Por
Rafael Lara Martínez
“Como al gusto siempre le concierne la forma, y jamás el contenido,
termina por inducir en el espíritu una peligrosa tendencia a desestimar la realidad”.
FS
La antropología nos enseña a entender paradojas. Un mito es porque existe un grupo que no lo reconoce como tal. La contradicción destaca que si el grupo repara en los aspectos objetivos que enturbian su creencia, el mito deja de cumplir su función encubridora; se evapora, muestra una estética que opaca la naturaleza del objeto que percibe.
En sus inicios, la antropología sólo estudia dogmas de sociedades no-europeas. Ahora sabemos que entender cómo el occidente percibe la diferencia es un rasgo determinante de lo primitivo. La modernidad se identifica por su contraposición imaginaria con lo salvaje. Sin captar la mecánica entre opuestos complementarios es imposible comprender los polos de una totalidad indisoluble. Nos concentramos en un ejemplo único: el otro en pintura. Este paradigma ilustra una dinámica de identidad entre lo propio y lo ajeno.
Inquirimos una larga dimensión en la dinámica que opone la modernidad a lo primitivo. Por siglos, la distinción social se percibe a través de un prisma que sexualiza la diferencia. La disparidad étnico-racial descubre que toda jerarquía se entiende en término de dos extremos. Lo dominante es masculino, viril; lo dominado, femenino, débil.
La interrelación género-colonia la imagina Jan von Straet (1600) al reflejar en el espacio pictórico la dualidad Europa-hombre-vestido y América-mujer-desnuda. Este simbolismo cultural funda la primera modernidad. La primera sociedad global y flujo mundial de mercancías: el imperio español.
La segunda, la modernidad en pintura, en Les demoisselles d’Avignon (1907), Picasso reitera la temática de género y asocia la desnudez femenina con lo africano. El hombre moderno se sitúa fuera del cuadro al apreciar el espectáculo que se ofrece a su mirada.
Se generan dos esferas complementarias y opuestas. El polo positivo y lustroso se llama modernidad; su contraparte negativa y oscura, colonialidad. Lo occidental moderno se completa en sus (ex)colonias. La feminización del otro y, a menudo, su naturalización, es uno de los fundamentos míticos de la modernidad colonial del occidente.
Estas imágenes europeas anticipan la formación del canon pictórico nacional de la década de los treinta. En ese momento, cuando artistas e intelectuales se interesan por representar la riqueza regional del país, su punto de mira repite el gesto ritual que sexualiza la diferencia. Lo otro se percibe como mujer; mientras lo mismo, lo dominante, cobra figura masculina. El estereotipo occidental delimita una de las aristas esenciales de la estética regionalista, su campo de visibilidad.
La percepción de lo indígena y dominado como femenino —de lo moderno como masculino— aparece en múltiples discursos de los años treinta. Citamos el periodismo cultural (Manuel Castro Ramírez y su concepto de “pueblos femeninos” como antecedente ideológico de la idea de subdesarrollo o tercer mundo), la publicidad (su afición por el semidesnudo femenino y referencias exclusivas a sus órganos genitales), la pintura (Salarrué, José Mejía Vides y Valero Lecha), la narrativa (“La honra” como paradigma del abuso sexual y la revuelta de 1932 como reclamo de justicia en materia de acoso sexual), el folclor (fomento del vestido indígena femenino) y la promoción turística (Revista El Salvador de la Junta Nacional de Turismo y su afición por la gala indígena femenina). La feminización del otro es un rasgo común de la epísteme de la época.