Editorial
“De Juan Yepes Álvarez, en eterna deuda amorosa, para Teresa de Ávila”, podría decir sin mancha ni exageración una hipotética dedicatoria de El cántico espiritual y La Noche oscura. Desde aquel intenso verano de 1568 en Medina y Valladolid en el que se convertiría en Juan de la Cruz, y durante los nueve años siguientes, el fundador de los carmelitas descalzos viviría protegido y guiado por el amor de Santa Teresa. Entre diciembre de 1577 y agosto de 1578 haría Fray Juan un internado involuntario en un convento de Toledo, en una celda apenas más grande que una sepultura. Juan de la Cruz lograría escapar de allí con un puñado de papeles escondidos en el hábito maltratado y buscaría refugio en el convento de las Descalzas de Toledo, procurando de nuevo la protección de Teresa. En ese puñado de papeles llevaba la obra poética de su soledad con Dios durante los meses de prisión. Teresa no sólo amaba al teólogo, al santo vivo creador del método interior de la experiencia divina, al infatigable predicador y al poeta. Amaba sobre todo su palabra hecha poema.
En un acto de traición fraterna que el mundo agradece, Max Brod desobedeció la última voluntad de Franz Kafka. Brod amaba a su amigo, pero también amaba y creía en su obra, y no quiso responsabilizarse de destruir algo que no era suyo, ni de Kafka, sino de todos nosotros.
Las cartas entre Vincent y Théo Van Gogh dan cuenta del enorme y constante sacrificio que éste hizo para que su hermano pudiera dedicarse a pintar sin demasiados contratiempos, de sus esfuerzos por entender a un espíritu fuera de la norma y a una voluntad creativa que trazaba la ruta sin retorno de su autodestrucción.
La tempestuosa relación de Verlaine y Rimbaud. Simone de Bouvoir y Jean-Paul Sartre, amantes en libertad creativa. Osip Mandelstam no habría sobrevivido ni escrito en su exilio en los Urales sin la sabia compañía de su esposa. La fructífera amistad de Ezra Pound y T.S. Eliot, sin la cual no tendríamos La tierra baldía. El desencontrado amor de los poetas Claudia Lars y José Basileo Acuña, gracias al cual podemos leer Dos sonetos a un místico y el fruto inesperado de cuarenta años de separación: Cartas escritas cuando crece la noche. Los ejemplos pueden multiplicarse, pero no es este lugar para un catálogo; baste señalar el denominador común: el amor y la amistad sublimados a esa estrella esquiva que es el arte.
El arte exige entrega y lealtad, renuncias a personas y relaciones, a modos de vida; aceptación de la incomprensión ajena y de esa “tierna indiferencia del mundo” de la que hablaba Meursault en El extranjero. Misántropos, misóginos, delincuentes, eremitas y esquizoides, el padre McKenzie escribiendo un sermón que nadie ha de escuchar, quien pinta una obra buena y luego comprueba que nadie vino a la exposición, los que tocan sus piezas originales bajo el barullo de la estación del tren o del autobús, los solitarios sin más, conocen de sobra el sabor a desamparo que produce el saberse separado sin remedio de los otros por un espeso muro de desdén.
“Ama el arte que hay en ti y no a ti en el arte”, nos propone Stanislavski. El dios irresponsable del amor sacude en el cubilete los dados de su capricho y los arroja sobre las paginas de esta edición de El Ojo de Adrián dedicada al amor en el arte.
“De Juan Yepes Álvarez, en eterna deuda amorosa, para Teresa de Ávila”, podría decir sin mancha ni exageración una hipotética dedicatoria de El cántico espiritual y La Noche oscura. Desde aquel intenso verano de 1568 en Medina y Valladolid en el que se convertiría en Juan de la Cruz, y durante los nueve años siguientes, el fundador de los carmelitas descalzos viviría protegido y guiado por el amor de Santa Teresa. Entre diciembre de 1577 y agosto de 1578 haría Fray Juan un internado involuntario en un convento de Toledo, en una celda apenas más grande que una sepultura. Juan de la Cruz lograría escapar de allí con un puñado de papeles escondidos en el hábito maltratado y buscaría refugio en el convento de las Descalzas de Toledo, procurando de nuevo la protección de Teresa. En ese puñado de papeles llevaba la obra poética de su soledad con Dios durante los meses de prisión. Teresa no sólo amaba al teólogo, al santo vivo creador del método interior de la experiencia divina, al infatigable predicador y al poeta. Amaba sobre todo su palabra hecha poema.
En un acto de traición fraterna que el mundo agradece, Max Brod desobedeció la última voluntad de Franz Kafka. Brod amaba a su amigo, pero también amaba y creía en su obra, y no quiso responsabilizarse de destruir algo que no era suyo, ni de Kafka, sino de todos nosotros.
Las cartas entre Vincent y Théo Van Gogh dan cuenta del enorme y constante sacrificio que éste hizo para que su hermano pudiera dedicarse a pintar sin demasiados contratiempos, de sus esfuerzos por entender a un espíritu fuera de la norma y a una voluntad creativa que trazaba la ruta sin retorno de su autodestrucción.
La tempestuosa relación de Verlaine y Rimbaud. Simone de Bouvoir y Jean-Paul Sartre, amantes en libertad creativa. Osip Mandelstam no habría sobrevivido ni escrito en su exilio en los Urales sin la sabia compañía de su esposa. La fructífera amistad de Ezra Pound y T.S. Eliot, sin la cual no tendríamos La tierra baldía. El desencontrado amor de los poetas Claudia Lars y José Basileo Acuña, gracias al cual podemos leer Dos sonetos a un místico y el fruto inesperado de cuarenta años de separación: Cartas escritas cuando crece la noche. Los ejemplos pueden multiplicarse, pero no es este lugar para un catálogo; baste señalar el denominador común: el amor y la amistad sublimados a esa estrella esquiva que es el arte.
El arte exige entrega y lealtad, renuncias a personas y relaciones, a modos de vida; aceptación de la incomprensión ajena y de esa “tierna indiferencia del mundo” de la que hablaba Meursault en El extranjero. Misántropos, misóginos, delincuentes, eremitas y esquizoides, el padre McKenzie escribiendo un sermón que nadie ha de escuchar, quien pinta una obra buena y luego comprueba que nadie vino a la exposición, los que tocan sus piezas originales bajo el barullo de la estación del tren o del autobús, los solitarios sin más, conocen de sobra el sabor a desamparo que produce el saberse separado sin remedio de los otros por un espeso muro de desdén.
“Ama el arte que hay en ti y no a ti en el arte”, nos propone Stanislavski. El dios irresponsable del amor sacude en el cubilete los dados de su capricho y los arroja sobre las paginas de esta edición de El Ojo de Adrián dedicada al amor en el arte.