cuento de las escritoras costarricenses
Willy O. Múñoz
En el estudio que encabeza El cuento costarricense (1964), Seymour Menton considera a Ricardo Fernández Guardia, autor de Hojarasca (1894), el primer cuentista costarricense. En este estudio, Menton no menciona la producción literaria de Rafaela Contreras, la esposa de Rubén Darío (1869-1893). Ella publica sus cuentos entre 1889 y 1891, o sea que antecede a Fernández Guardia.
Los cuentos de Contreras siguen las características del modernismo, especialmente por la belleza de la lengua, la imaginería poética, el gusto por lo exótico, por el tratamiento a veces fantástico del tema, y su preferencia personal de incorporar la música como parte integral del argumento. Cabe notar que dos cuentos de Rafaela Contreras, “La canción del invierno” y “Sonata,” fueron incluidos por Afrodisio Aguado en las Obras completas de Rubén Darío. Efectivamente, el estilo de estos cuentos es similar al de Darío, lo cual constituye un testimonio de que la cuentística de Rafaela Contreras estaba a la altura de su afamado esposo.
Carmen Lyra escribe cuentos infantiles y también de tema político, solidarizándose así con los marginados de su sociedad y llevando su convicción a la práctica con su lucha política. Su identificación con los sectores marginales de su país la lleva a publicar Bananos y hombres (1931). En “Estefanía,” un cuento de realismo social, la explotación del personaje femenino no constituye una excepción sino que representa la condición de todo un grupo social, víctima de una serie de injusticias en las plantaciones de banano.
Hasta la década de los cuarenta, lo que predomina en la literatura costarricense es el costumbrismo, al que se añade una dosis de protesta social. En esa literatura, la naturaleza fue concebida como el obstáculo o el peligro para el protagonista, cuando no era el escenario de argumentos sentimentales. Yolanda Oreamuno, una mujer de exquisita sensibilidad estaba harta de la literatura folklorista, la cual ya no producían el estremecimiento estético que antes lograba, razón por la cual, decía, “Es necesario que terminemos con esa calamidad . . .”
Efectivamente, ella supera el costumbrismo endémico al cambiar el punto de vista de la narración, de lo externo, del conflicto social, a la narración de lo interno, a la psicología del personaje. Sus cuentos o son el resultado de la acertada consideración del alma humana, de su comportamiento, de sus patologías o nacen de un hecho fantástico, de lo inusitado, que surge como una concretización de lo real y lo cotidiano. En “Valle alto” (1946), por ejemplo, el propósito ya no es recrear la naturaleza realísticamente sino como una metáfora del deseo erótico del personaje femenino. De esta manera, Yolanda Oreamuno no sólo comienza la modalidad del cuento psicológico en Costa Rica, sino que también concibe al personaje femenino impulsado por deseos propios, por una dimensión erótica cuya existencia la sociedad patriarcal intentaba negar.
Carmen Naranjo inicia su narrativa creando personajes alienados, primero en la novela, específicamente en Memorias de un hombre palabra (1968) y luego en el cuento, a partir de Ondina, escrito en 1982. Los temas que aborda en esta colección de cuentos son la soledad, la fragmentación de la familia, la violencia psicológica doméstica y el hombre fracasado. Naranjo desafía la concepción patriarcal de la casa como un espacio feliz, bajo la potestad paterna, y sinécdoque de la realidad nacional. Este rechazo también puede observarse en Polvo del camino (1971), de Rima de Vallbona, una colección de cuentos que asimismo constituye un buen registro de cómo la casa se convierte en un lugar opresivo para la mujer. En “La niña sin amor,” un padre alcohólico viola a su hija y en “Con los muertos al cinto,” una niña ciega es también violada. En ambos casos, la sociedad no comprende el alcance del crimen perpetrado y se ensaña más bien con las víctimas. No sorprende entonces que, como la casa deviene un lugar opresivo para la mujer, las cuentistas costarricenses escriban cuentos en los que la protagonista recobra la posesión de la casa.
