Carmen González-Huguet
Entre los cines venidos a menos y convertidos en ventas de repuestos (el destino del Terraza), iglesias evangélicas (el Plaza y el Fausto) o supermercados (ocurrió con el Ástor, situado a la entrada de Mejicanos, y con el Regis en San Jacinto), uno de los finales más lamentables fue el del París. Su ubicación aledaña al Mercado Central hizo de él, como de su vecino el México, una sala de indeleble carácter popular. No tuvo nunca la prestancia art déco del Apolo ni el poder de convocatoria del Viéytez que, situado en una zona residencial de rápido crecimiento, aglutinaba a una bola de adolescentes ávidos de diversión.
El París fue en su época un cine “normal” donde vi Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964). Cuando digo “normal” me refiero al folklore típico de los cines de entonces. No fue, al menos al principio, tan lépero como el Avenida o el Tropicana. Tampoco tuvo el caché del Caribe o el Deluxe. Pero poco a poco el París declinó hasta la decadencia absoluta. Hoy es una venta de repuestos en una zona vomitiva. En la década de los ochenta se especializó en películas de chinos. Llovían las patadas voladoras, los karatazos y los gritos de kung fu en medio de las samotanas diarias con que las honorables señoras vendedoras de hortalizas saludaban a los recién llegados y a sus progenitoras en la penumbra de aquella sala saturada de humo.
Antes de la guerra no había muchos lugares de esparcimiento en San Salvador. Tampoco existieron, ni antes ni después, sitios para pasar el rato, eso que en otros lares llaman “ocio”. Roque Dalton dijo en Las historias prohibidas del pulgarcito (San Salvador, UCA Editores, 1988. Pág. 190 y siguientes. Primera edición de 1974) refiriéndose al zoológico, uno de los escasos lugares de esparcimiento: “es uno de los paseos más concurridos de San Salvador, fundamentalmente porque para entrar en él y recorrerlo no hay que pagar un solo centavo. Los cines en cambio son carísimos, los teatros no existen y a los bares no puede uno llevar a los niños”.
¿Era cierto eso? ¿Eran caros los cines? Veamos: En 1977, justo antes de la guerra, el salario mínimo para el comercio andaba por los trescientos cincuenta colones mensuales, equivalente a unos cuarenta dólares. Quién sabe cuánto sería a precios constantes. Por la misma época, la entrada a un estreno andaba costaba dos colones con cincuenta centavos, lo cual era menos del uno por ciento del salario mínimo mensual. No me parece caro. Ignoro si la situación era distinta cuando Roque Dalton vivía en el Pulgarcito. Para un trabajador del campo cuyo salario era mucho menor, el cine probablemente era prohibitivo. Pero hay que hacer la salvedad de que las entradas a los cines populares eran mucho más baratas: podían llegar a costar veinticinco o treinta centavos, en la época en que el pasaje del bus costaba quince.
También existía la famosa “permanencia voluntaria” o los llamados “doblazos” o “tuzadas”: por el mismo precio se podía ver dos cintas que se proyectaban ininterrumpidamente durante todo el día. Teóricamente, siempre y cuando se soportara el aburrimiento, una persona podía pasarse la jornada entera en el cine. Mi maestro Francisco Andrés Escobar lo ha explicado muy bien en un artículo: “las tuzadas eran lo distintivo del América, como habían sido del Popular: uno entraba a las dos de la tarde, y salía cinco horas después, con los ojos encadejados, luego de ver tres películas por el precio de una”.
El Roxy era un cine de barrio bastante concurrido. Su ubicación sobre la veintinueve calle oriente, a inmediaciones de la colonia La Rábida y cerca de la salida a Mejicanos, lo convertía en una sala de amplia afluencia popular. También ahí eran frecuentes las tuzadas. En una de esas funciones vi 2001: Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), en doblazo con la versión de La guerra de los mundos de la novela de H. G. Wells (Byron Haskin, 1953). También el Roxy me brindó esa obra maestra de Disney que fue Fantasía (Algar & Armstrong, 1940), y muchas otras cintas que ahora no puedo recordar. No hay cosa más azarosa que la memoria.
El Regis fue otro cine de barrio muy frecuentado por la población del sur de San Salvador. Era una sala amplia, que en sus buenos tiempos contó con un sonido excelente. Todavía recuerdo el olor de las butacas nuevas del Regis con su terciopelo episcopal que en mi memoria se mezcla con el aroma inconfundible de las palomitas de maíz, los chicles de menta y el humo de cigarrillo. Ahí disfruté Tómbola (Luis Lucía, 1962) con la inmortal Marisol.
Pero existió además otro género de cines que hay que mencionar: los cines de los pueblos. Eran quizá el único lugar de ocio para una población aferrada a una cultura agraria que se estaba desmoronando. Conocí sólo uno: el de Suchitoto. No recuerdo su nombre. Su propietario, Rutilio Melgar, era cuñado de un primo hermano de mi mamá. Era probablemente el único cine en unos treinta o cuarenta kilómetros a la redonda: un galerón alto, con techo de lámina sobre el que tamborileaba la lluvia como los frijoles en una olla de peltre. Humildísimo, sus bancas de reglas de madera eran la cosa más incómoda del mundo. Nada qué ver con las butacas o las sillas de paleta de los cines citadinos. En diciembre, cuando concurríamos a las fiestas de Santa Lucía, el cine era una parada obligatoria. A él, como a muchas otras cosas, también lo despachó la guerra. Hoy, como todo, yace en el olvido y el polvo.
De los cines de antaño sobreviven pocos, y aun estos en condiciones deplorables. Apenas el Izalco, el Metro, el Majestic, el Universal y los España, en el centro de un San Salvador asaltado por la desidia y la derrota. Del Darío y sus frases del inmortal Rubén sólo queda el recuerdo. Y una que otra historia melancólica que tejo y destejo en la memoria. Como esta columna.