Les contaré un secreto. Tengo un pequeño jardín en la ciudad que habito. El Jardín Botánico le llaman algunos pocos que lo conocen y no saben. Cada vez que lo visito me esta esperando con algo nuevo que mostrar. Nunca repite los mismos colores o la misma luz.
Para llegar a él debe pasar por inmensas autopistas y pasos a desnivel a las angostas calles y casitas de teja de Antiguo Cuscatlán. Luego debe entrar sigilosamente a una zona de furgones gigantescos, fábricas de lamina y concreto, y chimeneas que despiden humo oscuro. La Laguna se llama esa hondonada industrial, aunque no vea agua por ningún lado. Allí a un lado, verá un paredón verde de vegetación, surcado a lo alto de manera permanente por un halcón blanco. Pasará una reja en la que vive una mano que le entregará un papelito de color que usted depositará en una caja de madera. Dos o tres pasos después sentirá el aire abrirse paso en sus pulmones y su rostro cubrirse de una sonrisa, sabrá entonces que ha llegado.
En mi jardín secreto habitan algunos de mis recuerdos del lugar, permanecen ahí también recuerdos de tiempos por venir aun por descubrir. Alguna vez, hace quizás un año, recuerdo haberlo caminado de la mano del amor escoltados por una sombra. Ese recuerdo esta ahí aún entre los gigantescos bambúes y el murmullo del agua en el fondo.
La mayoría de las veces lo he recorrido en compañía de mis hijos. Mientras yo avanzo lentamente ellos van y vienen correteando por las veredas. Van y vienen. Van y vienen.
Una vez llevé a una querida amiga. Quizá no era el lugar indicado pues ella quería conversar y mi jardín es para caminar en silencio. Sin embargo descubrimos juntas a la pequeña Estrella de Belén, una flor del tamaño de la palma de mi mano de cinco largos pétalos blancos. Descubrimos también una inmensa flor, escandalosamente roja, grande y volátil naciendo de la áspera corteza de su árbol. Nos deleitamos en el poder evocador de su nombre: Rosa de la Montaña Gigante.
Un poeta quiso invitarme a ver las orquídeas alguna vez, a lo que me negué rotundamente temiendo fuera un ardid de seducción. Ver y oler el aroma de una orquídea en compañía de alguien tiene el poder de convertirles en una sola persona y mi corazón pertenece a otro ya.
Una tan sola vez tome una visita guiada. Había convocado la Asociación de Palmeras y Cicas Salvadoreñas. Pacientemente nos llevaron a todo el grupo a su respectiva sección del jardín para explicarnos que las distingue de otras plantas y mostrarnos la cantidad de formas y tamaños que existen.
La última vez que visite mi jardín secreto fue hace tan solo unos días, después de la primera lluvia copiosa del verano. Resplandecía de verde y se intuía sobre el piso de tierra aún húmedo las carreras de insectos, algunos que brotaban a la vida y otros preparándose seguramente para afrontar el anunciado invierno.
Mi hijo mayor ya no ha querido acompañarme esta vez, prefiere quedarse por casa haciendo sus propias cosas. Me ha acompañado Tito el menor, y juntos hemos descubierto un pequeño brote en el árbol de cacao, la fruta del árbol de pan, la Floripundia rosada y blanca, pequeños corazones verdes a rayas cubriendo el suelo, la piedra en el camino, la piel bronceada del guayabo, el cielo azul a través de las ramas de un árbol que comienza a retoñar y los pequeños peces multiplicándose sin fin en el estanque de ninfas.