Esto no es una pipa
Primer capítulo
Yo no lo maté. Así les dije, esposado, en grilletes, hambriento, a los gendarmes. Pasé tres noches en la cárcel mientras ellos hacían sus averiguaciones. Me llamo Carlos Mérida, les dije en un mal francés. Tengo veintiún años. Soy guatemalteco, una mezcla de español e indígena. Soy músico pero más pintor. ¿Qué hace usted en Francia?, me gritaron. Venimos juntos, él y yo, hace cinco meses, el 15 de junio, 1912, en un barco carguero llamado Odembalt. Pagamos cien dólares cada uno. Está bien, me interrumpió uno de los dos, el más corpulento, ¿pero qué hace aquí, aquí, en París?, dijo, señalando el suelo con su dedo. Ah, estoy estudiando pintura, le respondí, en la escuela expresionista de Kees Van Dongen. ¿Quién? Van Dongen. Disculpen, ¿no me podrían traer un poco de agua?, supliqué, la garganta ya seca, pero las bestias esas no me contestaron. Porque los que interrogan, aunque sean franceses, siempre son bestias. ¿Eran amigos, entonces? Sí. ¿Desde Guatemala? Sí, muy amigos, pintábamos juntos, y además, fue él quien me convenció que viajara hasta acá. ¿Cuándo descubrió usted el cadáver?, gritó uno. Hace tres días, contesté, aunque ellos ya lo sabían. ¿Cómo sucedió? Yo estaba pintando en la escuela y me extrañé al no verlo frente a su caballete. Van Dongen, también extrañado, supongo, me preguntó, ¿y tu amigo, Mérida? No sé, aquí estaba hace una hora, terminando el carboncillo de su tétrico San Jerónimo, pero seguro se ha ido, le contesté al maestro, les digo a los gendarmes. ¿Cómo que se ha ido?, indagó, curioso, Van Dongen. No sé, simplemente se ha ido. Pero yo presentí algo raro. Así es, les confesé, yo tengo la capacidad desde niño de poder sentir en el plexo solar cuando algo trascendental está a punto de suceder. Mm, dijo uno de ellos, burlón. Entonces, reanudé, salí corriendo de la escuela, acompañado por el asistente de Van Dongen, directo hacia el estudio que compartíamos en, como ustedes muy bien saben, dije sarcástico, la rue des Fossés, Saint Bernard, número 32. ¿Vivían juntos, entonces? Sí, señor. Se voltearon a ver. No, no, nada de eso, me apresuré a explicar, sólo compartíamos la vivienda. Y, ¿qué encontró usted cuando llegó?, dijo uno, apuntando todo lo que yo respondía en una libreta. Ya les dije. Dígalo de nuevo, replicó el más corpulento, escupiéndome sin querer en el rostro. Llegué y abrí la puerta, el asistente de Van Dongen atrás de mí. Yo dormía en la parte superior, en el entrepiso, y él en la parte inferior, en algo parecido a un cubículo, pero un poco más pequeño. Siga. Seguí. Su sombrero de fieltro estaba sobre el caballete, así, colgado en una esquina, como solía dejarlo siempre que regresábamos de la calle. Olía raro, recuerdo, les expliqué. ¿A qué? No sé, raro. Creo que a pólvora, pero no estoy seguro. Siga. Suspiré, luego seguí. Se acentuó esa sensación que les había mencionado, la del plexo solar, y me puse nervioso. La cortina de su cubículo estaba cerrada, y la corrí de un solo jalón, y ya, ahí estaba tirado. ¿Cómo? Pues de la misma manera que ustedes lo vieron, respondí, enojado. ¿Cómo?, me volvieron a preguntar. De nuevo, suspiré. Mi mejor amigo estaba muerto y yo, con un mal francés, sucio y hambriento, tenía que defenderme de la acusación de haberlo asesinado. ¿Cómo?, dígalo, gritaron casi al unísono. Acostado sobre su litera, de espaldas, las mangas de su camisa blanca arremangadas, la pierna izquierda contorsionada torpemente hacia la ventana, la boca abierta, la mirada serena y dos redondas manchas rojas sobre el corazón. ¿Y qué más? Su mano derecha, balbuceé, todavía prensaba el revólver. ¿Entonces tenían ustedes un revólver? No señor, dije, brincando, era la primera vez que yo lo veía, de seguro que él recién lo había comprado. ¿Desea agregar algo más, Mérida? No, nada más, respondí. Estaba a punto de levantarme cuando, de pronto, uno de ellos me agarró, brusco, del brazo. Una última pregunta, dijo. Usted, Mérida, ¿por qué cree que se suicidó su amigo? Me quedé callado. Y hoy, tantos años después, también me quedo callado. Aún no lo sé. No hubo ninguna señal, ningún aviso previo. Estábamos, en gran parte, contentos de estar en París. Claro, él con su temperamento introvertido de siempre, pero nada más. ¿Qué?, dijo el gendarme, su rostro dramáticamente sorprendido, el plexo solar no le anticipa nada. Y ambos, con ahínco, se rieron. Triste, confundido, empecé a caminar hacia la puerta, alelado por los grilletes. Dígame una cosa, Mérida, su amigo, ¿por lo menos era un buen pintor? Y hoy, tantos años más tarde, mi respuesta mantiene aún toda su validez. Carlos Valenti, contesté, es el más grande pintor de Guatemala.
