Rodrigo Pérez Nieves
Cuando murió don Miguel de Unamuno, la prensa difundió un artículo firmado por Ortega y Gasset, en el que decía: Unamuno ha muerto de dolor de España. Desde entonces a muchos les duele el mundo, pero no mueren de tanta angustia. Unamuno se fue sin confesar cual era la esencia de su dolor. Pero ahora lo sabemos: lo que duele es el hombre. El hombre sañudo e injusto, opresor o agresivo, que, autómata obediente a intereses ajenos, se unce al carro de los autócratas y se presta a prolongar su propio cautiverio. Lo que duele es la desigualdad y la pasión baja. Cierto es que cuando el dolor humano no nos es ajeno, no el dolor de la humanidad que a decir de Don Miguel de Unamuno, “diluye y disuelve la verdad y la convierte en la peor de las mentiras”, sino el dolor del hombre. El hombre específico, personalizado, parte inmanente de mí, indisolublemente unido a mi humanidad en cuanto tal, tiene que dolernos por su naturaleza no por su condición social, económica, étnica, religiosa o partidaria.
Lo que duele es el hombre. Y el hombre es angustia viva hoy. Porque, literatura aparte, vivimos el momento crucial en que una civilización no puede subsistir por más tiempo. Una injusticia no puede sobrevivirse a sí misma. Nos enfrentamos a un mundo exhausto, a un hombre ávido de plenitud, pero huérfano. Que ambula sin saber por donde ni anhelando qué. Y ese hombre, sí, ese hombre duele; nos duele en lo mas hondo de la entraña, porque somos todos y uno y los demás y ninguno, con dolor de nadie y todos, dolor impersonal y virtual, presente y unánime, dolor que quiere lenguas y brazos para expresarse y libertarse, aquí, allá, en todas partes, por los mil medios y contra las mil formas como la actividad humana encauza su liberación y su exterminio.
Y los pueblos golpeados por la potencia, por el “dios Bush“, crucificados entre las armas y los cementerios, pasto de los ejércitos extranjeros y de glosadores teológicos que todavía la afrentan con su escolástica, sin mirar que la escolástica – deliberación y nominalismo excesivos- revienta ahora en sangre, y de la espantosa lección de lo inerte contra la vida que antes que verbo, fue siempre acción. Como centroamericanos sentimos en carne propia el drama Iraquí que es anticipo del nuestro, no podemos contemplarlo sólo para lamentarlo o proferir alaridos, por bien entonados que sean. Tenemos una visión más alta los hombres. Los profetas siempre fueron pocos, y sus cánticos, augurios y elegías no lograron torcer el rumbo de la historia que hacían los otros; los que lograron las oscuras masas creadoras. Nosotros pertenecemos a estas. Y nuestra preocupación mide la tarea realizada y la por cumplir.
250.000 iraquíes han sido asesinados con total impunidad y ante la indiferencia del mundo y eso no es todo; además, las bestias aliadas sostienen una guerra permanente contra la cultura y la historia expresada, desde el principio, en el saqueo de los museos y la Biblioteca Nacional de Iraq. Por eso duele el hombre. Se trata de un crimen histórico del cual Bush, Blair, y su recua, son responsables inequívocos. Uno no ha de llorar la pérdida de los logros culturales por la pérdida misma, uno lamenta la perdida también por los modos de la pérdida. Toda destrucción del patrimonio cultural, si no es obra de una calamidad impredecible e incontrolable, es obra de la imbecilidad y la degradación más imperdonable. Y es que el desarrollo humano será sólo recuperable en la medida que sepamos impulsarnos críticamente desde nuestros mejores logros. Borrar eso es como romper una brújula, es como querer cancelarnos la posibilidad de encontrar una ruta de salida a esta época capitalista de miseria y muerte desatadas. Por eso es preciso luchar en el terreno cultural.
No parcelemos nuestra piedad ni nuestro voceado dolor. Que nos duela hasta los tuétanos la injusticia y la opresión, la usura, la avidez, el atropello como norma ética. Más que nunca. A punta de misiles y de balas se pone toda riqueza a los pies del imperio.
Lo que duele es el hombre. Y el hombre es angustia viva hoy. Porque, literatura aparte, vivimos el momento crucial en que una civilización no puede subsistir por más tiempo. Una injusticia no puede sobrevivirse a sí misma. Nos enfrentamos a un mundo exhausto, a un hombre ávido de plenitud, pero huérfano. Que ambula sin saber por donde ni anhelando qué. Y ese hombre, sí, ese hombre duele; nos duele en lo mas hondo de la entraña, porque somos todos y uno y los demás y ninguno, con dolor de nadie y todos, dolor impersonal y virtual, presente y unánime, dolor que quiere lenguas y brazos para expresarse y libertarse, aquí, allá, en todas partes, por los mil medios y contra las mil formas como la actividad humana encauza su liberación y su exterminio.