Desde 1980, las escritoras costarricenses incluyen en sus cuentos pasajes de manifiesta intención erótica como parte integral de la vida de sus personajes femeninos, como por ejemplo, en “Ondina” (1985), de Carmen Naranjo, donde un pretendiente se casa con una huérfana para así estar junto a Ondina, la hermana, que es una enana sensual con la que ya ha tenido relaciones íntimas. Se codifica también preferencias sexuales que caen fuera de la heterosexualidad. El lesbianismo encubierto está poéticamente sugerido en “Cristina” (1951), de Victoria Urbano. La misma ambigüedad se halla presente en “Cuál nombre decir” (1989), un cuento de Linda Berrón, en el que la voz narrativa, una mujer, no sabe si envidia o desea a su compañera de oficina, en cambio, Rima de Vallbona, en “Caña hueca” (1971), escribe de la soledad en la que viven las lesbianas, quienes deben ocultar su preferencia sexual de una sociedad que condena dicha actividad. Rima de Vallbona y Emilia Macaya escriben cuentos con un afán paródico. Ellas presentan un hilo argumental en situaciones contemporáneas, pero que tienen como subtexto la historia de personajes femeninos de la literatura clásica cuyas experiencias son recontextualizadas críticamente para demostrar que la condición patriarcal de antaño todavía está vigente hoy en día.
A partir de la década de los 1990, hay un cambio tanto en la perspectiva como en el tono de la cuentística de las escritoras costarricenses. Las escritoras superan el tema monológico de la mujer como víctima de la opresión patriarcal, tema que ahora sólo sirve de punto de partida para dar paso a cuentos en los que las protagonistas tratan de definir su propia identidad, basada más que todo en la diferencia corporal. Los personajes femeninos ahora son profesionales que intentan balancear su carrera y su familia, situación conflictiva que a veces hasta acarrea desarreglos fisiológicos. Esta nueva cuentística inscribe realidades exclusivamente femeninas, temas que anteriormente no habían sido representados literariamente. Carmen Naranjo se adelanta nuevamente a su tiempo y escribe “Simbiosis del encuentro” (1985), un cuento paródico del embarazo de un hombre. El tema de la gestación es un tema que antes había sido ignorado por la literatura. Myriam Bustos en “No aflojar” (1997) retoma el tema. En este cuento, una mujer en cinta decide no dar a luz y se amarra los pies para prevenir el nacimiento y de esta manera logra su objetivo. Pero, paulatinamente su cuerpo se va metamorfoseando transexualmente hasta que el hijo de sus entrañas se adueña de su cuerpo, matándola. Lo encomiable de este cuento es que el riguroso discurso científico empleado para describir la gestación y el resultado fantástico no producen una incongruencia sino que ellos convergen en una transición lógica de lo real a lo fantástico.
Paralelamente, se escribe también de la realidad del varón y se descubre que éste no es más que un ídolo de barro que disfraza su impotencia y miedo tras una máscara fanfarrona. De este corte es el cuento de Magda Zavala, “De la que amó a un toro marino” (1998). Escrito en primera persona, el cuento trata de los esfuerzos de una esposa por llegar a conocer a su marido, quien, paradójicamente se esconde tras un velo de palabras.
En “La espalda del león,” un cuento inédito de Dorelia Barahona, lo novedoso se halla en el tono del cuento, en la ira implícita contenida en la voz narrativa que parece preguntarse cómo un Don Juan contemporáneo tiene el poder de oprimir a las mujeres. El cuento presenta a un escritor, un simbólico depositario de la cultura, quien aparenta tener confianza en sí mismo. Sin embargo, tras de esta fachada de autosuficiencia se oculta un hombre que sufre los primeros vestigios de impotencia sexual, atrapado entre la necesidad que tiene de las mujeres y el odio y miedo que siente por ellas. El cuento mismo desenmascara inteligente y meticulosamente la misoginia de este personaje. Desprovisto de su piel de león, lo que queda es un hombre de cartón, un ser acomplejado por la sexualidad de la mujer.
La cuentística de las escritoras costarricenses no sólo constituye un pilar importante de ese país, sino que en varias instancias algunas escritoras han estado a la vanguardia literaria, como los casos ya mencionados de Rafaela Contreras de Darío, Carmen Lyra, Yolanda Oreamuno y Carmen Naranjo, renovadoras de la literatura de su tiempo, precursoras de los escritores varones mismos. No es una equivocación, entonces, afirmar que estas escritoras han cambiado el rumbo de la literatura costarricense y se les debe reconocer el sitio que se han labrado en la cultura nacional.
Kent State University