12 jun 2010

Terraemotus: Carlos Cruz-Diez


Carlos Cruz-Diez

VEN, 1923

Cromosaturación

Desde que inicié mi aventura de pintor en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas he tenido y desarrollado una profunda afección por el color. Creía que cada mancha del pincel aplicada sobre la tela era un mensaje afectivo de primer orden y un testimonio inaplazable a comunicar. He insistido en hacer del color una vivencia, con un impacto afectivo que se sobrepusiese a cualquier otro artificio del acto de pintar. Para lograrlo, emprendí una larga reflexión nutrida de lecturas encaminadas a entender el por qué de muchas cosas y tratar de adquirir una noción universal del arte y de mi tiempo.

“No soy poeta, ni escritor, ni historiador, ni filósofo. Sólo soy pintor. Por eso pensé que investigando un mundo eminentemente “pictórico y perceptivo”, como lo es el del color, podría encontrar una vertiente que fuera expresión de mi tiempo y no hubiese constituido motivo de reflexión para otros artistas.

“El color se me reveló como un importante medio de estímulo a la percepción de la “realidad”. La “realidad” de hoy, nuestra noción de realidad, que no es la misma que tenía el hombre del siglo XII, para quien la vida era el tránsito a la eternidad. Nosotros, por el contrario, creemos en lo efímero, sin pasado ni futuro; todo se modifica y se transforma en el instante. La percepción del color nos revela esas nociones. Pone en evidencia el espacio, la ambigüedad, lo efímero, lo inestable, siendo además un soporte de mitos y afectos. “

(Fragmento del prólogo escrito por Carlos Cruz-Diez para la segunda edición (2009) de su libro “Reflexión sobre el color”, Caracas, 1989)

Las obras de Cruz-Diez han estado presentes en las grandes exposiciones europeas que desde los años 60 se han dedicado al cinetismo, así como en las más importantes muestras colectivas consagradas al arte de Latinoamérica.

Las Cromosaturaciones son obras ligadas a la idea de que toda “cultura” siempre ha tenido como punto de partida un “acontecimiento primario”: una situación simple que luego se transforma y desata todo un sistema de pensamiento, actúa sobre la sensibilidad y crea mitos. Como durante siglos no hemos modificado nuestras convenciones culturales de la noción cromática, es posible que cambiando de soporte –coloreando el espacio y no la forma– se pueda detectar que el color es una situación evolutiva en el tiempo y el espacio y no necesariamente la anécdota coloreada de una forma. La perturbación que produce vivir la experiencia de una situación monocroma actúa en la retina del espectador como un detonador que despierta la noción de que el color es una situación física que evoluciona en el espacio, sin ayuda de la forma, incluso sin soporte alguno. Tomado de Fundación Juan March



Terraemotus: Alfonso Kijadurías


Alfonso Kijadurías

SAL, 1940

No ser no hacer

La poesía de Kijadurías (Quezaltepeque, 1940) es expresión de un esfuerzo de coherencia entre vida y palabra. Kijadurías ha descubierto un camino que lleva a ninguna parte. Ni al éxito, ni al heroísmo. Ni a la santidad ni al poder. Quizás solo al dulce fracaso. Su biografía --un ejercicio permanente de desaparición-- está contenida en sus poemas. Alfonso Kijadurías se hizo acreedor en 2009 al Premio Nacional de Cultura de El Salvador. Vive entre Vancouver (Canadá) y Quezaltepeque (El Salvador). MHM

El poema “No ser no hacer” – selección de Miguel Huezo Mixco para esta edición de El ojo de Adrián - forma parte del libro inédito Zozobras completas de Alfonso Kijadurías.

http://kihadaworksdesign.com/more-about-my-dad-alfonso-kijadurias-update.html

No escribí la novela, tampoco pinté el cuadro, ni esculpí la escultura

con el fin de burlar la erudición de los jueces.

No compuse el concierto que revolucionaría la música moderna, tampoco

la película que pondría en entredicho a todas las tendencias consumidas

por la fama y el dinero.

No escribí el poema que eclipsaría toda la poesía escrita en nuestros días

y dejaría sin aliento a la crítica exigente.

No metí el gol olímpico que embriagaría, portada la eternidad, a los fieles creyentes.

Tampoco descubrí la pirámide más alta en medio del desierto

más desierto, ni conquiste el espacio

que solo alcanza el que venciendo lo imposible, arriba a lo más alto.

