Horacio Castellanos Moya
La editorial Penguin Books publica desde hace varios meses una colección de libros de bolsillo bajo el título de Great Ideas, en la que recoge textos breves y curiosos de grandes autores, como El placer de odiar de William Hazlitt o Porqué escribo de George Orwell o Sobre el sufrimiento del mundo de Arthur Schopenhauer.
Releo a Schopenhauer en la terraza del bar Moloko, frente al río Main, en Frankfurt, ciudad en la que el filósofo vivió los últimos 27 años de su vida. Al regresar a casa, busco más datos y con asombro descubro que Schopenhauer residió en el número 16 de la calle Schöne Aussicht (“Linda vista”), exactamente en la esquina en diagonal al bar donde lo releo. Desde su vivienda, frente al Alte Brücke (“Puente viejo”), el filósofo seguramente escribía contemplando el río, y también se quejaba del ruido de los coches procedentes de Offenbach. Luego constato con estupor que no hay ni siquiera una placa que celebre el hecho de que el escritor haya vivido y escrito buena parte de su obra en ese sitio.
Schopenhauer vino del norte, huyendo de la peste y de la sombra de Hegel, y se quedó en Frankfurt el resto de sus días, pero esta ciudad no lo asume ni con una pizca del entusiasmo con el que recuerda a Goethe, pese a que éste se haya largado a pasar la mayor parte de su vida a Weimar.
La casa de tres plantas donde Goethe nació y vivió su infancia y juventud es un famoso museo conservado con esmero, siempre repleto de visitantes; la casa donde Shopenhauer quizá alcanzó la sabiduría y murió es un feo edificio reconstruido después de los bombardeos de la segunda guerra mundial, en cuya planta baja está una pizzería donde un italiano atiende a los gritos.
Pero hay un monumento a Schopenhauer a varias manzanas de distancia del sitio donde éste vivió, un busto perdido entre los árboles de un pequeño parque; el filósofo mira hacia el norte, no hacia el río.
Me digo que los hombres de esta ciudad preferirán siempre el entusiasmo exitoso de Goethe y no el pesimismo de un filósofo que pregonaba la renuncia y olía a derrota.
La editorial Penguin Books publica desde hace varios meses una colección de libros de bolsillo bajo el título de Great Ideas, en la que recoge textos breves y curiosos de grandes autores, como El placer de odiar de William Hazlitt o Porqué escribo de George Orwell o Sobre el sufrimiento del mundo de Arthur Schopenhauer.
Releo a Schopenhauer en la terraza del bar Moloko, frente al río Main, en Frankfurt, ciudad en la que el filósofo vivió los últimos 27 años de su vida. Al regresar a casa, busco más datos y con asombro descubro que Schopenhauer residió en el número 16 de la calle Schöne Aussicht (“Linda vista”), exactamente en la esquina en diagonal al bar donde lo releo. Desde su vivienda, frente al Alte Brücke (“Puente viejo”), el filósofo seguramente escribía contemplando el río, y también se quejaba del ruido de los coches procedentes de Offenbach. Luego constato con estupor que no hay ni siquiera una placa que celebre el hecho de que el escritor haya vivido y escrito buena parte de su obra en ese sitio.
Schopenhauer vino del norte, huyendo de la peste y de la sombra de Hegel, y se quedó en Frankfurt el resto de sus días, pero esta ciudad no lo asume ni con una pizca del entusiasmo con el que recuerda a Goethe, pese a que éste se haya largado a pasar la mayor parte de su vida a Weimar.
La casa de tres plantas donde Goethe nació y vivió su infancia y juventud es un famoso museo conservado con esmero, siempre repleto de visitantes; la casa donde Shopenhauer quizá alcanzó la sabiduría y murió es un feo edificio reconstruido después de los bombardeos de la segunda guerra mundial, en cuya planta baja está una pizzería donde un italiano atiende a los gritos.
Pero hay un monumento a Schopenhauer a varias manzanas de distancia del sitio donde éste vivió, un busto perdido entre los árboles de un pequeño parque; el filósofo mira hacia el norte, no hacia el río.
Me digo que los hombres de esta ciudad preferirán siempre el entusiasmo exitoso de Goethe y no el pesimismo de un filósofo que pregonaba la renuncia y olía a derrota.