en El Salvador de los treinta
Rafael Lara Martínez
Una naturalización semejante sucede en Salarrué. “Trópico” establece una equivalencia entre la exhuberancia vegetal y la semidesnudez femenina. Como en su compañero de generación, el entorno adquiere un carácter erótico y sensual. El hombre se retira de la representación plástica para deleitarse en la contemplación de la naturaleza-mujer que, desinhibida, le entrega su cuerpo sin ropaje al varón civilizado. Ambos pintores presuponen un observador masculino moderno. La naturaleza inerte de lo femenino se emparienta con la pasividad vegetal que el mismo poeta le otorga a la hembra y a lo indígena en su famosa “Carta a los patriotas”: “mujer soñadora”, sin derecho a voto e “indio contemplativo”, sin derecho a Minimum Vital.
La naturalización de lo femenino la remata su carácter indo-americano. Mejía Vides reconoce que el trazo pictórico prosigue los dictados de las distinciones étnico-sociales. A la individuación del retrato urbano —“Señora Didine Poma de Rossoto”, por ejemplo— se contrapone la despersonalización genérica y la semidesnudez de la indígena, “Pancha” sin más. La distinción étnica la recorta la singularidad personal del nombre propio, para el grupo hegemónico, y su disolución en la masa del nombre común para la indígena.
Mejía Vides hace de lo indígena una mujer semidesnuda. Lo étnico equivale a lo femenino por excelencia. Se identifica con lo erótico y sensual. En el rescate del paisaje de Panchimalco abundan imágenes de mujeres con el torso desnudo. Extraña que la indígena se desvista mientras su consorte permanece oculto. Desde el silencio, esta ausencia masculina reclama su presencia como espectador ideal de la obra. Quien observa la voluptuosidad femenina indígena, por contraposición, define su hombría y su modernidad citadina.
El catálogo José Mejía Vides. Pintor de Cuzcatlán (1987) explicita esta mirada masculina única. A excepción de “Pescadores en el estero”, sólo el retrato del maestro japonés Tamiji Kitagawa y el del mismo Mejía Vides —ambos de traje— presentan figuras masculinas. Los demás cuadros son paisajes, retratos de indígenas y semidesnudos de mujeres. Al igual que la naturaleza —abierta y sin secretos— la modelo femenina posa sin recato a la vista del pintor omnisciente y del espectador urbano ladino.
Más recatado en la expresión del desnudo femenino, Valero Lecha insiste en excluir lo masculino en su figuración del indígena. Paisajismo, bodegón, retrato y vistosidad se conjugan para diluir lo nativo en la naturaleza inerte o en la fascinación femenina. Nos hallamos no sólo frente a la celebración, sino de cara al exotismo de lo propio. Como en Mejía Vides, el indigenismo de Valero Lecha exhibe una tendencia a feminizar lo indígena. El juicio estético reemplaza la diferencia idiomática que valora la crítica del arte entre las dos escuelas salvadoreñas: Artes Gráficas y Academia Valero Lecha. Frente al objeto plástico —lo indígena— ambas escuelas lo perciben desde la óptica del mismo mito occidental: la feminización del otro y su naturalización.
Sitúo la plástica en su esfera original. Pertenece a la estética (aisthesis, “percepción”). Su campo lo delimita no tanto el sentido romántico-moderno de lo bello; más bien, la estética remite a la “percepción”, a lo que un grupo social se concede como campo de visibilidad posible. La pintura regionalista representa no sólo aquello que se manifiesta en el lienzo, la indígena semidesnuda y el paisaje; el arte nos obliga también a juzgar a la persona a quien se ofrece esa visión. Si el formalismo en boga considera la arista representativa —la visión de la mujer es la mujer en pintura— la crítica antropológica, en cambio, recalca la perspectiva subjetiva: la mujer indígena en pintura es la visión que el hombre moderno erige para levantar su propia masculinidad. Lo que se percibe aclara con nitidez la “percepción” de quien la ve: un ladino o un “extranjero en su propio suelo”, decía Salarrué.
La indígena semidesnuda —como el voyeurismo— es un estética ladina. Mirar imágenes semidesnudas determina la afinidad del objeto pictórico representado, al igual que la uniformidad étnica ladina de su mirón. Esto lo confirma la novelística de Ramón González Montalvo, al igual que el reciente testimonio de Reinaldo Galindo Pohl sobre los sucesos de 1932.
Resta averiguar si las culturas indígenas no consideran un crimen esa “condición crónica y desorden del despertar sexual”, como resulta serlo en otras culturas. Aún ignoramos el grado de identificación o de rechazo que las culturas indígenas salvadoreñas manifiestan por la representación de su aspecto femenino al desnudo. Pero especularía que —como a los lectores de este artículo— tampoco les gustaría figurar en un exhibicionismo exagerado. Acaso al negarnos a entregar nuestra desnudez en este espacio, reparemos que más allá de todo formalismo, el arte identifica también mitos occidentales sin fundamento empírico. Tal cual lo remeda hacia mediados del siglo XX la mejor etnomusicóloga del país, María de Baratta: “la América toda […] es como una mujer tendida sobre el mar y mecida por los dos océanos”. Europa sigue afirmando su masculinidad.