René E. Rodas
Al fin prendió la luz del portal y entreabrió la puerta con lenta desconfianza. Era una noche de esos eneros de Montreal en que el frío es un verdugo quebrantahuesos. Me reconoció como si nos hubiéramos visto media hora antes. Dejó la puerta abierta y caminó hasta el fondo de su apartamento. Desde allá me invitó a entrar. Teníamos doce años de no vernos; yo ignoraba que él estuviera enojado conmigo.
“Vine a ver tus cuadros”, dije. Me señaló un sillón. “¿Órden cronológico?”, propuso y trajo el primer portafolios. Se convirtió en manos que traían y llevaban portafolios, llenaban de vino mi copa, servían galletas. Le agradecía con una frase argentina que él detesta: “Sos una verdadera madre”.
Nueve horas después, sentí la cabeza sonora de fierros, cuerpos, raíces, caras, vasijas, maderos y voces que poblaban un universo en blanco y negro, desconocido y doloroso. Un mundo formidable, atroz, que ardía mis dedos. De los engendros que admiten el sueño y la memoria, a la derrota concreta y mal sentada que viaja a nuestro lado en el autobús.
Necesité comprobar que el mundo que invadió mi noche no había acabado con Montreal, que la calle De Lanaudière, sus cedros y arces hirsutos, continuaba en su sitio, cubierta de dos palmos de nieve.
En 1997 yo viviría en esa calle, hermosa en verano y otoño, a escasos cien metros del apartamento del pintor. Pero él se había mudado a Toronto.
Cada vez que oigo una sirena de bomberos, siento el pavor de que el mundo de Edgardo Valencia, al que todos tenemos derecho y pertenecemos, se convierta para siempre en irremediable ceniza.
Quizás alguno de ustedes lo recuerde; si esa persona puede rescatar la obra de Edgardo de tanto olvido, nos haría un gran favor.
“Vine a ver tus cuadros”, dije. Me señaló un sillón. “¿Órden cronológico?”, propuso y trajo el primer portafolios. Se convirtió en manos que traían y llevaban portafolios, llenaban de vino mi copa, servían galletas. Le agradecía con una frase argentina que él detesta: “Sos una verdadera madre”.
Nueve horas después, sentí la cabeza sonora de fierros, cuerpos, raíces, caras, vasijas, maderos y voces que poblaban un universo en blanco y negro, desconocido y doloroso. Un mundo formidable, atroz, que ardía mis dedos. De los engendros que admiten el sueño y la memoria, a la derrota concreta y mal sentada que viaja a nuestro lado en el autobús.
Necesité comprobar que el mundo que invadió mi noche no había acabado con Montreal, que la calle De Lanaudière, sus cedros y arces hirsutos, continuaba en su sitio, cubierta de dos palmos de nieve.
En 1997 yo viviría en esa calle, hermosa en verano y otoño, a escasos cien metros del apartamento del pintor. Pero él se había mudado a Toronto.
Cada vez que oigo una sirena de bomberos, siento el pavor de que el mundo de Edgardo Valencia, al que todos tenemos derecho y pertenecemos, se convierta para siempre en irremediable ceniza.
Quizás alguno de ustedes lo recuerde; si esa persona puede rescatar la obra de Edgardo de tanto olvido, nos haría un gran favor.