A propósito de Borges, en un ensayo de 1984, incluido en el libro Por qué leer los clásicos, Italo Calvino afirmaba: «he tenido a menudo la tentación de formular una poética del escribir breve, elogiando su primacía sobre el escribir largo, contraponiendo los dos órdenes mentales que la inclinación hacia el uno o hacia el otro presupone, por temperamento, por idea de la forma, por sustancia de los contenidos». Calvino no alcanzó a escribir ese elogio de la brevedad —murió un año más tarde. Tampoco hubiera sido el primero: aunque la brevedad parece haber merecido mayor aplauso que la largueza, ambas han tenido partidarios en todas las épocas.
En su Epístola a los Pisones —un elogio, más que del escribir breve, de la mesura y el equilibrio—, Horacio recomienda: «Sé breve en tus preceptos cuando los dieres para que el entendimiento los perciba pronto y retenga fielmente tus palabras. Todo lo superfluo se va, y rebosa de la memoria como el agua de un vaso lleno». La brevedad no es posible, empero, sin la repetida corrección, sin la reescritura, sin el tachar implacable. «Vosotros, ilustres descendientes de Pompilio, condenad todo poema que no ha sido depurado por muchos días de corrección, que no ha sido pulido y repulido veinte veces», dice Horacio. Y rememora a Quintiliano, quien, «cuando le recitaban algún verso, decía: “Vamos, por Júpiter, corrige esto, y estotro, retoca esta parte”. Y si le respondían: “No puedo; no me sale mejor por mucho que hago; lo intenté varias veces”. Entonces contestaba: “Pues bórralo; vuelve al yunque esos versos que no están bien forjados”».
Pero ni la brevedad ni la corrección son suficientes; hace falta el ojo crítico y el añejamiento, la opinión de rigurosos lectores y el distanciamiento que sólo el paso del tiempo permite. «Si alguna vez llegares a componer alguna obra, sómetela al severo juicio de Mecio, al de tu padre y al mío, y luego tenla guardada nueve años. Mientras tuvieres tus pergaminos en tu escritorio podrás corregirlos a tus anchas, quitar y poner. La palabra, una vez suelta, no se la recoge». Esta sería, pues, la fórmula de la brevedad para Horacio: un mínimo de veinte correcciones, nueve años de añejamiento y la aprobación de tres lectores críticos.
Plinio el Joven piensa distinto. Su elogio de la largueza está desarrollado en carta a su amigo Cornelio Tácito. «Sucede con un buen libro lo mismo que con todas las cosas buenas en sí mismas: cuanto más largo es, mejor», dice Plinio. Las razones son varias. Primero: «no es propio del discurso sobrio y conciso, sino del majestuoso y sublime, lanzar relámpagos, tronar, conmover, derribar y destruir». Segundo: «si la fecundidad no demuestra precisión, en cambio acredita mayor amplitud de espíritu». Tercero: «callar lo que puede ser peligroso omitir, trazar ligeramente lo que debe detallarse, decir a medias solamente lo que no puede rebatirse bien, es verdadera prevaricación. Ocurre con frecuencia que la abundancia de palabras da fuerza nueva, y como peso nuevo a las ideas que expresan».
Plinio sabe que la largueza puede degenerar en desmesura, pero no le importa, por eso le pregunta a Tácito: «confieso que existe prudente medida, pero ¿crees tú que el que no la llena es más estimable que el que la traspasa?». Plinio no lo cree así; prefiere el exceso a la escasez. Aunque en carta a Luperco modere sus opiniones: «solamente pretendo demostrar que algunas veces es preciso abandonarse a la elocuencia, y no encerrar en círculo demasiado pequeño los movimientos impetuosos de un genio elevado».
Para quien la largueza es valor, la corrección tiene otro sentido, menos obsesivo, a veces contrario a la perfección literaria. Plinio el Joven lo expresa en carta a Apio: «Mucho apruebo tu cuidado por la corrección de tus escritos, pero la corrección tiene sus límites: pulir demasiado, antes es debilitar que perfeccionar una obra». Y en carta a Suetonio Tranquilo insiste: «Tu obra ha llegado al punto de perfección en que la lima no puede ya embellecerla, sino debilitarla». La demasiada corrección se convierte en traba, pues «además nos aparta de las (otras obras) que emprenderíamos». La fórmula de la largueza consistiría entonces en escribir con fuerza, amplitud y vigor; corregir estrictamente lo indispensable, sin obsesión; y dar la obra pronto al lector.
Cultores de poéticas antípodas, separados por casi un siglo, Horacio y Plinio el Joven son apenas un episodio romano de la contraposición entre brevedad y largueza. Lo paradójico es que el elogio del escribir largo proceda de cartas que, tan breves, hubieran servido de verbigracia en el elogio de Calvino.