Carmen González-Huguet
Hasta entonces sólo habíamos escuchado las famosas frases: “Torre blanca, aquí jaque mate rey dos, cambio” en la casa de la vecina de al lado, cuando dejaba entrar a todos los niños del pasaje para que viéramos cómo el sargento Chip Saunders, con la barbilla partida que le prestaba Vic Morrow, y el teniente Gil Hanley, encarnado por Rick Jason, talegueaban implacablemente a una bola de alemanes en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial.
Era la época cuando Ajax triclorín súper poderoso se anunciaba con un caballero de blanca armadura que, lanza en ristre, se aprestaba a atravesarnos justo antes de comenzar a ver La trampa o la inefable Las momias de Guanajuato, primera oportunidad en que Ernesto Alonso dio rienda suelta a esa tendencia oscura y macabra que tendría su momento más sonado muchos años después, en el capítulo final de El Maleficio y que con bastante antelación daría como resultado esa obra maestra del humor negro que fue Doña Macabra donde una juvenil Julissa alternaba sin desmedro con los monstruos sagrados Amparo Rivelles, Ofelia Guilmain y Carmen Montejo.
Parece mentira que aquel armatoste Sylvania que entró por la puerta del número 126 del pasaje 3 de la Colonia El Roble durara veinte años y sobreviviera a la aparición de la televisión a color, a los primeros y peores días de la guerra y al advenimiento de la época del cable. Por supuesto, nunca supo lo que era el betamax ni el vhs, ni mucho menos el dividí, similares ni conexos. Pero aún así nos dio acceso a lo mejor y lo peor de la cultura de masas que compartimos con una generación repartida por los innumerables rincones de Iberoamérica.
Antes de su llegada nos conformábamos con los viejos radios de tubos al vacío, y después con los primeros a transistores, en los que sonaban al atardecer Las rancheras que dan cólera de la Radio Cadena Sonora y las interminables radionovelas del Circuito YSR, q. e. p. d. Así conocimos a ese clásico de la literatura de masas que fue El derecho de nacer, de don Félix B. Caignet, un señor cubano con el que el propio Gabriel García Márquez platicó cuando el segundo trabajó en Prensa Latina.
Ahora, con el auxilio del Internet, versión moderna de la metáfora del El Aleph borgeano, vengo a enterarme de que Félix Benjamín Caignet nació en San Luis, Santiago de Cuba, el 31 de marzo de 1892. De origen francés y formación autodidacta, fue actor, pintor, poeta, narrador y músico. Hizo las primeras armas en el periodismo, allá por 1914, pero su éxito indiscutible fue esa obra maestra del folletín, al más puro estilo decimonónico, que tituló El derecho de nacer.
Además de esta novela, de enorme éxito radial y luego televisivo, compuso numerosas piezas de música popular, entre ellas, la canción Te odio, que se hizo famosa en las voces del trío Matamoros, así como el pregón Frutas del Caney. Pionero de la producción radial, sacó provecho de la experiencia de los cuenteros de Santiago de Cuba para escribir una serie de programas infantiles. Después dio vida a un detective chino, Chan Li Po, en el que introdujo por primera vez el rol del narrador en los radioteatros.
La primera versión de El derecho de nacer constó de 314 capítulos y se transmitió durante casi un año, entre 1948 y 1949 por la radioemisora habanera CMQ. Desde entonces, la historia fue transmitida innumerables veces por radio y televisión. En el cine las más recordadas versiones son la de Jorge Mistral, con Gloria Marín y dirigida por Zacarías Gómez Urquiza, y la de Julio Alemán, que dirigió Tito Davison en 1966, con la gran Aurora Bautista en el papel de María Elena.
Igualmente inolvidable la versión protagonizada en los años sesenta en San Salvador por un Albertico local que pasó a la eternidad con el nombre del protagonista de esa huerta de lagrimones asumida también por Enrique Lizalde en 1966, en la televisión mexicana. En ésa, María Elena fue encarnada por la actriz catalana María Rivas.
En 1982 Humberto Zurita asumió el papel de Limonta, ya adulto, en una improbable versión en la que el papel de María Elena fue desempeñado por Verónica Castro y Albertico niño por su hijo Christian. Félix B. Caignet murió en La Habana, el 25 de mayo de 1976. Tenía ochenta y cuatro años. No llegó a enterarse, por tanto, de lo que habían hecho entonces con su obra.
Heredera directa del folletín y de la novela por entregas decimonónicos, la telenovela ha tenido una persistencia longeva en la imaginación de tres generaciones de latinoamericanos. Ya lo dijo Gabriel García Márquez: “Lo malo del folletín y de la telenovela es el tratamiento literario, el melodramatismo demagógico, digamos. Pero esos autores trabajan con elementos de la vida real que son útiles para un escritor. A mí no me preocupa manejar esos elementos, siempre que pueda darles un valor literario, porque al fin y al cabo son cosas que le suceden a la gente. Estuve a punto de publicar la novela (El amor en los tiempos del cólera) como un folletín, por entregas, como se hacía antes. La telenovela influye sobre las costumbres domésticas; hay casas donde se cambia el horario de las comidas para que puedan ver la telenovela las señoras y criadas. Es la fascinación de los hechos de la vida real. Poder hacer eso, con valor y calidad literaria, sería una maravilla...”
Pago tributo, pues, con estas primeras líneas, a ese género y a la cultura de masas de la que forma parte, a los que mi generación y yo debemos bastante más que una educación sentimental y que, críticas al margen de la calidad y el estilo, siguen teniendo un arrastre poderoso, aunque ahora ya no aparezca el caballero de la brillante armadura anunciando el Ajax triclorín súper poderoso en los intermedios comerciales.