tus alas,/mariposa equivocada,/las luces de Nueva York” es una imagen poética donde las haya. La expresión mariposa equivocada, reaparece en un texto de la poeta colombiana Piedad Bonnett.
El tiro de gracia del Tropicana fue disparado por el estigma del porno y el hecho de que la calle Concepción padeciera, durante casi un año, las obras destinadas a ampliar el tramo desde el Mercado de la Tiendona hasta la Garita. En verano el Tropicana agonizaba entre el polvo y el calor. En invierno la lluvia y el lodo convertían su andén en un muladar. Por eso la oscura sala donde se proyectaban cintas tan edificantes como Bellas de noche (Miguel M. Delgado, 1974) y La vida difícil de una mujer fácil (José María Fernández Unsáin, 1979) se convirtió en una de las menos concurridas de la ciudad.
De los cines de antes de la guerra, el Central continúa hasta hoy la tradición de sala lumpen que durante años dominó al Tropicana y al Avenida. Éste, situado en el que fue, en su día, el paseo por antonomasia de San Salvador: la avenida Independencia, devino en sala de películas XXX en virtud de la degeneración de la zona.
El Central ocupaba la esquina de la primera avenida norte y la tercera calle poniente yse especializó en películas perpetradas durante la peor crisis del cine mexicano, ocurrida en el sexenio 1976 – 1982.
En El Salvador tampoco estaba la situación para pensar en cines. El 22 de enero de 1980 San Salvador fue desbordada por doscientos mil manifestantes procedentes de todos los rincones de un territorio ya agitado por los primeros espasmos de la peor sangría de nuestra historia reciente.
La decadencia de los cines no fue un hecho aislado. Formó parte del proceso de deterioro en el que cayeron todos los espacios públicos y aun la vida misma del país. Con las primeras bombas, los escaparates se cubrieron de ladrillos y las casas ocultaron sus fachadas tras una avalancha de tapias y alambres razor que nos secuestró y nos condenó al exilio interno.
Hace unos meses Francisco Andrés Escobar rememoraba en su columna de La Prensa Gráfica: “Aquella tarde, por 1965 ó 1966, la fila era extensa. Empezaba en la boletería del cine Central —entonces una de las mejores salas capitalinas— y daba vuelta a la manzana. Se estrenaba La novicia rebelde, la película de Robert Wise basada en el musical de Rodgers y Hammerstein. Cuando el filme inició con la escena memorable en la que Julie Andrews canta entre un paisaje maravilloso, el público casi quería aplaudir…”
En ese ejercicio de nostalgia, Paco se lamentaba de lo mucho que ha cambiado el gusto de la gente en estos cuarenta años. Tal se diría que ha recibido el asalto inclemente de la más devastadora vulgaridad. La vida nocturna se acabó mucho antes de que las balas indiscriminadas, los toques de queda, la quema de buses y los paros al transporte le dieran el tiro de gracia. Parece increíble que viviéramos alguna vez en una ciudad de pacíficas tertulias hasta que el café Skandia y el Bella Nápoles fueran asediados por el escrutinio paramilitar y de estos sitios comenzaran a “desaparecer” poetas y teatreros.
Asolado por terremotos y otros desastres innaturales, el país jamás logró recuperarse del drama que condujo a toda una generación a la cárcel, al exilio, al silencio y a la muerte. Hasta los parques continúan asolados por el miedo y el crimen. Y después de tanta debacle, es comprensible que los cines, como la vida, no volvieran a ser los mismos.
[1]Dalton, Roque, Las historias prohibidas del Pulgarcito, UCA Editores, San Salvador, Pág. 190 y ss; primera edición, 1974.
“Todos los santos II (Recuerdos)/All the Saints II (Memories)”
selenium/sepia gelatin silver print, 13.5" x 18" (34.5 x 46 cms.) 1992-93
Fotografía
Muriel Hasbún
From the series “Saints and shadows”
SAL/USA, 1965
“I come from people in exile” says Muriel Hasbún of herself. She explores the intricacies and emotional reverberations of identity through art, and uses photography and her own personal histories as the vehicles for exchange. Through an intergenerational, transnational and transcultural lens -she was born in El Salvador into a French Jewish and a Christian Arab background-, she crafts a language that expresses a shared humanity, while erasing the borders that maintain our Otherness.Of the series
“Santos y sombras” she says: “es un refugio contra el silencio y el olvido.”
