Rodrigo Pérez Nieves
El año 1969 cambió mis sentidos irremediablemente. La colaboración con los “compas”, los muchachos, si así se les puede llamar, consistió en salir varias noches a pintar en las paredes de edificios públicos “Vivan las Far”, “Pueblo unido...”. El Tacua, al cual conocí desde que entramos al internado, había sido uno de aquellos estudiantes que, aquella noche de octubre de ese año, habían regresado al Instituto con la cabeza y el alma descalabradas. Era el brazo derecho de uno de los líderes de la guerrilla, encargado de la célula de la costa sur. Eso lo supe después. El Tacua y Edgar “el cobanero” pidieron mi colaboración; yo accedí. Durante siete años los guatemaltecos bajamos la cabeza y seguimos con nuestros quehaceres. Le dije que sí al Tacua, para sentirme menos cobarde.
Me interceptaron a dos cuadras de mi casa. Me cubrieron el rostro con una manta que olía a cigarro corriente y me arrojaron dentro de la “Suburban”.
Me llevaron a la estación de la policía: El Cuartel, decían ellos. -Ya te jodiste cerote. Ahora te toca cantar.
Me metieron en un cuarto de paredes descascaradas en las cuales se adivinaba un remoto color amarillo. Me golpearon. Querían saber dónde se escondía el jefe del Tacua. Casi me ahogaron en una palangana llena de agua turbia y maloliente –“ahora sí te vamos a quebrar el culo, patojo cerote”.
Mi cuerpo era una sonora palpitación; un desnudo, húmedo y amoratado cuerpo. Llegó el de la cicatriz, de rango superior, porque todos se le cuadraron y le dijeron Jefe. Hombre maduro, alto (o tal vez no, pero desde mi silla todos eran cíclopes rabiosos), delgado, se le notaban las costillas como a esos perros callejeros que han aprendido a sobrevivir. Se inclinó y viéndome a los ojos, dijo:
-Mira, patojo, déjate de cabronadas, nos dices lo que queremos y te vas al Instituto y todos contentos. A ver Coyote, pásame la cuerda, les voy a enseñar a trabajar, ¡inútiles!
Ahí estaba parado el Jefe desenredando una cuerda delgada, brillante, tersa. Yo observaba sus ojos absortos y su cicatriz, que escurría del ojo hasta formar un absurdo corazón en el pómulo. Su cicatriz, que me recordaba al malo de la película.
Con la cuerda me amarró el escroto, cada mano sostenía una punta:
-¿Sabes qué es esto? una cuerdita de guitarra. Ahora sí, tú cantas y yo tocó el Son...
Tiró. Grité que no conocía al jefe del Tacua. Grité, aullé. Mi cerebro comenzó a besar los labios consoladores de la locura. Un ruido seco, como de liga que se rompe, me hundió en una irreversible oscuridad.
Desperté en un consultorio de enfermería. Estuve inconsciente cinco días. Oí una voz:
-Ya despertó.
-Qué suerte tienes, no te moriste- dijo el Coyote. –Además, te voy a llevar al Instituto. Ya atrapamos al responsable de la célula aquí en Mazate. Ni hablar, al Jefe se le fue la mano.
Me dejó a una cuadra del Instituto.
-Cuidadito con hablar, o la siguiente es tu viejo, sabemos que vive en Coatepeque- dijo, al arrancar el coche.
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Las seis y cuarto de la tarde. El estómago le ardía, el fuego le subía a la garganta. Hubiera querido correr por el parque central y treparse al asta para gritar toda la rabia, el dolor, la impotencia que hacía 24 años traía cosida en la entrepierna. Trepar al asta y despertar al Quetzal de la bandera para que le sacara los ojos de la memoria.
Entró a la estación de la novena. El andén estaba atiborrado: el colapso natural a las horas de mayor afluencia en una ciudad desordenada. José se escabullía entre cuerpos, chamarras, faldas floreadas y muecas impacientes de los usuarios.
-Cuando los buses están a reventar, hay que subirse por las ventanillas.
El dolor imaginario en la entrepierna lo hacía sudar. Levantó el rostro para robar un aire fresco que no entraba por ningún lado. Un brillo sonrosado lo deslumbró. El terror le dilató aún más los poros. Un terror torcido comenzó a mutar cuando de las calles cercanas surgió la figura. Lo observó, era el Jefe. La masa humana del andén comenzó a vibrar, a tratar de abordar. El chofer aceleró. El Jefe se quedó en la puerta de acceso al bus.
En la carretera, por la entrada a las Naciones Unidas, José se paró, dirigiéndose a la portezuela. Se acercó a su oreja tan sonrosada como su cicatriz: -Báilame este Son-. El Jefe volteó y la sorpresa arqueó sus cejas.
José sólo ayudó a la inercia de la masa: una anónima y discreta palmadita en la espalda. Cerró los ojos y ajeno a la gritos de espanto de la gente sonrió imaginando los labios de la locura y los testículos del Jefe esparcidos por la vía.
