Mario Roberto Morales
Cuando Camus defiende a don Juan en el segundo capítulo de El mito de Sísifo, está pensando sobre todo en el renacentista "Burlador" de Tirso y no tanto en el romántico "Tenorio" arrepentido de Zorrilla. La prueba está en que, al referirse al seductor, el pensador considera que "es ridículo representarlo como un iluminado en busca del amor total", pues como se sabe don Juan no cambia de mujeres porque carezca de amor, sino porque lo que lo estremece es la repetición de ese acto de entrega en el que consume su cuerpo y su alma de manera renovada cada vez que ejerce la seducción. Mucha gente sin embargo -en especial ciertas mujeres seducidas por él- piensan que don Juan sí anda en busca del "amor eterno", esa entelequia que la ilusión frustrada suele convertir en atormentadora sed de venganza y a menudo en tragedia.
El equívoco es ciertamente lamentable. "De ahí -sigue Camus- que cada una (de las ilusas seducidas) espere aportarle (al seductor) lo que nadie le ha dado nunca. Cada vez, ellas se equivocan terminantemente y sólo consiguen que acabe sintiendo la necesidad de esa repetición. 'Por fin -exclama una de ellas-, te he dado el amor'. '¿Por fin? No -dice (el seductor)-, una vez más". A don Juan, "el pesar por el deseo perdido en el goce, lugar común de la impotencia, no le pertenece. Eso está bien para Fausto, que creyó lo bastante en Dios para venderse al diablo". Esta última frase, un aforismo perfecto para describir de un trazo la esencia del maniqueísmo, constituye también una gran lección para quienes "aman demasiado"; tanto, que llegan al extremo de entregarse a la soberbia ilusión de ser imprescindibles para el "ser amado". Por eso oscilan entre el amor y el odio y van de la cursilona entrega despersonalizadora a la malignidad más baja sin hacer escalas. Ser capaz de venderse al diablo supone creer lo suficiente en Dios. En otras palabras, sólo quien aspira a la santidad puede irse derechito al infierno.
Las personas que "aman demasiado" se constituyen automáticamente en contrapartes despechadas del seductor y de la seductora, de los donjuanes y las afroditas. Para Camus, se trata de seres secos que han sustituido su vida personal por la existencia del "ser amado". Por eso dice: "Aquellos a quienes un gran amor aparta de una vida personal quizá se enriquezcan, mas con seguridad empobrecen a los elegidos por su amor. Una madre o una mujer apasionada tienen necesariamente el corazón seco, pues está apartado del mundo. Un solo sentimiento, un solo ser, un solo rostro, pero todo está devorado. Es otro amor el que estremece a don Juan, y éste es liberador. Aporta consigo todos los rostros del mundo y su estremecimiento proviene de que se sabe perecedero". Si lo supiera "eterno", huiría sanamente de él.
De aquí que don Juan se aparte de quien pretenda impedirle vivir sus amores. Al hacerlo, también deja tras de sí iras, resentimientos, frustraciones y despechos en quienes se entregaron gustosamente a su seducción con la secreta y malévola esperanza de "darle el amor" que ingenuamente supusieron que él buscaba con angustia. Es injusto, por ello, el sobrenombre de "burlador" para don Juan. Pues la única que aquí resulta "burlada" es la arrogante estupidez de quien toma como cierta la ilusión de fundir su vida con la de otra persona, sin que ésta se lo pida y mucho menos se percate de tan tremendo despropósito. Lo único que don Juan quiere es una noche de amor. O varias. O, lo que resulta devastador para la más tonta aprendiz de seducida, ninguna.