Hasbún’s work has been exhibited at the Museum of Photographic Arts (2007), Centro Cultural de España de El Salvador and FotoFest (2006), the Corcoran Museum of Art (2004) and the 50th Venice Biennale (2003).Her photographs are in numerous public and private collections, including the Smithsonian American Art Museum and the Bibliothèque Nationale de France and has been aFulbright Scholar 2006-7.
Muriel Hasbún is Associate Professor and the Coordinator of Fine Art Photography at the Corcoran College of Art + Design in Washington, DC.
“Altar I”
gelatin silver print, 17.5" x 13.5" (44.5 x 34 cms), 1997; also 24" x 20", 2004.
“El altar de mi bisabuelo / My Great Grandfather’s Altar” selenium/sepia gelatin silver print, 17.5" x 13.5" (44.5 x 34 cms), 1997; also 24" x 20", 2004
“¿Sólo una sombra?/ Only a Shadow? (Mosze's Dream)”
gelatin silver print, 13" x 18" (33 x 46 cms.) 1994
Jacinta Escudos pertenece a esa clase de escritoras para quienes la literatura es un destino insoslayable, una amorosa condena. Nacida en El Salvador, escribe novela, cuento, poesía, crónica y ensayo. Como la mayoría de los artistas que poseen un talento integral, su curiosidad la ha llevado a experimentar con buena fortuna sus facetas como actriz y pintora. Durante el 2000 fue escritora residente en la Heinrich Böll Haus, Alemania, y en La Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs, de Saint-Nazaire, Francia. Con su libro de relatos “Crónicas para sentimentales” (inédito), ganó los X Juegos Florales de El Salvador 2001, y con la novela “A-B-Sudario”, el Primer Premio Centroamericano de Novela “Mario Monteforte Toledo” (2003), publicada por Alfaguara. Su obra ha sido traducida al inglés, alemán y francés, y aparece en diversas antologías de América Latina, Estados Unidos y Europa. El 2008, Uruk Editores, de Costa Rica, le publicó el libro de cuentos “El Diablo sabe mi nombre” del cual publicamos este relato por fina cortesía de la autora. RR
El hombre está dormido boca arriba cuando siente el temblor.
Se despierta alterado y piensa que es un terremoto y su primer reflejo es saltar de la cama, salir del cuarto, buscar refugio bajo el arco de una puerta como suelen recomendar.
Busca la orilla de la cama y comienza a levantar el mosquitero, agitado, con mucha prisa. La rapidez es importante en estos casos. No sabe si el temblor sigue o si son sus nervios los que hacen temblar su cuerpo pero alterado como está y cegado por la oscuridad de la habitación, no encuentra el borde del mosquitero contra el cual se debate enfurecido, sintiendo que la tela es una pegajosa sombra que se le enreda entre las manos y los brazos.
Ya desesperado, decide dar un jalón para arrancar la tela, partirla, pero la tela no se rompe y se estira como chicle en sus manos al tiempo que la siente pegajosa y húmeda y se pregunta por qué el mosquitero está mojado, no concuerda, no tiene ningún sentido y ya no importa si el temblor continúa o no porque está atascado hasta las orejas con el mosquitero y lo único que le interesa es desenredarse, encender la luz, recuperarse del susto y volver a dormir.
Mientras tanto, los ojos se acomodan a la oscuridad y nota que el mosquitero está totalmente deshilachado, o eso parece, y se le pega en las manos y el cuerpo, y mientras más se mueve para desenredarse, más parece atascarse. Siente que algo lo jala por detrás y piensa que sus propias maniobras lo están enredando más en los hilos. Voltea la cabeza para saber lo que pasa y mira la sombra de lo que parece una gigantesca araña que avanza hacia él a velocidad vertiginosa.
El hombre queda paralizado un momento, tratando de comprender, "las arañas gigantes no existen", se repite a sí mismo como un mantra, pero la verdad es que a medida que se acerca aquella sombra se convence de que lo que viene es una araña de ojos rojos y patas espantosamente peludas y en lo que parece la boca del animal hay un par de mandíbulas que se abren y se cierran lanzando un líquido que viene a pegársele a la piel junto con los restos del mosquitero.
