15 nov 2005

Triángulos, cuadrángulos…



Los amores de Salarrué y Leonora Nichols
Miguel Huezo Mixco



Un mal día. Salarrué se ha vuelto tenso, arrogante y grosero con su amante, Leonora Nichols, por un comentario que ella ha hecho en público sobre sus pinturas, en el curso de una exhibición de arte en Nueva York. Se habían conocido dos o tres años antes, en esa misma ciudad, a donde Salarrué había llegado como agregado cultural del gobierno salvadoreño. Leonora proviene de una familia aristócrata y es parte de la elite artística e intelectual de la cosmopolita ciudad. Su padre ocupa una prominente posición en el mundo de la crítica del arte en los Estados Unidos. Salarrué, un artista y escritor respetado en su país, está casado, es padre de tres jovencitas y tiene unos 50 años.

Hasta ahora, se sabía muy poco o nada sobre esa exhibición de obras de Salarrué, y hasta podría ser una fecha más sino fuera porque ese día, probablemente, comenzó a agriarse el idilio de estos dos amantes. Es posible que el evento todavía no haya sido registrado por sus biógrafos. Sabíamos sobre sus exhibiciones en la Knoedler Galleries (mayo de 1947) y en la Barbizon Plaza (mayo, 1949). De acuerdo con la carta de Leonora, tuvo lugar alrededor del mes de junio de 1948. Fechas aparte, lo que nos interesa ahora es la carta. Una carta llena de reproches en la que, sin embargo, se percibe un extraño amor. Pero, ¿qué amor no es extraño?

Leonora se declara ofendida (dice que se sintió atacada como con una varilla de hierro). Líneas abajo, escribe, no obstante: “en el interior de esta corriente rota... fluye nuestro recíproco amor. ¡Este amor profundo, fuerte, imperturbable!”. Luego, vuelve a la carga y despacha dos, tres nuevas estocadas. Por ejemplo, que ella “no es una mujer de origen español educada para servir a su hombre”. Al final, de nuevo, los goterones de romanticismo: “Ven a mí, Sagatara, sin celos, sin máscaras, porque yo te amo y no dejo de quererte, y te seguiré a donde sea que tú me indiques”, escribe.

Los requiebros amorosos que mezclan ira y ternura no son nada infrecuentes en las relaciones de pareja. Pero no sólo es eso. Estos amantes mantuvieron por años una relación que doblaban y desdoblaban como un pañuelo, en cuatro y hasta en seis pliegues. Blwny y Sagatara, por una parte, eran los principales personajes de aquel amor. Blwny (“blue wine”) era el sobrenombre cariñoso de Leonora: embriagante y pletórica de luz. Sagatara era el alias de Salarrué, una especie de alter ego de su propia creación, el narrador de “O-Yarkandal”. Este era el ser al que Blwny amaba. Los otros lados de ese poliedro, por decirlo de algún modo, eran ellos mismos: Salarrué-Salvador y Leonora-Lee, a quienes responsabilizan de las cosas que salían mal.

Probablemente nunca sabremos lo que despertó la furia de Salarrué. Lo único que sí podemos saber, por ahora, es lo que Leonora escribe sobre este y otro hechos de su vida en común. Esto es posible gracias al paciente trabajo de Janet Gold, publicado bajo el título “Sagatara mío” (Museo de la palabra y la imagen, 2005). El volumen contiene una colección importante de las cartas de Leonora, además de un fajo de los poemas escritos por Salarrué para ella. Gold incluye también una carta de Zelie Lardé, la esposa de Salarrué, quien estuvo bastante enterada de las aventuras de su marido, y dio su propia lucha para preservar su relación, hasta donde sabemos con bastante éxito.

Algunos se han empeñado en presentar la historia de estos amantes con tinte idílico. Poco puede hacerse para conjurar la tendencia a la mistificación que rodea a los grandes personajes. Lo que sí es evidente, para cualquier lector atento es que aquella relación no estuvo exenta de los conflictos propios de los triángulos amorosos. Riñas, despechos, reclamos, separaciones.

Uno de los pasajes más dolorosos de esta correspondencia ocurre cuando Leonora está en Taxco, México, e invita a Salarrué para que llegue y realice allí los trámites de su divorcio, lo que, según ella, tomaría unos pocos días, al risible costo de 12 dólares de entonces. Parece ser que Salarrué al principio se entusiasmó con la idea pero, a medida que los días fueron pasando comenzó a evadir el asunto. Desencanto, dolor y cólera. Con el paso de los años la posibilidad de estar juntos se fue extinguiendo. No hubo espacio, ni tiempo. Conservaron, parece, en la distancia, con comunicaciones esporádicas pero intensas, bastante intacto su afecto. El anhelo de su reencuentro, en este mundo y en los otros mundos, parece cumplirse en este pequeño libro azul. Allí les vemos, como al final de un largo vuelo. Como dos aves posadas sobre la misma rama.