Primer capítulo
Yo no lo maté. Así les dije, esposado, en grilletes, hambriento, a los gendarmes. Pasé tres noches en la cárcel mientras ellos hacían sus averiguaciones. Me llamo Carlos Mérida, les dije en un mal francés. Tengo veintiún años. Soy guatemalteco, una mezcla de español e indígena. Soy músico pero más pintor. ¿Qué hace usted en Francia?, me gritaron. Venimos juntos, él y yo, hace cinco meses, el 15 de junio, 1912, en un barco carguero llamado Odembalt. Pagamos cien dólares cada uno. Está bien, me interrumpió uno de los dos, el más corpulento, ¿pero qué hace aquí, aquí, en París?, dijo, señalando el suelo con su dedo. Ah, estoy estudiando pintura, le respondí, en la escuela expresionista de Kees Van Dongen. ¿Quién? Van Dongen. Disculpen, ¿no me podrían traer un poco de agua?, supliqué, la garganta ya seca, pero las bestias esas no me contestaron. Porque los que interrogan, aunque sean franceses, siempre son bestias. ¿Eran amigos, entonces? Sí. ¿Desde Guatemala? Sí, muy amigos, pintábamos juntos, y además, fue él quien me convenció que viajara hasta acá. ¿Cuándo descubrió usted el cadáver?, gritó uno. Hace tres días, contesté, aunque ellos ya lo sabían. ¿Cómo sucedió? Yo estaba pintando en la escuela y me extrañé al no verlo frente a su caballete. Van Dongen, también extrañado, supongo, me preguntó, ¿y tu amigo, Mérida? No sé, aquí estaba hace una hora, terminando el carboncillo de su tétrico San Jerónimo, pero seguro se ha ido, le contesté al maestro, les digo a los gendarmes. ¿Cómo que se ha ido?, indagó, curioso, Van Dongen. No sé, simplemente se ha ido. Pero yo presentí algo raro. Así es, les confesé, yo tengo la capacidad desde niño de poder sentir en el plexo solar cuando algo trascendental está a punto de suceder. Mm, dijo uno de ellos, burlón. Entonces, reanudé, salí corriendo de la escuela, acompañado por el asistente de Van Dongen, directo hacia el estudio que compartíamos en, como ustedes muy bien saben, dije sarcástico, la rue des Fossés, Saint Bernard, número 32. ¿Vivían juntos, entonces? Sí, señor. Se voltearon a ver. No, no, nada de eso, me apresuré a explicar, sólo compartíamos la vivienda. Y, ¿qué encontró usted cuando llegó?, dijo uno, apuntando todo lo que yo respondía en una libreta. Ya les dije. Dígalo de nuevo, replicó el más corpulento, escupiéndome sin querer en el rostro. Llegué y abrí la puerta, el asistente de Van Dongen atrás de mí. Yo dormía en la parte superior, en el entrepiso, y él en la parte inferior, en algo parecido a un cubículo, pero un poco más pequeño. Siga. Seguí. Su sombrero de fieltro estaba sobre el caballete, así, colgado en una esquina, como solía dejarlo siempre que regresábamos de la calle. Olía raro, recuerdo, les expliqué. ¿A qué? No sé, raro. Creo que a pólvora, pero no estoy seguro. Siga. Suspiré, luego seguí. Se acentuó esa sensación que les había mencionado, la del plexo solar, y me puse nervioso. La cortina de su cubículo estaba cerrada, y la corrí de un solo jalón, y ya, ahí estaba tirado. ¿Cómo? Pues de la misma manera que ustedes lo vieron, respondí, enojado. ¿Cómo?, me volvieron a preguntar. De nuevo, suspiré. Mi mejor amigo estaba muerto y yo, con un mal francés, sucio y hambriento, tenía que defenderme de la acusación de haberlo asesinado. ¿Cómo?, dígalo, gritaron casi al unísono. Acostado sobre su litera, de espaldas, las mangas de su camisa blanca arremangadas, la pierna izquierda contorsionada torpemente hacia la ventana, la boca abierta, la mirada serena y dos redondas manchas rojas sobre el corazón. ¿Y qué más? Su mano derecha, balbuceé, todavía prensaba el revólver. ¿Entonces tenían ustedes un revólver? No señor, dije, brincando, era la primera vez que yo lo veía, de seguro que él recién lo había comprado. ¿Desea agregar algo más, Mérida? No, nada más, respondí. Estaba a punto de levantarme cuando, de pronto, uno de ellos me agarró, brusco, del brazo. Una última pregunta, dijo. Usted, Mérida, ¿por qué cree que se suicidó su amigo? Me quedé callado. Y hoy, tantos años después, también me quedo callado. Aún no lo sé. No hubo ninguna señal, ningún aviso previo. Estábamos, en gran parte, contentos de estar en París. Claro, él con su temperamento introvertido de siempre, pero nada más. ¿Qué?, dijo el gendarme, su rostro dramáticamente sorprendido, el plexo solar no le anticipa nada. Y ambos, con ahínco, se rieron. Triste, confundido, empecé a caminar hacia la puerta, alelado por los grilletes. Dígame una cosa, Mérida, su amigo, ¿por lo menos era un buen pintor? Y hoy, tantos años más tarde, mi respuesta mantiene aún toda su validez. Carlos Valenti, contesté, es el más grande pintor de Guatemala.