Apuntes para un canon
de la novela nacional
Mario Gallardo
“Todo escritor deberá desde el inicio ser fiel a sus posibilidades y tratar de afinarlas; tener el mayor respeto al lenguaje, mantenerlo vivo, renovarlo si es posible; no hacer concesiones a nadie, y menos al poder o a la moda, y plantearse en su tarea los retos más audaces que le sea posible concebir”.
Sergio Pitol, Soñar la realidad.
La idea del canon -o “catálogo de libros preceptivo”- ya existía en la antigüedad, pero cogió nuevos aires entre la comunidad literaria a mediados de la década de los 90, impulsada por la publicación del libro de Harold Bloom: El canon occidental (1994). En este libro, el polémico crítico estadounidense propone su lista de libros canónicos: aquellas creaciones cuya lectura es imprescindible para conformar el imaginario estético de la humanidad.
La escogencia de Bloom provocó grandes discusiones: algunos criticaron que haya colocado a Shakespeare en el centro de su canon, mientras que otros se sintieron aludidos cuando les echó en cara su sometimiento al “fragmentarismo” de las teorías literarias de moda -que destacan apenas una punta del iceberg significativo de una obra- abandonando la lectura humanística planteada desde una perspectiva integral. Para mayor escándalo, les señaló que “los profesores universitarios y sus aliados en el mundo periodístico se ha apartado ampliamente de la percepción de la lectura seria”. “Es decir”, añadió, “se han olvidado de que su función es reverenciar a Shakespeare, Proust, Cervantes y Borges”.
Este concepto -desarrollado por el profesor de Yale al contestar la interrogante: ¿Quiénes son los grandes escritores occidentales?- ha sido asumido como punto de partida en este trabajo para precisar las obras fundamentales que definen el canon novelístico hondureño.
Tal empeño lleva implícito un componente controversial, en vista de lo antojadizo que para algunos pueda resultar cualquier selección, sin embargo, el intelectual palestino Edward Said -en su libro Cultura e Imperialismo (1993)- esbozó algunos parámetros para evaluar la obra literaria y establecer juicios de valor más allá del plano meramente subjetivo, que sirven de base a esta reflexión.
Said definió seis elementos: "mundanidad” (es decir, trascendencia del texto a su referencia real), “amateurismo” (opuesto un profesionalismo o especialismo reductor o embotado), “laicidad” (una ética ilustrada), “afiliación” (a una tradición literaria), “rigor crítico” (frente a los nacionalismos fundados en el odio y la exclusión), y “resistencia” (frente a las presiones políticas o las modas)".
Cualquier análisis que tome éstos parámetros como punto de partida debe ir aparejado a una relectura prolija y sistemática de la producción novelística nacional. Este “repaso” es ineludible, y nos ha mostrado, en primera instancia, la absoluta falta de validez del tópico tan citado cuando se habla de la narrativa hondureña: “Honduras, novela sin novelistas”.
No obstante esta frase –aunque grosera- aludiría a la estética que, salvo significativas excepciones, ha imperado en el quehacer narrativo nacional, donde la calidad literaria se ha visto supeditada, generalmente, a un criterio mimético, autóctono y regional. Desde sus inicios, la narrativa, y más específicamente la novela nacional, ha estado signada por la intención de reproducir aquello que nos diferenciaba, que nos separaba: de Centro América, del resto del continente, del mundo, en una suerte de obtuso chovinismo.
De tal suerte se estableció una tendencia a destacar aquello que nos hacía hondureños, que nos lanzaba de cabeza al interior de nuestro país con nombre de abismo, legitimando una insularidad intelectual de la cual no nos hemos podido sustraer desde 1821.
A partir de 1950, la aparición de Prisión Verde impuso un realismo social que también levantó barreras que nos aislaron. La obra más conocida de Ramón Amaya Amador prefiguró una variante de dicha estética narrativa anclada en lo nacional, en los denominados “problemas importantes” de la sociedad que era urgente resolver. Este realismo a ultranza también impuso un criterio duradero y engañoso: La novela debía ser ante todo, además de inconfundiblemente nuestra, "importante y seria", un instrumento que fuera útil en forma directa para el progreso social. En la década de los 80 la nota predominante fue la denuncia y la utilización de formatos fuertemente politizados, estableciendo criterios que valoraban, por sobre otros elementos, la llamada “identidad nacional” de las obras publicadas. Este empobrecedor criterio mimético -y además mimético de lo comprobablemente nuestro: pobreza, corrupción, raza, paisaje, dependencia, doctrina de la seguridad nacional, represión, desaparecidos, etc.- se transformó en la vara de medir de la calidad literaria, oponiendo trabas al surgimiento de una novelística vigorosa, imaginativa e independiente basada en el respeto absoluto a la libertad del creador. Sin embargo, y este es el objetivo central de estos apuntes, otros escritores optaron por emprender búsquedas más originales y significativas; sin evadir la presencia avasallante del contexto local, orientaron su talento e imaginación, aunado a una sabia utilización de formatos provenientes del “boom”, pero asumidos con criterio, inteligencia y propiedad, a la construcción de una auténtica voz narrativa que les permitiera cartografiar su aldea con precisión tal que la volvieron universal.
Estos autores descubrieron que esta manera de hacer literatura era la forma más contundente de rebatir el romanticismo costumbrista, cargado de la fuerte coloración social que había imperado hasta entonces, anulando para siempre el cliché que contraponía lo vital que debía ser lo nuestro, a lo intelectual, lo estetizante, lo tabú, que debía ser lo extranjero.
Estas obras, que constituyen un auténtico punto de partida para establecer un canon de la novela nacional, reflejan y cuestionan el imaginario colectivo del ser hondureño y, a través de productos estéticamente válidos, son respuesta contundente al tópico citado al inicio de estas reflexiones.
Gestadas a través de la diaria experiencia de sufrir una realidad desgarrada, violenta y contradictoria, filtrada por el tamiz de la observación detenida y el análisis esclarecedor, estas novelas de Julio Escoto, Marcos Carías, Galel Cárdenas, Roberto Quesada y Roberto Castillo son auténticos murales polifónicos cuya lectura recrea una y otra vez a esa Honduras “magnífica y terrible”, como la definiera con sentida precisión el poeta Jorge Federico Travieso.
El hecho, paradójico para aquellos que abogan por la novela vista como espejo de la realidad, es que estas narraciones -que rastrean la ruta hacia ese aleph donde confluyen las experiencias personales y el ser colectivo del hondureño a través de los senderos aparentemente contradictorios de la imaginación- lograron “captar” la esencia de esa identidad que otras intentaron “reproducir” sin éxito.
San Pedro Sula, agosto de 2002.
Fragmento de texto publicado en