A propósito de “El diablo sabe mi nombre”
de Jacinta Escudos
María Tenorio
ESA
"Los cuentos de Jacinta desconciertan porque hablan sobre cuerpos en desconcierto", asegura la académica María Tenorio en su lectura de "El diablo sabe mi nombre", el más reciente libro de narraciones de la escritora salvadoreña, constituido por un universo poblado de seres que tienen apetitos sexuales con animales, canibalismo; seres abiertos a las metamorfosis y cuerpos --humanos y animales-- abiertos a interacciones poco comunes.
Recuerde usted la imagen del “Hombre de Vitruvio” de Leonardo Da Vinci que ilustró el libro “La divina proporción” hace 500 años. Un cuerpo masculino desnudo, con los brazos extendidos en cruz, las piernas estiradas, el abdomen plano, la mirada al frente y la boca cerrada. Este dibujo, dígame si no, ha llegado a representar en el mundo occidental el ideal de la armonía, la belleza y la perfección humanas. Sin rechistar lo aceptamos como principio estético y ético, de modo que se ha convertido en un verdadero sobreentendido cultural: un cuerpo bello –cerrado y divinamente proporcionado– es bueno, un cuerpo feo –abierto y desproporcionado– está mal.
El más reciente libro de cuentos de Jacinta Escudos, titulado “El Diablo sabe mi nombre” (San José, Uruk Editores, 2008), deconstruye, de manera reiterada, esa “divina proporción” de Da Vinci en variedad de historias que figuran cuerpos mutilados, alterados, torturados, tragados y mezclados. Cuerpos humanos abiertos a la animalidad, cuerpos animales abiertos a la humanidad. La escritora salvadoreña narra cuerpos que se transforman y mutan en algo distinto. Cuerpos inconformes con los sentires, actuares y pensares culturalmente atribuidos a ellos. Cuerpos que rompen con la estética –y con la ética– dominantes.
Así, en su texto Jacinta Escudos nos enfrenta con una niña que se transforma en cocodrilo en las tardes de calor cuando va al arroyo. Nos invita a soñar con una mujer del siglo XVIII que se convierte en hombre por efecto de la atracción sexual de una prostituta. Nos lleva a escuchar la voz de la mitológica Medusa, esa mujer de cuya cabeza nacen serpientes. Nos pinta a un hombre que hace pareja con un insecto gigantesco. Nos hace presenciar el momento en que una criatura del mar corta y degusta la lengua de un marinero en un encuentro sexual.
Los catorce relatos de El Diablo sabe mi nombre, escritos entre 1995 y 2003, han sido leídos a partir de su publicación en 2008 como perturbadores y desconcertantes. Lilian Fernández Hall, en su reseña del libro, asegura que la mayoría de imágenes están cargadas de angustia y repulsión. Vanessa Núñez Handal, en un texto periodístico, dice que los temas de Jacinta descuadran y estremecen. Estoy de acuerdo. Muchos cuentos provocan miedo, hacen apartar la cara.
Si los cuentos de Jacinta desconciertan es porque hablan sobre cuerpos en desconcierto. Se trata de cuerpos abiertos al mundo, la vida y la reproducción. Zoofilia, relaciones sexuales de personas con animales. Cuerpos que interactúan de forma inusitada, trascendiendo sus propios límites físicos. Canibalismo, alimentarse de carne humana. Cuerpos que son parte de una misma comunidad cósmica donde las jerarquías y las distinciones de lo humano y lo animal son cuestionadas. Metamorfosis, mudanza de algo en otra cosa. Cuerpos abiertos a las apetencias de los sentidos.
En suma, se trata de “cuerpos grotescos”, según la definición propuesta por Mijail Bajtín. “A diferencia de los cánones modernos –dice este crítico ruso– el cuerpo grotesco no está separado del resto del mundo, no está aislado o acabado ni es perfecto, sino que sale fuera de sí, franquea sus propios límites". El cuerpo "se abre al mundo exterior o penetra en él a través de orificios, protuberancias, ramificaciones y excrecencias”, sostiene Bajtín en su estudio sobre la cultura de la plaza pública en el Medioevo y el Renacimiento.
Bajtín nos hizo ver la contraposición de esos cuerpos grotescos con los cuerpos de la cultura culta, los cuerpos clausurados, los que llevamos por la calle y mostramos a los demás en la oficina o la universidad. A estos cuerpos se les impone socialmente un ideal de decencia: la desnudez se cubre con el vestido, mientras los orificios y protuberancias que comunican con el exterior permanecen cerrados y ocultos a la vista. Este cuerpo actúa como principio de individuación para nosotros. Usted es una persona porque tiene un cuerpo único. En nuestra cultura contemporánea “civilizada”, cada ser humano se centra en sí mismo y concibe el mundo como una serie de recursos hechos para servirse de ellos, para sacarles el mayor provecho posible.
En “El Diablo”, las puestas en escena de cuerpos humanos y animales en interacciones poco comunes constituyen un cuestionamiento de nuestra visión de mundo desde su mismo fundamento: la manera clásica de entender y vivir el cuerpo como un ente clausurado sobre sí mismo. La forma de vida que ha alcanzado la humanidad está siendo puesta en cuestión en el libro de Jacinta con las interacciones, mutaciones, transformaciones y mutilaciones de los cuerpos que pertenecen ya no a los “individuos” sino a un todo más grande, rico, abierto donde todos los seres vivos estarían en comunión: lo que conocemos como la naturaleza y que, en nuestra visión de mundo, se contrapone a la cultura.
Hay que decir que esta línea marcadamente crítica de la autora no es nueva en su narrativa. La académica salvadoreña Beatriz Cortez, en su lectura de la novela “El desencanto” y las colecciones “Cuentos sucios” y “Contracorriente”, señaló que la producción literaria de Jacinta cuestiona normas establecidas e instituciones que han adquirido el valor de sagradas, como la figura de la madre y la familia. La singularidad de su escritura ha sido, precisamente, el atrevimiento de penetrar en espacios simbólicos no usuales en la literatura, mucho menos para una mujer que escribe, según Cortez. Cuando la escritora se da permiso de jugar simbólicamente con los cuerpos en “El Diablo” está, una vez más, rompiendo con esas verdades que todos aceptamos.
El cuestionamiento lleva a una concepción negativa del “progreso” humano. En el último cuento del libro, “La flor del Espíritu Santo”, Jacinta Escudos pinta un mundo desolado y destruido por la intervención del hombre. Su protagonista, una mujer que trabajaba en un invernadero, dice que “donde hay personas siempre hay destrucción. Ahora la naturaleza está muerta”. Lo único que sobrevive de un país que se hundió junto con todo el istmo –El Salvador, Centroamérica – es una orquídea que crecía salvaje ahí:
En ese mundo que los humanos han destruido, al olvidar que sus cuerpos son parte de un todo superior que deben cuidar y respetar, al Diablo no le queda más quehacer. Eso dice la autora en el cuento que da nombre a la colección: “Hay tanta maldad en el mundo, que los humanos no necesitan más de mis servicios – dice el Diablo con melancolía, mientras da la vuelta y se echa a dormir”.