15 oct 2005

René E. Rodas

El libro de la penumbra
Poesía por entregas (4/9)


8. El solitario

Solo el cometa bienhechor cuya cabeza resplandeciente viene del cielo a murmurarme vida.

Sola la brisa acuática que tiene rumor de sales y en la que se esculpe mi presencia.

Sola esta acogedora penumbra, voz en sordina de la luz. Y solo el olor del mundo decantado por la piel del cielo.

Yo repto, nado, navego, vuelo y vivo hechizado en esta música coloidal. Ay, Amnios, sólo la soledad es con todos.

Días y noches me tomó descubrir esta soledad que es la mía, pero apenas un breve instante descubrir el pavor.

Si no hay otro que pueda estar en mi total aquí, ¿cómo negar que yo soy?


9. La incertidumbre

En esta mansión de las transformaciones se escucharon noticias inquietantes del río y la montaña.

Se habla de una masa gigantesca que eleva al firmamento sus flancos de piedra y tierra.

Es más grande que esta líquida patria, y una jornada de sol y de sombra no basta para recorrerla.

Qué desmesurada eres, pequeña madre. ¿Cómo pudiste hacer esa enormidad con tus manitas de alondra?

Dicen que el río es un cauce de aguas azules y espuma blanca y que en él se dejan pulir los guijarros conmovidos.

Está rodeado de amplias galerías selvosas de cuya orilla los árboles tiran raíces para aferrarse al pez esquivo de la vida.

¿Piensas que padeceré de tanta sed que llegará un día en que agote el rito sagrado de beber?

Pequeña madre de sueños ciclópeos, ¿de dónde te vino la idea de hacer la planta bruja del muérdago?

Dicen que en verano el ocaso alcanza el tono bermellón del cinabrio. ¿Cómo tolerarán mis ojos tanta hermosura?

Bastaría, una mañana, descubrir una mantis religiosa prendida al tallo de una hoja para saber que nada te satisface.

Han dicho que de fuego y oscuridad hiciste al tigre, el más bello rostro de la muerte. ¿Podré tocarlo con mi mano?

¿Dejaste en los campos la genista para que a cada paso me encontrara con la amistad amarilla de tus ojos?

Oigo historias de infinidad de piedras, de cúmulos nubosos, que no conocen oficio ni final.

Más voraz que la memoria es el olvido incesante de tu propia creación, madre.

Y creas sin propósito y eres todas las cosas en distancia e indiferencia.

«Hágase la luz» dijiste un día como sólo puede decir una divinidad que es macho y hembra a un tiempo.

De saber que todo hiciste con palabras se entiende que no hablabas en serio. Pero se habla del cielo.

Se dice que en el cielo hay estrellas que porfiadas se alejan unas de otras en manadas de galaxias.

Y entre el cielo y la tierra crece la hierba, vuela el vencejo, salta el sapo y un caballo muere de muermo.

Aturde tu poder, madre. El movimiento es tu ley y la separación tu estado de gracia.

Desamparada viaja la luz como un potro salvaje, su corazón siempre a punto de estallido. ¿A dónde iremos a parar?

¿Cómo puedo aspirar a la perfección, pequeña madre, si tú no tienes sentido de medida?


10. Manual del olvido

Hijo mío, deja tu alma a resguardo en los depósitos de los puertos. Que tu espíritu repose en la garúa del amanecer.

Abandona tu casa y ve en busca de ese lugar desde el que la oscuridad te llama.

Sopla de tus uñas todo rastro del presente. Que no sean tu corazón ni tu miedo obstáculos entre este baldío y tu partida.

Apaga cuanto quema. Apaga tu nombre y tu procedencia. Apaga el aroma tutelar de la infancia.

En pequeñas cajas, en frascos, reparte tu lengua, sus palabras, y abandónalas en cualquier esquina. No vuelvas la mirada.

En canales de turbio torrente arroja paisajes, voces, costumbres. No aguardes a que se pierdan en su cauce.

Desnúdate de cara al sol, cierra los ojos y no los abras hasta bien entrada la noche.

Sepárate de ti entonces y de rastrojos y desechos constrúyete un mínimo esqueleto del cual echar mano ante la llama.

Toma una cosa cualquiera y dale el lugar de tu mano. Con ella toma otra y otra y hazte piernas, cabeza, ojos.

No necesitarás más. Evita el capricho de darte un corazón. Es una pieza inútil y te será lastre.

Boca no precisarás. Puedes alimentarte por los poros. Que tu mano perciba el color, los sonidos.

Que tus pies aprendan a conocer el sabor y la textura de la tierra. Desconfía de la brisa, del silencio.

Ni el sol ni las estrellas te darán de su luz a partir de entonces, y así habrán de pasar los años.

Si alguna vez, caminando por un parque, ves a un niño que corre hacia una parvada de palomas.

Si su carrera hace estallar un petardo de alas, y en ti no brilla la alegría ni quema la nostalgia.

Entonces, sábete a salvo de ese animal tormentoso que es la memoria.