El año 1969 cambió mis sentidos irremediablemente. La colaboración con los “compas”, los muchachos, si así se les puede llamar, consistió en salir varias noches a pintar en las paredes de edificios públicos “Vivan las Far”, “Pueblo unido...”. El Tacua, al cual conocí desde que entramos al internado, había sido uno de aquellos estudiantes que, aquella noche de octubre de ese año, habían regresado al Instituto con la cabeza y el alma descalabradas. Era el brazo derecho de uno de los líderes de la guerrilla, encargado de la célula de la costa sur. Eso lo supe después. El Tacua y Edgar “el cobanero” pidieron mi colaboración; yo accedí. Durante siete años los guatemaltecos bajamos la cabeza y seguimos con nuestros quehaceres. Le dije que sí al Tacua, para sentirme menos cobarde.
Me interceptaron a dos cuadras de mi casa. Me cubrieron el rostro con una manta que olía a cigarro corriente y me arrojaron dentro de la “Suburban”.
Me llevaron a la estación de la policía: El Cuartel, decían ellos. -Ya te jodiste cerote. Ahora te toca cantar.
Me metieron en un cuarto de paredes descascaradas en las cuales se adivinaba un remoto color amarillo. Me golpearon. Querían saber dónde se escondía el jefe del Tacua. Casi me ahogaron en una palangana llena de agua turbia y maloliente –“ahora sí te vamos a quebrar el culo, patojo cerote”.
Mi cuerpo era una sonora palpitación; un desnudo, húmedo y amoratado cuerpo. Llegó el de la cicatriz, de rango superior, porque todos se le cuadraron y le dijeron Jefe. Hombre maduro, alto (o tal vez no, pero desde mi silla todos eran cíclopes rabiosos), delgado, se le notaban las costillas como a esos perros callejeros que han aprendido a sobrevivir. Se inclinó y viéndome a los ojos, dijo:
-Mira, patojo, déjate de cabronadas, nos dices lo que queremos y te vas al Instituto y todos contentos. A ver Coyote, pásame la cuerda, les voy a enseñar a trabajar, ¡inútiles!
Ahí estaba parado el Jefe desenredando una cuerda delgada, brillante, tersa. Yo observaba sus ojos absortos y su cicatriz, que escurría del ojo hasta formar un absurdo corazón en el pómulo. Su cicatriz, que me recordaba al malo de la película.
Con la cuerda me amarró el escroto, cada mano sostenía una punta:
-¿Sabes qué es esto? una cuerdita de guitarra. Ahora sí, tú cantas y yo tocó el Son...
Tiró. Grité que no conocía al jefe del Tacua. Grité, aullé. Mi cerebro comenzó a besar los labios consoladores de la locura. Un ruido seco, como de liga que se rompe, me hundió en una irreversible oscuridad.
Desperté en un consultorio de enfermería. Estuve inconsciente cinco días. Oí una voz:
-Ya despertó.
-Qué suerte tienes, no te moriste- dijo el Coyote. –Además, te voy a llevar al Instituto. Ya atrapamos al responsable de la célula aquí en Mazate. Ni hablar, al Jefe se le fue la mano.
Me dejó a una cuadra del Instituto.
-Cuidadito con hablar, o la siguiente es tu viejo, sabemos que vive en Coatepeque- dijo, al arrancar el coche.
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Las seis y cuarto de la tarde. El estómago le ardía, el fuego le subía a la garganta. Hubiera querido correr por el parque central y treparse al asta para gritar toda la rabia, el dolor, la impotencia que hacía 24 años traía cosida en la entrepierna. Trepar al asta y despertar al Quetzal de la bandera para que le sacara los ojos de la memoria.
Entró a la estación de la novena. El andén estaba atiborrado: el colapso natural a las horas de mayor afluencia en una ciudad desordenada. José se escabullía entre cuerpos, chamarras, faldas floreadas y muecas impacientes de los usuarios.
-Cuando los buses están a reventar, hay que subirse por las ventanillas.
El dolor imaginario en la entrepierna lo hacía sudar. Levantó el rostro para robar un aire fresco que no entraba por ningún lado. Un brillo sonrosado lo deslumbró. El terror le dilató aún más los poros. Un terror torcido comenzó a mutar cuando de las calles cercanas surgió la figura. Lo observó, era el Jefe. La masa humana del andén comenzó a vibrar, a tratar de abordar. El chofer aceleró. El Jefe se quedó en la puerta de acceso al bus.
En la carretera, por la entrada a las Naciones Unidas, José se paró, dirigiéndose a la portezuela. Se acercó a su oreja tan sonrosada como su cicatriz: -Báilame este Son-. El Jefe volteó y la sorpresa arqueó sus cejas.
José sólo ayudó a la inercia de la masa: una anónima y discreta palmadita en la espalda. Cerró los ojos y ajeno a la gritos de espanto de la gente sonrió imaginando los labios de la locura y los testículos del Jefe esparcidos por la vía.