Carmen González-Huguet
Siempre detesté los alacranes y nunca supe por qué hasta hace poco, cuando tuve la oportunidad de volver a ver aquella película titulada Marcelino, pan y vino donde Pablito Calvo encarnaba a un niño que moría víctima de la picadura de una de esas sabandijas. Imposible no llorar, sobre todo a los diez años, por la muerte de esa criatura encantadora que platicaba como la cosa más natural del mundo con el Cristo del desván, al que alimentaba a escondidas de los frailes.
Pablito Calvo fue de seguro el primero, pero ciertamente no el último de una serie de niños prodigio que nos regaló el cine español y que se engalanó con la voz privilegiada de Joselito, la belleza rubísima de Marisol, inmortal no obstante la mano homicida de Pepa Flores que reniega de aquella época infortunada de su vida, y la voz maravillosa de una Rocío Durcal pre Juan Gabriel y demás desgracias.
Me he venido a enterar, tarde, como siempre, porque hace rato que he optado por vivir en este mundo lo menos posible, de la muerte de Pablito Calvo. Ocurrió en Madrid, en febrero de 2000, a causa de un derrame cerebral. Y me he sentido como si se me hubiera muerto un pariente lejano o un amigo de la infancia.
Seleccionado a los siete años para encarnar el personaje de Marcelino, Pablito Calvo alcanzó una notoriedad extraordinaria gracias a esa, su primera película, a la que siguieron dos más bajo la dirección de Ladislao Vajda, y otras cinco a cargo de distintas casas productoras y diferente éxito de taquilla. Su destino también fue diverso del de otros niños prodigio: estudió Ingeniería Industrial y se dedicó al negocio inmobiliario.
El final de su carrera cinematográfica, empero, fue muy semejante al de los demás niños actores: no pudo superar la barrera de la adolescencia y tampoco el cambio de gusto del público, azotado por el cinismo rampante de una época bastante desencantada. El fin de los sesenta, entre la guerra de Vietnam, Watergate y demás naufragios, ciertamente no dejó espacio para la ingenuidad de historias como la de Marcelino.
También es cierto que las cosas eran mucho menos dulces e inocentes de lo que suponíamos, por supuesto. La historia de Marisol-Pepa Flores apunta a ello, hoy irreconciliada con su etapa de actriz infantil. Recuerdo aún sin embargo a la niña rubia de ojos de zafiro y voz angelical que cantaba “La vida es una tómbola, tom, tom, tómbola”, mientras tocaba la batería al lado de la orquesta de Augusto Algueró. Éste que fue, entre otras cosas, compositor de la música de la Penélope de Joan Manuel Serrat.
Por cierto dicen las malas lenguas que Pepa Flores, que no Marisol, en esa época andaba que se subía por las paredes por Serrat, aunque al parecer el Nano se hacía el de los panes. Quién sabe. En historias de amor a veces ni los propios interesados saben en realidad qué sucede. Como sea, Augusto Algueró era un señor que sabía su negocio, y su negocio era la música. Compuso un par de los exitazos de ese excelente cantante que fue Nino Bravo (Te quiero, te quiero y Noelia), además de la inefable Chica ye-yé que encaramara a lo alto del hit parade juvenil de los sesenta la gran actriz que sigue siendo Concha Velasco.
Nacido en Barcelona en 1934, Algueró intervino en la banda sonora de muchas películas, como El ruiseñor de las cumbres del mencionado Joselito, y varias otras de Marisol, entre ellas Cabriola. Hace pocos años Algueró compuso la de esa obra maestra del humor negro y la mala leche en clave española que es Torrente, el brazo tonto de la ley.
A despecho de lo que dijo Hitchcock, que abominaba de hacer películas con perros, con niños y con Charles Laughton, el cine español de los sesenta abundó en criaturas más o menos creciditas y más o menos talentosas. De ellos, le fue peor que a todos a Joselito, un ruiseñor que se bajó de las cumbres y anduvo de miliciano por África antes de que lo acusaran de narco.
Rocío Durcal —que empezó ya mayorcita, a los quince, como Ana Belén— logró cruzar la barrera de la adolescencia sin mayores problemas. Los varones lo tenían peor. Es claro que a veces la biología trabaja en contra, la maldita. Una excepción a esta regla ha sido el dueño de una técnica vocal impecable, enorme encanto e irremediables dientes de roedor entusiasta que es Luis Miguel.
A Rocío Durcal y a Ana Belén, sobre todo a esta última, les fue mucho mejor. Las dos edificaron sólidas carreras discográficas y siguen, para bien y para mal, todavía dando guerra y con cuerda para rato.
De esa época si no más dichosa, al menos más ingenua, me dice mi amigo Ricardo Bada que si no he visto la clásica ¡Bienvenido, Mr. Marshall! de Luis García Berlanga. Confieso con dolor y con pudor que no. Hay que ver lo avaros que son los rentavideos de nuestros pagos en películas inteligentes. Con la cantidad de bodrios descerebrados que todos los años nos asesta Hollywood y la madre que lo parió, a la hora de escoger hay que conformarse con el Terminator y el Depredador de turno.
Ricardo me dice que muchos en España no soportaban esas películas dulzonas en medio de un franquismo tan recalcitrante como obtuso. No sé. No conocí ese contexto. Mi padre me llevaba a ver las susodichas cintas quizá porque añoraba un castellano pronunciado con todas las “ces” y las “zetas” como en su tierra, y no el español de Canarias que hablamos en El Salvador con un irremediable cantadito de perdularios. Quién sabe. A lo mejor era sencillamente que los domingos por la tarde no había absolutamente nada más qué hacer que ir al cine. San Salvador era entonces como hoy sigue siendo Tegucigalpa: una aldea fea, triste e irresoluta en la que nunca pasa nada bueno. Y eso no tiene remedio. Qué vaina.