15 ene 2006

Una enseñanza inolvidable

Alfonso Kijadurías

Crónica por entregas (2/5)
De lo mucho o poco que conversamos aquella noche no quedaron más que unos vagos registros en la memoria, pues todo pareció borrarlo la cantidad de alcoholes consumidos, en aquella fiesta que se prolongó hasta la madrugada, con la promesa de un nuevo encuentro, antes que el maestro retornara a su jaula dorada, como llamaba a su estudio, decorado al gusto de Laura, su mujer.

Dos semanas más tarde, quiso la suerte, nos encontramos de pura casualidad en la librería de Don Kurt. Al principio dudó en reconocerme, pero luego sus ojos de novelista le confirmaron la certeza de que era yo, el poeta de un solo poema, eso sí el más largo hasta entonces, en toda la historia de nuestro pequeñísimo país. Ah, el novio de Fabiola, logró mi intuición traducir la frase dibujada en su cerebro con la rapidez de una súbita llamarada.

-Lo que llamamos casualidad no existe, dijo, es una línea trazada en la geometría del destino. ¿O no? Esta mañana no era mi propósito entrar en esta librería, pero al paso, luego de dejar a mi mujer en casa de la modista, se me ocurrió dar un vistazo, y mira a quien me encuentro, nada menos que al poeta. Bueno, eso es de celebrarlo, busquemos un bar.

El Infierno, estaba a la vuelta de la esquina, era el único bar que siempre estaba abierto de día y de noche. Entramos y pedimos cerveza para calmar la sed y olvidar ese calor que en el trópico te hace sudar como un condenado a muerte.

Mientras bebía a pausas mi cerveza, daba gracias al cielo, por poner en mi camino al maestro que me ayudaría a salir de las tinieblas de mi ignorancia y me alumbraría el camino a través del cual me abriría paso con la testarudez de un topo.

Federico Gamboa, mientras tomaba su cerveza, parsimonioso y solemne, leía también, con ojos de novelista, la emoción y todo aquello que pasaba por mi mente, siendo mayor y experimentado en todas las trampas de la vida, detectaba con mirada clínica las telas más escondidas del alma humana, las mía no era una excepción.

Aquella mañana, le hablé de mis proyectos, de los libros que tenía en mente, de mis poetas preferidos y santos de mi predilección. La cerveza, como siempre me hizo entrar en un estado de catarsis, igual que un pecador ante el cura o un paciente en el sofá del siquiatra, dije hasta lo que no tenía que decir, le hablé de mi gran flaqueza, en aquellos momentos, la de la mujer que en aquel preciso instante era el centro de mi pasión.

Con una serenidad que se deleitaba en su morosidad de caracol, el maestro escuchó la confesión de toda una vida de luchas y aspiraciones por conquistar lo difícil, y barriendo, con su rosada lengua de felino, la espuma que la cerveza dibujaba en su bigote, inició, en cuanto mi silencio le permitió, lo que sería una enseñanza hasta entonces, para mí, desconocida.

-El camino de la literatura es el más difícil de todos, dijo, clavando la vista en la claraboya del Alcázar, exige el más grande de todos los sacrificios, el de renunciar a uno mismo, no dejarse arrastrar por los cantos de la musa mercenaria, ahora vigente en el altar de la literatura. Cuidado con convertirte en triunfador, ganador de concursos, esa desbocada carrera de caballos. La literatura no es evasión sino confrontación. No se puede servir a dos señores, o al dios del dinero o a la diosa de la literatura, que es en suma religión secreta, tan celosa que no admite siquiera las ataduras de la mujer y los hijos.

De su discurso salomónico, extraigo las frases que, durante días, después de esa tarde, se quedaron resonando en mis oídos, al grado que pasé noches dando vueltas en la cama, sin poder conciliar el sueño, pues, hasta ese momento, jamás me había planteado renunciar a la vida que hasta entonces había llevado. Una vida que, sin ser burguesa, gozaba, con la modestia de mis recursos económicos, de todo lo que hasta entonces me había ofrecido la vida. Federico Gamboa, tenía, después de todo, razón, nada de lo dicho podría recriminarse, por radical que pareciera, era una verdad llana que no admitía réplicas, ni justificaciones. A partir de aquella tarde, al final de la cual, me pidió visitarlo en su casa, sentí que mi vida ya no sería la misma.