Alvaro Rivera Larios
La literatura es una dimensión especial y los literatos una casta donde abunda la autoestima y la distancia del mundo.
Escribir es casi una religión privada que muchas veces nos priva del contacto con la vida. Persistir en nuestro amor a las palabras puede ser una forma privilegiada y aplaudida de egoísmo.
Pero a veces llega una tormenta que desordena furiosa el mundo y acaba trastocando, de un manotazo, los papeles más íntimos, el dudoso equilibrio desde el cual levantamos nuestras voces.
Es como si alguien, en plena tormenta, golpease desesperado nuestra puerta. Como si reclamase no nuestras palabras, sino nuestros cuerpos y nuestras acciones. ¡Hay que salir! -nos gritan, y en este momento haces falta.
¿Cómo salir? Un ciudadano se yergue en su estatura, se pone una capa y sale a la lluvia. Esa es la respuesta fundamental, la única válida para enfrentarse al torrente, sumándonos a los grupos que unen sus manos para salvar otras vidas.
Un poeta, un escritor, ¿cómo acuden a la llamada del mundo? Su respuesta como ciudadanos los lleva a adentrarse en la tormenta. La urgencia reclama sus manos, pero no queda claro lo que pide a sus palabras, ni la forma en que estas mostrarán su eficacia.
El ciudadano camina varios pasos adelante del poeta, al menos mientras dure la lluvia y una pausa nos permita el recogimiento interior.
Pero esa pausa en la vida se convierte para el artista en una cesura que lo desdobla (aquí, el hombre; allá, el escritor), que separa la mano del lenguaje (aquí, los actos y su eficacia; allá, las palabras y su peso inane). Ni siquiera el escritor que concede un peso a la literatura dentro de la realidad confía plenamente en sus poderes. Si ha de intervenir en la inmediatez del mundo ve con más claridad la respuesta de una mano.
Esa cesura, tantas veces lamentada como una atrofia del artista, también le permite desde la alienación del orden práctico, contemplar el curso de los hechos. Ese estar y no estar, ese ser mano y ser palabra, son el mirador del poeta, el lugar desde el cual la contemplación interviene en la forma en que interpretamos la violencia de la lluvia.
Sin las manos, el mundo nos devoraría; sin la contemplación el mundo sería ininteligible para las manos.
Si no es el hombre, es la tormenta. Lo cierto es que la brecha moderna en la que el arte, distanciado del mundo, fija sus propias leyes y prioridades, no resulta fácil de establecer en Mesoamérica. Si no es lava, es lluvia; si no es la tierra, es el cuchillo. Aquí el mundo continuamente golpea a la puerta y llama al poeta. ¿Cómo salir?
Muchos trasladan el mobiliario teórico y las armazones formales desde otras latitudes. La literatura es una forma y un deseo que no se validan en la piedra, ni en el aquí y ahora, y que por cierto no necesitan, para existir, la presencia de las manos. Creo en eso, pero sólo hasta que estalla la tormenta. Entonces me pregunto si el mobiliario y las armazones no necesitan una cláusula que los adecue a la lava.
¿Cómo salir?