Una enseñanza inolvidable
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Dos meses después de recibir la carta, me vi de nuevo recorriendo las calles de mi infancia y primera juventud, con la extraña y familiar sensación de no haber salido nunca, de haber sido todo un sueño de una noche de verano. Con ánimos de depararle a Fabiola una sorpresa, como la de mi silenciosa partida, me encaminé a su casa.
Toqué el timbre varias veces, ante mi última insistencia aulló un perro, un aullido lúgubre, como suelen ser los aullidos de los perros que han visto un alma en pena.
Ya cuando había decidido marcharme, vi como se abría a medias una puerta y asomaba una mujer. Era Jacinta, la vieja criada. No me reconoció en cuanto me vio, pero luego que sus ojos se familiarizaron con mi nuevo semblante, me saludó con la humilde alegría de los seres simples. Fabiola no está, me dijo, con un acento tembloroso y no regresará sino hasta la próxima semana. Se fue a Guatemala de luna de miel. ¿No lo sabía?
-No, le respondí, sin poder ocultar mi turbación. ¿Y podría decirme, pregunté, después de un silencio sembrado de dudas y certezas, quién es ahora su dueño y señor?
-Como no, me dijo, leyendo en mi rostro, mi desencanto o frustración. Don Federico Gamboa, el escritor.
Ah, bueno, respondí, con el aire de saberlo todo, y me esfumé, como se esfuman los fantasmas a pleno mediodía. Por horas caminé sin rumbo, sin prestar atención más que a los pensamientos que de una manera inusitada pasaban por mi mente como nubes tormentosas sobre un tejado caliente.
¿Por qué una mujer en la flor de su juventud, como Fabiola, me pregunté, sin hallar respuestas, jamás las encontraría, había preferido a un viejo escritor como el maestro Gamboa, de quien ya no se espera nada porque ya lo dio todo, a un escritor joven que tiene, además de la vida por delante, una obra nueva, ambiciosa, ajena a las trampas de la mala fe, que con exigente sintaxis y carentes de errores gramaticales, esconden escritores de la talla del maestro Gamboa?
Muchos meses han pasado desde entonces, el maestro Gamboa goza de excelente salud, pareciera que el matrimonio con Fabiola le ha sentado de maravilla, por medio de la prensa, me he enterado de que su novela La Manipulación mereció el primer lugar en el certamen anual de novela, celebrado en Lyon, Francia. Él, que tanto maldijo a la musa mercenaria y tanto conjuraba a los escritores que someten su obra al juicio caprichoso de un jurado senil.
Al maestro Gamboa, le agradezco, de todo corazón, haberme dado las llaves para abrir las miles de puertas que sólo se abren a quienes como yo defenderán -hasta la muerte- el ámbito soberano de su soledad. Sin sus enseñanzas, jamás hubiera comprendido que escribir no solamente estriba en el riguroso ordenamiento de las palabras o inyectar de complejos vitamínicos el cuerpo muerto de la literatura, sino en la trascendencia del espíritu mismo, en su mayor aspiración, la de ganar, por la renuncia, incluso del nombre, ese lugar sin límites, que de tanto nombrarlo, vulgarizarlo, ha perdido su sentido. El destino me puso al maestro en mi camino, bendito sea.
Toqué el timbre varias veces, ante mi última insistencia aulló un perro, un aullido lúgubre, como suelen ser los aullidos de los perros que han visto un alma en pena.
Ya cuando había decidido marcharme, vi como se abría a medias una puerta y asomaba una mujer. Era Jacinta, la vieja criada. No me reconoció en cuanto me vio, pero luego que sus ojos se familiarizaron con mi nuevo semblante, me saludó con la humilde alegría de los seres simples. Fabiola no está, me dijo, con un acento tembloroso y no regresará sino hasta la próxima semana. Se fue a Guatemala de luna de miel. ¿No lo sabía?
-No, le respondí, sin poder ocultar mi turbación. ¿Y podría decirme, pregunté, después de un silencio sembrado de dudas y certezas, quién es ahora su dueño y señor?
-Como no, me dijo, leyendo en mi rostro, mi desencanto o frustración. Don Federico Gamboa, el escritor.
Ah, bueno, respondí, con el aire de saberlo todo, y me esfumé, como se esfuman los fantasmas a pleno mediodía. Por horas caminé sin rumbo, sin prestar atención más que a los pensamientos que de una manera inusitada pasaban por mi mente como nubes tormentosas sobre un tejado caliente.
¿Por qué una mujer en la flor de su juventud, como Fabiola, me pregunté, sin hallar respuestas, jamás las encontraría, había preferido a un viejo escritor como el maestro Gamboa, de quien ya no se espera nada porque ya lo dio todo, a un escritor joven que tiene, además de la vida por delante, una obra nueva, ambiciosa, ajena a las trampas de la mala fe, que con exigente sintaxis y carentes de errores gramaticales, esconden escritores de la talla del maestro Gamboa?
Muchos meses han pasado desde entonces, el maestro Gamboa goza de excelente salud, pareciera que el matrimonio con Fabiola le ha sentado de maravilla, por medio de la prensa, me he enterado de que su novela La Manipulación mereció el primer lugar en el certamen anual de novela, celebrado en Lyon, Francia. Él, que tanto maldijo a la musa mercenaria y tanto conjuraba a los escritores que someten su obra al juicio caprichoso de un jurado senil.
Al maestro Gamboa, le agradezco, de todo corazón, haberme dado las llaves para abrir las miles de puertas que sólo se abren a quienes como yo defenderán -hasta la muerte- el ámbito soberano de su soledad. Sin sus enseñanzas, jamás hubiera comprendido que escribir no solamente estriba en el riguroso ordenamiento de las palabras o inyectar de complejos vitamínicos el cuerpo muerto de la literatura, sino en la trascendencia del espíritu mismo, en su mayor aspiración, la de ganar, por la renuncia, incluso del nombre, ese lugar sin límites, que de tanto nombrarlo, vulgarizarlo, ha perdido su sentido. El destino me puso al maestro en mi camino, bendito sea.