El hombre se agita, apurado, trata de zafarse antes de ser alcanzado, pero se da cuenta que el líquido que el animal lanza comienza a atarle los pies y a envolverle las piernas, desesperado comienza a gritar, a pedir auxilio a los vecinos o a cualquiera que pueda escucharlo, mientras la araña, ya encima de él, continúa llenándolo de saliva y tejiéndole una mortaja al hombre que poco a poco comienza a tener el aspecto de una momia.
Se siente paralizado, inútil, tan atemorizado por los ojos rojos de la araña que están tan cerca de su cabeza que prefiere callar y dejar de gritar porque piensa que la araña podrá enfadarse y arrancarle la cabeza de un mordisco y siente el cuerpo apretado dentro del capullo de la saliva que el arácnido teje a toda prisa para evitar que la presa escape porque las arañas prefieren su alimento fresco.
El hombre ya no resiste. No hay nada que hacer. Apretado en su camisa de fuerza, en su capullo de muerte, cierra los ojos para no ver más y piensa que quizás está dormido y que tiene que hacer un intento por despertar ahora, en este preciso instante antes de que penetre la oscuridad total en sus ojos, antes que el insecto lo toque con sus mandíbulas y le quite el último momento de visión que le queda porque la araña cierra el capullo que envuelve su alimento, y se acerca y comienza a chupar su contenido, a sorberlo lentamente mientras se escucha un leve gemido que no perturba a la araña que sorbe el alimento hasta el final, hasta exprimirlo, hasta dejar un pequeño casco vacío, disecado y comprimido, uno más entre tantos puntos blancos, grises y negros que cuelgan de la telaraña en la esquina del dormitorio, una basurita que cae cuando la tela es sacudida a medida que la araña se retira a su esquina para esperar el próximo alimento, basurita que cae sobre el papel sobre el cual una mujer escribe de noche, en su escritorio y que ella limpia con la mano, fastidiada, tirándola al suelo, una basurita blanca que la asistente doméstica barre al día siguiente, con el resto del polvo y la suciedad que encuentra en el suelo de aquella habitación.
Nobel-prize winner J.M. Coetzee dives into the role of history embracing painstaking colonialists skewed perspectives on domination in a harsh and compelling voice. “The Vietnam Project” taken from his 1974 book “Dusklands” is the narration of a lonesome researcher investigating the effectiveness of United States propaganda and psychological warfare in Vietnam. This extract dwells –among other themes- on the nature of the power of images and words to convey memories and reflect thought. MB
The photographs I carry with me in my briefcase belong to the Vietnam report. Some will be incorporated into the final text. On mornings when my spirits have been low and nothing has come, I have always had the stabilizing knowledge that, unfolded from their wrappings and exposed, these pictures could be relied on to give my imagination the slight electric impulse that is all it needs to set it free again. I respond to pictures as I do not to print. Strange that I am not in the picture-faking side of propaganda.
Only one of my pictures is openly sexual. It shows Clifford Loman, 6’2”, 220 lb., onetime linebacker for the University of Houston, now a sergeant in the 1st Air Cavalry, copulating with a Vietnamese woman. The woman is tiny and slim, possibly even a child, though one is usually wrong about the ages of the Vietnamese. Loman shows off his strength: arching backward with his hands on his buttocks he lifts the woman on his erect penis. Perhaps he even walks with her, for her hands are thrown out as it she is trying to keep her balance. He smiles broadly; she turns a sleepy, foolish face on the unknown photographer. Behind them a blank television screen winks back the flash of the bulb. I have given the picture the provisional title “Father Makes Merry with Children” and assigned it a place in Section 7.
I am, by the way, having a series of very good mornings, and the essay, usually a vast lumbering planet in my head, has been spinning itself smoothly out. I rise before dawn and tiptoe to my desk. The birds are not yet yammering outside, Marilyn and the child are sunk in oblivion. I say a grace, holding the finished chapters to my exulting breast, then lay them back in their little casket and without looking at yesterday’s words begin to write. New words flow. The frozen sea inside me thaws and cracks. I am the warm, industrious genius of the household weaving my protective fabrications.
