7 mar 2009

Salarrué

NARRATIVA
Salarrué

De "O-Yarkandal"

SAL / 1899-1975

Nunca se convirtió en adulto. Los setenta y tantos años de su vida fueron una bendición del tiempo para que él ejerciera a plenitud su generosa infancia. Fue siempre el niño de su propio planeta extraño, y desde ese planeta accedía a mundos tan diversos como los que estaban profundamente enraizados en las terribles y sencillas verdades de la tierra (“Cuentos de barro”), los que reproducían y prefiguraban el modo de ser ingenioso y toscamente tierno de su gente impregnado en las travesuras de sus niños medio campesinos, medio citadinos (“Cuentos de cipotes”), o desde los cuales elevarse a esferas de mística sabiduría, como en “O-Yarkandal”, del que aquí se presenta un fragmento. Qué afortunados fuimos de que su maravilloso planeta visitara alguna vez el nuestro. No queda más que darle las gracias, don Salarrué.


NAMUNDAYANA


El narrador dijo:


“Referiré como se refiere en los libros sagrados la visión del Paraíso según Harpodyatra el profeta, el que trajo la luz, el que trajo la ley.



Decía el profeta que el Paraíso de Xi era una isla, mas añadía que era una isla interior, lo cual parece incomprensible, puesto que no puede haber una isla interior a menos que sea en medio de un lago”.


Sonrió Saga misteriosamente y continuó:


“Había en el Paraíso las cosas más estupendas que un hombre puede encontrar sobre la faz de la Tierra; y se entraba en él por arriba, pues no había otro medio de entrar o de salir.


Dice el Profeta que él y su discípulo predilecto Darnadiri, se hallaron un día sin saber cómo, en el propio Paraíso de Xi. Supiéronlo por un genio alado que estaba cerca de ellos y que les guiaba llevándoles sujetos por la cintura cuando volaba, uno a cada lado y haciéndoles sombra a cada uno con una de sus alas. Al principio se hallaban en un bosque inmenso. Caminaban sobre el tronco de un árbol inclinado que debió ser muy viejo, pues su corteza se había ido cubriendo de polvo hasta permitir a otros árboles menores brotar encima. Así este tronco era como un camino inclinado a cuyos lados crecían árboles y hierbas florales y jamás habían visto ellos un árbol tan grande. Verdad es que aquel monstruo vegetal no era en el Paraíso sino uno de tantos, y poco después pudieron conocer un bosque de árboles gigantescos que según les dijo el genio alado, no era sino el musgo en la rama de un árbol mayor, tan grande para ellos que ya no podían distinguirle como tal.


Había, dice, grandes hojas que pendían como mantos o cortinones, y que cuando ya estaban marchitas se desprendían en el abismo del bosque, aleteando como vampiros gigantes y formando en el suelo un colchón aromático, por entre cuyos desgarros surgían flores colosales como cabezas de león.(….)


Luego llegaron a un paraje despejado, a una llanura sobre la cual les pareció que el cielo azul se deshojaba como un árbol marchito; más pronto se dieron cuenta de que aquellas hojas eran miríadas de mariposas azules revoloteando en giros alocados, con leve susurro de nevada. Y cada mariposa era una joven bella y desnuda y todas ellas danzaban alegremente, agitando sus mantos azules en el aire y en la luz.(…)


Aquella noche durmieron sobre la blanda felpa de unas vainas gigantes que pendían de una rama, y que abrían su concha de día y la entrecerraban al ponerse el sol. Cada uno escogió una para sí, y pronto, arrullados por aquella sinfonía alucinante, se quedaron profundamente dormidos.


Les despertó un ruido desconocido que se asemejaba al de las olas cuando chocan contra el acantilado de las cosas. Era una sucesión de golpes de ola a lo lejos y aun podían escuchar el hervor de las espumas en la arena. El genio explicóles que aquel extraño rumor era causado por el chasquido de enormes gotas de rocío caídas intermitentemente de las hojas del bosque en las profundidades del mismo. Cada chasquido era como el golpe de una marejada, y el agua clara se rompía en espumas inundando en círculos los céspedes del bosque.


El sol había llegado. El aire todo, lleno de humedad y de perfume, era un mar prismático. Se vivía en la mañana como dentro del Iris de siete colores y siete sonidos. Un mundo de seres minúsculos trabajaba la vida del Paraíso, y divinos pájaros de plumajes multicolores, volaban gritando su delirio de vida, de rama en rama.(….)


Y por último habla del árbol sagrado, hecho todo de cuerpos humanos retorcidos; teniendo por raíces inquietas serpientes que hurgaban la vida en el suelo; sus millares de ojos tenían una vida fogosa, cerrándose unos, abriéndose otros, guiñando, girando… Había ojos espantados hasta la locura, y ojos apagados de sensualidad, y ojos torcidos de malicia o de burla, y ojos enrojecidos de furia, y ojos extasiados en el éxtasis supremo, y ojos suplicantes de amor y de deseo. Habla asimismo de los millares de bocas del árbol: bocas rientes, bocas cantantes, bocas sonrientes, bocas llorantes, bocas besantes, bocas mordientes, bocas silentes y bocas babeantes. Y describe una pasmosa anastomosis de brazos, piernas, cabezas, sexos y cabelleras, y en la cresta de aquella palpitante estructura del Bien y del Mal, las dos indescriptibles flores del Dolor y el Amor, roja la una y la otra blanca y luminosa”.


El narrador cortó un momento la palabra que fascinaba a sus oyentes, miró al cielo con un gesto de sutil melancolía y murmuró:


“Os he referido la visión del Paraíso como se refiere en los libros sagrados, según Harpodyatra el profeta, el que trajo la luz, el que trajo la ley. No olvidéis que él decía ser su historia en sí una verdad, y que el Paraíso existía y existe por siempre en una isla interior; lo cual parece incomprensible”.


Y Saga volvió a sonreír misteriosamente.