No descubrí la droga que sería la panacea de todos los dolores, la píldora

del placer que no termina

y lleva al paraíso prometido.

No inventé la bomba que traería la paz a todos los rincones del planeta.

No hice nada de todo lo que ayer,

bajo los efectos enervantes del elogio y los aplausos, prometí

o me hicieron prometer.

Genial, sí, fue, entre todos, mi fracaso. A él le debo la certeza de saber

que nunca alcanzaré la eternidad.


Terraemotus: José Rodríguez



José Rodríguez

SAL, 1971

De los valles de la muerte retorna José Rodríguez en esta nueva serie de obras en donde combina el dibujo y la pintura, la mancha y la línea, en un mundo silenciosamente surreal. “Su época de infancia ha estado marcada por experiencias muy relacionadas al tema de la muerte, visitas a crematorios y la violencia misma de la guerra circundante… el tema fúnebre es retomado desde una visión más intelectual, alimentado por la literatura clásica alemana y el decadentismo europeo decimonónico” dice Astrid Bahamon, Doctora en Historia del Arte. José Rodríguez ha retornado, ha regresado a las formas en gestación, al color en potencia, a la inocencia hecha infancia.

Rodríguez ha representado a su país en bienales regionales en Centro América y el Caribe. Su obra forma parte de las colecciones del Museo de Bellas Artes de Taipei, el Museo de Arte y Diseño de Costa Rica, y de colecciones privadas en todo el mundo. MB



Terraemotus: Claudia Hernández



Claudia Hernández

SAL, 1975
El bar de la calle Hudson

Claudia Hernández podría ser un fantasma, o quizás una contadora o modelo. Podría ser un personaje imaginario en alguno de los cuentos de Claudia Hernández, la escritora venezolana. Claudia Hernández es en realidad una sombra. Al recorrer el internet en su búsqueda solo encontramos sus cuentos literarios como huellas hondas en la tierra húmeda: ella camina liviano y fugaz.

Dicen que Claudia Hernández y su sombra son Licenciadas en Comunicaciones por la Universidad Tecnológica de El Salvador, y que han realizado también estudios de derecho. Dicen que en 1998 ganó el premio honorífico (4º lugar) del "Juan Rulfo" de Radio Francia Internacional, en la categoría de cuento, y en el 2004 obtuvo el prestigioso premio alemán "Anna Seghers” por obra publicada. Ha sido antologada en España, Italia, Francia, Estados Unidos y Alemania. Dicen que actualmente trabaja como catedrática de la Escuela Superior de Economía y Negocios.

Sin embargo, lo único que nos consta y de lo que podemos dar fe y testimonio apasionado es de su extraordinaria obra literaria. Aquí una pequeña prueba.MB

Afuera estaba la noche. Eva Stroud, que acababa de entrar por la puerta que da a la calle Hudson podía regresar a ella con solo retroceder sobre sus pasos. Sin embargo, decidió internarse en la oscura ausencia de cosas visibles que se extendía ante sus ojos y debajo de sus pies en lugar del bar convencional que esperaba encontrar porque estaba convencida de que, si avanzaba, algo le sería revelado. Se los había dicho a ella y a su amiga un muchacho pálido que habían conocido la tarde anterior en el tren que las había traído de regreso a la ciudad. Mientras fumaban cigarrillos, les habló él de ese bar del que no oyeron hablar mientras vivieron en esa su ciudad natal y de las sorpresas que deparaba. Les contó que había habido hombres que habían entrado y se habían encontrado consigo mismos como había habido otros que habían encontrado en él un bar con el olor a tiempo detenido de cualquier otro, habían pedido uno o dos tragos, se los habían bebido y habían regresado a sus casas sin mayor novedad. Les dijo también de uno que había sido recibido por el hocico de una bestia que le gruñó y lo devoró al instante y de otro que, al abrir la puerta, había encontrado el mar y había podido comprender que la canción que cantaba no era un rumor cualquiera, sino una historia sobre la luz y la oscuridad que lo extasió de tal manera que olvidó la lengua de los hombres y habló sólo en adelante en el idioma de la inmensidad.

Cuando el muchacho pálido entró, lo recibió en la puerta una mujer lejana que, tras susurrarle al oído "te diré porqué", le dio la respuesta a una pregunta que había él formulado en silencio antes de abrir la puerta. Al encuentro de ella salió desde lo profundo una presencia al compás de cuya voz iban dibujándose la luz de la luna creciente y las piedras de un camino serpenteante por donde la condujo hasta llegar a un día donde estaba esperándola lo que había dicho ella que no existía. Era eso una luminosidad que afirmaba serlo todo y todo cubrirlo.