I have only to beware to guard my ears against the rival voices that Marilyn releases from the radio sometimes between 7:00 and 8:00 (I respond to the voice too as I do not to print). It is the bomb tonnage and target recitals in particular that I have no defense against. Not the information itself–it is not in my nature to be disturbed by the names of places I will never see–but the plump, incontrovertible voice of the master of statistics himself calls up in me a tempest of resentment probably unique to the mass democracies, which sucks a whirlpool of blood and bile into my head and renders me unfit for consecutive thought. Radio information, I ought to know from practise, is pure authority. It is no coincidence that the two voices we use to project it are the voices of the two masters of the interrogation chamber–the sergeant-uncle who confides he has taken a liking to you, he would not like to see you hurt, talk, it is no disgrace, everyone talks in the end; and the cold, handsome captain with the clipboard. Print, on the other hand, is sadism, and properly evokes terror. The message of the newspaper is: “I can say anything and not be moved. Watch as I permute my 52 affectless signs”. Print is the hard master with the whip, print-reading a weeping search for signs of mercy. Writer is as much abased before him as reader. The pornographer is the doomed upstart hero who aspires to such delirium of ecstasy that the surface of the print will crack beneath his words. We write our violent novelties on the walls of lavatories to bring the walls down. This is the secret reason, the mere hidden reason. Obscuring the hidden reason, unseen to us, is the true reason: that we write on lavatory walls to abase ourselves before them. Pornography is an abasement before the page, such abasement as to convulse the very page. Print-reading is a slave habit. I discovered this truth, as I discovered all the truths in my Vietnam report, by introspection. Vietnam, like everything else, is inside me, and in Vietnam, with a little diligence, a little patience, all truths about man´s nature. When I joined the Project I was offered a familiarization tour of Vietnam. I refused, and was permitted to refuse. We creative people are allowed our whims. The truth of my Vietnam formulations already begins to shimmer, as you can see, through the neat ranks of script. When these are transposed into print their authority will be binding.
There remains the matter of getting past Coetzee. In my darker moments I fear that when battle breaks out between the two of us I will not win. His mind does not work like mine. His sympathy has ceased to flow. I would do almost anything for his respect. I know I am a disappointment to him, that he no longer believes in me. And when no one believes in you, how hard it is to believe in yourself! On evenings when the sober edge of reality is sharpest, when my assembled props feel most like notions out of books (my home, for example, out of a La Jolla décor catalog, my wife out of a novel that waits fatefully for me in a library in provincial America), I find my hand creeping toward the briefcase at the foot of my desk as toward the bed of my existence but also, I will admit, as toward an encounter full of delicious shame. I uncover my photographs and leaf through them again. I tremble and sweat, my blood pounds, I am unstrung and fit this night only for shallow, bilious sleep. Surely, I whisper to myself, if they arouse me like this I am a man and these images of phantoms a subject fit for men!
My second picture is of two Special Forces sergeants named (I read from their chests) Berry and Wilson. Berry and Wilson squat on their heels and smile, partly for the camera but mostly out of the glowing wellbeing of their strong young bodies. Behind them we see scrub, then a wall of trees. Propped on the ground before him Wilson holds the severed head of a man. Berry has two, which he holds by the hair. The heads are Vietnamese, taken from the corpses or near-corpses. They are trophies: the Annamese tiger having been exterminated, there remain only men and certain hardy lesser mammals. They look stony, as severed heads always seem to do. For those of us who have entertained the fearful suspicion that the features of the dead slip and slide and are kept in place for the mourners only by discreet little cottonwool wads, it is heartening to see that, marmoreally severe, these faces are as well-defined as the faces of sleepers, and the mouths decently shut. They have died well. (Nevertheless, I find something ridiculous about a severed head. One´s heartstrings may be tugged by photographs of weeping woman come to claim the bodies of their slain; a handcart bearing a coffin or even a man-size plastic bag may have its elemental dignity; but can one say the same of a mother with her son’s head in a sack, carrying it off like a small purchase from the supermarket? I giggle.)
My third picture is a still from a film of the tiger cages on HonTreIsland (I have screened the entire Vietnamese repertoire at Kennedy). Watching this film I applaud myself for having kept away from the physical Vietnam: the insolence of the people, the filth and flies and no doubt stench, the eyes of prisoners, whom I would no doubt have had to face, watching the camera with naive curiosity,too unconscious to see it as ruler of their destiny–these things belong to an irredeemable Vietnam in the world which only embarrasses and alienates me. But when in this film the camera passes through the gate of the walled prison courtyard and I see the rows of concrete pits with their mesh grates, it bursts upon me anew that the world still takes the trouble to expose itself to me in images, and I shake with fresh excitement.