Y los pueblos golpeados por la potencia, por el “dios Bush“, crucificados entre las armas y los cementerios, pasto de los ejércitos extranjeros y de glosadores teológicos que todavía la afrentan con su escolástica, sin mirar que la escolástica – deliberación y nominalismo excesivos- revienta ahora en sangre, y de la espantosa lección de lo inerte contra la vida que antes que verbo, fue siempre acción. Como centroamericanos sentimos en carne propia el drama Iraquí que es anticipo del nuestro, no podemos contemplarlo sólo para lamentarlo o proferir alaridos, por bien entonados que sean. Tenemos una visión más alta los hombres. Los profetas siempre fueron pocos, y sus cánticos, augurios y elegías no lograron torcer el rumbo de la historia que hacían los otros; los que lograron las oscuras masas creadoras. Nosotros pertenecemos a estas. Y nuestra preocupación mide la tarea realizada y la por cumplir.
250.000 iraquíes han sido asesinados con total impunidad y ante la indiferencia del mundo y eso no es todo; además, las bestias aliadas sostienen una guerra permanente contra la cultura y la historia expresada, desde el principio, en el saqueo de los museos y la Biblioteca Nacional de Iraq. Por eso duele el hombre. Se trata de un crimen histórico del cual Bush, Blair, y su recua, son responsables inequívocos. Uno no ha de llorar la pérdida de los logros culturales por la pérdida misma, uno lamenta la perdida también por los modos de la pérdida. Toda destrucción del patrimonio cultural, si no es obra de una calamidad impredecible e incontrolable, es obra de la imbecilidad y la degradación más imperdonable. Y es que el desarrollo humano será sólo recuperable en la medida que sepamos impulsarnos críticamente desde nuestros mejores logros. Borrar eso es como romper una brújula, es como querer cancelarnos la posibilidad de encontrar una ruta de salida a esta época capitalista de miseria y muerte desatadas. Por eso es preciso luchar en el terreno cultural.
No parcelemos nuestra piedad ni nuestro voceado dolor. Que nos duela hasta los tuétanos la injusticia y la opresión, la usura, la avidez, el atropello como norma ética. Más que nunca. A punta de misiles y de balas se pone toda riqueza a los pies del imperio.
Que nos duela el cinismo desvergonzado del hombre: no importa la mentira sobre las “armas de destrucción masiva”. No importa que la mentira contenga el asesinato y la devastación. Importa que el Imperio gane.
Que nos duela la injusticia como evangelio dictado por el hombre. Jueces, leguleyos, abogados… arrodillados ante la injusticia del imperio. La dignidad de los jurisconsultos convertida en ridículo mundial.
Que nos duela la moral del cementerio. Si no eres dócil, tu lugar es una tumba. La humillación del mundo entero. De nada sirven los gobiernos, los tratados ni las voces opositoras, el capitalismo quiere estar por encima de todo.
Que nos duela la obscenidad armamentista. La razón de las armas. No importa el hambre, no importa la enfermedad, no importa la falta de vivienda, educación… importan los misiles, los tanques, los pertrechos (gran negocio) para la aniquilación de lo que se oponga al saqueo. Que nos duela el terrorismo como empresa del Imperio. Acusar a todos de terroristas, de manera preventiva, y utilizar cualquier método de exterminio. Rentable. Que nos duela la impunidad como la estética del Imperio. Gozar sin límites el placer criminal del genocidio, crear mitos nuevos, películas, cómic, play station…
Que nos duela el saqueo como epistemología del poder. Sépase, a sangre y fuego, que toda fuente petrolera (y de cualquier riqueza) será blanco de los buitres y será expropiada para escarmiento y lección universal.
Que nos duela el imperio como religión. El patrón Bush es un nuevo dios con su santísima trinidad: ejército, bancos y empresas. Le sigue la corte celestial de burócratas, clérigos, intelectuales mansos, líderes sindicales lebreles… bajo el manto del imperio la explotación es dogma.
Que nos duela la memoria histórica como estorbo. Esos pueblos que poseen historias milenarias huelen a “viejo” y a estorbo. El imperio abre paso a los muchachos nuevos, uniformados de tiempo nuevo, que vienen en defensa del capitalismo sacrosanto y bañados con perfume neoliberal con tufo de cadáver.
Que nos duela el hombre. Que nos duela, y entonces veremos como se nos aclara la perspectiva y no volvemos a proferir gritos de comparsas de ópera bufa ante un drama que pide Esquilo y no Verdi. Acrisolemos este dolor con lo que hay de mas perdurable en el hombre: la lealtad – lealtad para con los demás, y para con nosotros, para con hombres y principios-, y entonces no tendremos duda sobre el puesto que nos corresponde en la lucha del mundo. Porque si nos duele el mundo, y somos aliados de autocracias, oligarquías e imperialismos, es que en realidad, somos reaccionarios y tardígrados embozados, y lo único que nos duele es la vigencia de la rebelión salvadora en el fondo, del hombre limpio y conciente; allá en Iraq, ante la muerte en el campo de batalla; aquí en Indoamérica, frente a la muerte en la celda oscura y en la persecución taimada e incesante.
Midamos nuestro dolor del mundo con nuestro dolor de hombres. Será un homenaje a nosotros como verdaderos seres humanos. Y, por ello por sobre todas las cosas, una concepción armónica, total y definitiva de un malestar que llega ya a su clímax, que no puede seguir sin estallar, sin poner en descubierto, a sol y podredumbre, esta llaga viva que nos quema y sobrecoge, invitándonos a la salvación o a la muerte. ¡Que nos duela el hombre… ¡