Eva Stroud le dijo que no era posible que fuera lo que decía. De serlo, se habría aparecido en alguna de las muchas veces que lo invocó en los campos en los que había pasado los años anteriores. Le dijo que, para ella, en su lugar había nada. Entonces la luminosidad se absorbió a sí misma y a todo lo que la rodeaba y dijo en una lengua no audible que era la nada también.

Lo que siguió después fue un silencio que la condujo a la puerta del bar para que saliera. Ella caminó como una sombra entre las sombras por la calle Hudson hasta llegar al cruce con una avenida que la llevó hasta la casa que había alquilado con su amiga, quien, desde la cocina, le preguntó si venía del bar de la calle Hudson y se echó a reír cuando Eva le contestó que sí porque sabía —como cualquier otra persona que había nacido y vivido en esa ciudad—que no existía tal bar puesto que no había una calle Hudson en esa ciudad.



Terraemotus: Margaret De Wys

Margaret De Wys

USA
From “Black Smoke”

At once an adventure story, a romance, and a rich exploration of a little-known culture, Black Smoke is destined to become a classic. It captures one woman’s physical, emotional, and “holy voyage” through a world that differs vastly from our own in its perception of healing and wholeness. And what emerges is a revealing chronicle of spiritual insight and a trenchant exploration of the limits of idealism. Not only does De Wys offer a probing look at how our modern technological culture can learn and benefit from indigenous wisdom, but she also weaves a cautionary tale about how potentially dangerous it is—on both sides—to try to cross those frontiers. Taken from B+N.

Music/Sound. composer, sound installation artist and writer, Margaret De Wys has an M.F.A. from Milton Avery Graduate School of the Arts at Bard College. She has worked in collaborations with artists such as Kiki Smith, Joan Jonas, Dan Graham, Peter Hutton, Glenn Branca, Charlie Ahearn, Peggy Ahwesh, and Wendy Ewald. Her sound pieces have premiered with Rosalind Newman Dance Company, St. Louis Symphony Orchestra, Hudson Valley Philharmonic, Woodstock Chamber Orchestra, and Meridian String Quartet, among others; and have been performed in New York at the Museum of Modern Art, Whitney Museum of American Art, Pace Gallery, The Kitchen, and the Knitting Factory.


When I was settled in the hole, the men began shoveling hot sand over me. I felt its density. The weight grew ever greater as more sand was heaped on. “You will be able to breathe through your nostrils and mouth,” said Carlos. “The Mother will give you power.” Then I was totally cut off from my companions and the world.

The sand cover was heavy, like lead. I lay entombed, as if I had been poured into concrete. I could breathe, but that was it. How long was I going to be left there? An hour? A day? It took all my will not to panic from claustrophobia and abandonment. I was approaching just what I had feared after my diagnosis: the trapped place of no way out and nothing left to do. I tried to shift my body, wiggle my fingers, but it was impossible. Breathe, I told myself. The leaves –bless them- were warm and fragrant on my face.

I became deeply aware that I hung in the balance between life and death. You have come. You made the first step. You trusted your instincts. I repeated this inwardly, breathing in and out and concentrating on my breath until it was even and slow and I was sinking, sliding into a dream. Although the weight was great along the surface of my skin, my thoughts floated and my mind began to wander into a soft, timeless dimension. With my ears covered, I was encased in a deep silence. I couldn´t hear the blood moving through me, but I felt it humping and pounding under my skin. I felt that the world was very far from me. Then my senses shut down.

It came to me that it was important to surrender, that this was the most important thing I could ever do. All my life had been about fighting, volition, deciding, choice, conflict, trying, hoping, fearing. This moment was about making that step, leaving the worried faces of my family, the downcast eyes of my friends, my doctors with their white coats and stainless steel operating tables, my world of art and music and film, and the technological wizardry that had removed us from the deep reality I was now experiencing. I was descending miles and miles into the underworld. I fell and fell. I was being demolished inside. Things that I once thought important were inconsequential. I was irrelevant, but I couldn´t think about that: I had to keep astride the immense force pulling me down.