An officer, the camp commander, walks into the field. With a cane he prods into the first cage. We come closer and peer in. “Bad man”, he says in English, and the microphone picks it up, “Communist”.
The man in the cage turns languid eyes on us.
The commander jabs the man lightly with his cane. He shakes his head and smiles. “Bad man”, he says in this eccentric film, a 1965 production of the Ministry of National Information.
I have a 12” x 12” blowup of the prisoner. He has raised himself on one elbow, lifting his face toward the blurred grid of the wire. Dazzled by the sky, he sees as yet only the looming outlines of his spectators. His face is thin. From one eye glints a point of light; the other is in the dark of the cage.
I have also a second print, of the face alone in greater magnification. The glint in the right eye has become a diffuse white patch; shades of dark gray mark the temple, the right eyebrow, the hollow of the cheek.
I close my eyes and pass my fingertips over the cool, odorless surface of the print. Evenings are quiet here in the suburbs. I concentrate myself. Everywhere its surface is the same. The glint in the eye, which in a moment luckily never to arrive will through the camera look into my eye, is bland and opaque under my fingers, yielding no passage into the interior of this obscure but indubitable man. I keep exploring. Under the persistent pressure of my imagination, acute and morbid in the night, it may yet yield.
The brothers of men who stood out against proven tortures and died holding their silence are now broken down with drugs and a little clever confusion. They talk freely, holding their interrogator’s hands and opening their hearts like children. After they have talked they go to the hospital, and then to rehabilitation. They are easily picked out in the camps. They are the ones who hide in corners or walk up and down the fences all day pattering to themselves. Their eyes are closed to the world by a wall of what may be tears. They are ghosts or absences of themselves: where they had once been is now only a black hole through which they have been sucked. They wash themselves and feel dirty. Something is floating up from their bowels and voiding itself endlessly in the gray space in their head. Their memory is numb. They know only that there was a rupture, in time, in space, I use my words, that they are here, now, in the after, that from somewhere they are being waved to.
These poisoned bodies, mad floating people of the camps, who had been–let me say it–the finest of their generation, courageous, fraternal–it is they who are the occasion of all my woe! Why could they not accept us? We could have loved them: our hatred for them grew only out of broken hopes. We brought them our pitiable selves, trembling on the edge of inexistence, and asked only that they acknowledge us. We brought with us weapons, the gun and its metaphors, the only copulas we knew of between ourselves and our objects. From this tragic ignorance we sought deliverance. Our nightmare was that since whatever we reached for slipped like smoke through our fingers, we did not exist; that since whatever we embraced wilted, we were all that existed. We landed on the shores of Vietnam clutching our arms and pleading for someone to stand up without flinching to these probes of reality: if you will prove yourself, we shouted, you will prove us too, and we will love you endlessly and shower you with gifts.
But like everything else they withered before us. We bathed them in seas of fire, praying for the miracle. In the heart of the flame their bodies glowed with heavenly light; in our ears their voices rang; but when the fire died they were only ash. We lined them up in ditches. If they had walked toward us singing through the bullets we would have knelt and worshipped; but the bullets knocked them over and they died as we had feared. We cut their flesh open, we reached into their dying bodies, tearing out their livers, hoping to be washed in their blood; but they screamed and gushed like our most negligible phantoms. We forced ourselves deeper that we had ever gone before into their women; but when we came back we were still alone, and the women like stones.
From tears we grew exasperated. Having proved to our sad selves that these were not the dark-eyed gods who walk our dreams, we wished only that they retire and leave us in peace. They would not. For a while we were prepared to pity them, though we pitied more our tragic reach for transcendence. Then we ran out of pity.
El Ojo de Adrián se alimenta de una ardiente fe en crear espacios para la expresión y difusión del arte, literatura y pensamiento intelectual salvadoreño y centroamericano. Nacido en formato de blog en junio del 2005, tomó por nombre el del único huracán de la milenaria historia del Océano Pacifico. El Ojo turbulento de Adrián es el punto de encuentro y discusión de quienes están decididos a crear a pesar de la adversidad, a seguir vivos y activos, a compartir la libertad y la belleza, y a afrontar la injusticia y la indiferencia.
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