I was absorbed and my boundaries dissolved. I was in a kind of limbo, barely conscious. I could not see or feel and taste, so I listened. At first there was nothing. And then I heard something form the distance, primal sounds, sorrowful and ecstatic, from the very ground in which I lay. It came to me that what I was hearing was the roaring of the flames of the center of the earth. The earth´s molten core moved toward me. I was hearing the sound of The Mother. She spoke to me in a glorious madness. Her voice was warm and entreating all at once it seduced me. I surrendered. There was nothing else I could do. I felt an indescribable relief more powerful than any earthly sensation I knew. I surrendered as if it were the most natural thing to do. I was mesmerized –and loved.

“Leave me be,” I sobbed.

Carlos and the others were exhuming me. I began to focus on their lips and eyes as their faces drew close to mine. I became aware that they were shoveling the sand away.

“No,” I screamed.

I clawed the earth, trying to cover myself with it. I did not want to return to the living. I wanted to stay merged with the earth. But they lifted me by my arms and legs.

“Wake up!” Carlos commanded, and I felt little needles pricking all over my skin as my blood quickened in my veins. The men hoisted me into a standing position, but my legs buckled. My muscles would not work.

“I must go back,” I wept. “Don´t make me leave. Keep away from me.”

Carlos took me from the men and held me under my arm, putting his other arm around my waist. Almost carrying me, he forced me away from the burial site. “We must leave this place now,” he said very gently, his breath in my ear. Still I fought him, thrashing, but my arms did not have much power in them.

“Come, Margarita,” he said, almost chanting. “This is not a place we can stay. The umbilical is cut. But we are still connected. You will see.”

“I don´t want to leave,” I panted, my head hanging on my chest, my eyes closed, my wrists limp, my ankles wobbly.

“Do not worry,” he said. “Everything is fine. Everything is as it should be. Come with me now, Margarita. Let me lead you into the warm waters. Let me lead you into the shallow pools of the Pastaza. Our people have used this sacred place for just this purpose for as long as we can remember. You will float in birthing fluids. You have been purified, reborn form the womb of The Mother.”

The sun was low in the sky, hanging over the unruly ramparts of the jungle that tumbled down to the river. The black stain of the water was lit with a golden sheen. Carlos helped me lie down in the tepid shallows. As soon as I entered the water, everything shifted, and I no longer struggled or mourned. I blissfully drifted, feeling as if I was a newborn and had just entered the world. I really was purified –a great emotional weight had lifted. It was as if a light was shining out from my chest and stomach and I had a profound feeling of well-being. I felt more solid than before. No, more physical.

I could see the sun sending out tongues of flame thousands of miles into space. I could feel the force beyond all reckoning that made its fire cohere, take shape, and I felt the tangible connection between the warmth it was sending out and the life all around and inside me.

It seemed pointless to remember that I had come to the Amazon because of a grave illness. At that moment, I couldn´t evaluate what I had experienced. Before Ecuador, I would have considered the burial and vomiting insane tests of endurance. Now they seemed simply to be what you went through because you were human and alive.

As I drifted, my analytic mind began to work again, but it was still far away, a distant voice. I dimly grasped that my ego had dissolved during the burial. I understood how that experience could be both liberating and dangerous –ah, that way madness lies. And yet I knew that it was impossible to grow without being broken.

What I didn´t know was that Carlos was preparing me for even a greater ecstatic and perceptual shifts that would come.

“You are now ready to take the sacred medicine, Margarita,” Carlos said as he helped me out of the shallows and walked me back to the canoe. Fear, like a stake, drove into my heart –even with my newfound equanimity and the feeling that I had just passed through fire and endured.

It was a terrifying prospect –Ayahuasca. I wanted to keel over. Then I noticed Jorge was leering at me again. There was nothing furtive or abashed in the way he studied my body. In fact, there was something admirable in his complete lack of pretence. Keeping his eyes glued to my breasts, he leaned back, dug his paddle in the sand, and pried. The canoe broke free form the island where I had been reborn and glided out into the dark water. Jorge leaned forward and I could see the ropy muscles pop in his forearm as he ripped the cord of the outboard and the engine snarled and died and he ripped the cord again. The engine sputtered, raced, and then settled into a dull whine. Jorge turned the canoe in a long arc and pointed the crocodile head with its gaping mouth upriver. He cranked the throttle, and I felt the prow rise, pushing against the current. I was shivering, despite the heat.

Carlos gazed at me steadily. “You must not back down, Margarita,” he said. “Be fearless. This is your path. This is what it means to be kakaram, a warrior of valor.”