El caso es el mismo con las doñajuanas o afroditas a quienes los hombres posesivos y celosos acosan reprochándoles ser perjuras, ingratas y pérfidas, cuando lo único que hicieron fue vivir su vida a plenitud en el momento en que la compartieron con el hombre que de la nada sacó la perversa conclusión de que aquella particular mujer le pertenecía. No hay duda de que la sombra del despecho es la más temible de las sombras. Envilece al despechado y a la despechada. Los rebaja a su más oscuro nivel de mezquindad. Descubre el peor de sus rostros. Al cual se entregan sin reservas confundiéndose con su propia oscuridad. Las venganzas macabras, los crímenes pasionales abundantes en hemoglobina y entrañas que saturan los diarios y telenoticieros, tienen su origen a menudo en el desencuentro de los donjuanes y las afroditas con sus ilusas contrapartes autonegatorias. Con esas almas resecas que a su vez tienden a chuparse los corazones más saludables, si éstos lo permiten.
Por fortuna, el movimiento de la naturaleza tiende hacia la vida aunque su destino sea perecer. Esto lo saben los donjuanes y las doñajuanas. Por eso ha dicho antes el brillante filósofo del absurdo que "todo ser sano tiende a multiplicarse. Y lo mismo don Juan. Pero… los tristes tienen dos razones para estarlo, ignoran o esperan. Don Juan sabe y no espera". Por eso, la sombra del despecho lo persigue para siempre. Oscuros ejércitos de penumbras despechadas se arrancan los cabellos aullando sus más destiladas iras, incapaces de aceptar que el "ser amado" no se pliegue nunca a sus estúpidos y egoístas caprichos, que no haga jamás lo que ellas quieren que haga "por su propio bien", que no acepte languidecer de "amor eterno", sofocado en sus aburridos abrazos, sus insípidos besos y sus sosos arrebatos pasionales de ser sin vida propia.
La maligna esperanza de la sombra despechada, que consiste en la ilusión perversa de atrapar, domesticar y enjaular a don Juan y a Afrodita, es la causa de las "penas de amor", de los "amores imposibles" y de otras divisas melodramáticas propias de la frustración iracunda de quien vive de expectativas rígidas. De creer ser lo que no es y de no poder aceptar que las cosas son como son y no como quiere que sean. De no conocer sus propios límites. "Y cabalmente eso es el genio -dice Camus-: la inteligencia que conoce sus fronteras." La despechada está muy lejos de saberlo. Eso explica que se trate de una sombra que repta y que no se yergue jamás, tendida como vive para siempre bajo los talones de don Juan, quien camina orondo, feliz y optimista hacia la luz de su nueva aventura y ajeno a las doloridas contorsiones de aquélla, a sus alaridos chirriantes y a sus densas lágrimas negras.
Ambos perecerán, es cierto. Pero con una diferencia: don Juan habrá vivido prodigando vida y pagando con esplendidez el precio de ser libre. La sombra despechada habrá deambulado muerta por el mundo, víctima de sus venganzas y su egoísmo, sin haber conocido la libertad, esa condición sin la cual no puede accederse jamás a los más intensos deleites del maravilloso regalo de la existencia.
Heredia (Costa Rica) 1 de marzo del 2006.
Cuando Camus defiende a don Juan en el segundo capítulo de El mito de Sísifo, está pensando sobre todo en el renacentista "Burlador" de Tirso y no tanto en el romántico "Tenorio" arrepentido de Zorrilla. La prueba está en que, al referirse al seductor, el pensador considera que "es ridículo representarlo como un iluminado en busca del amor total", pues como se sabe don Juan no cambia de mujeres porque carezca de amor, sino porque lo que lo estremece es la repetición de ese acto de entrega en el que consume su cuerpo y su alma de manera renovada cada vez que ejerce la seducción. Mucha gente sin embargo -en especial ciertas mujeres seducidas por él- piensan que don Juan sí anda en busca del "amor eterno", esa entelequia que la ilusión frustrada suele convertir en atormentadora sed de venganza y a menudo en tragedia.
El equívoco es ciertamente lamentable. "De ahí -sigue Camus- que cada una (de las ilusas seducidas) espere aportarle (al seductor) lo que nadie le ha dado nunca. Cada vez, ellas se equivocan terminantemente y sólo consiguen que acabe sintiendo la necesidad de esa repetición. 'Por fin -exclama una de ellas-, te he dado el amor'. '¿Por fin? No -dice (el seductor)-, una vez más". A don Juan, "el pesar por el deseo perdido en el goce, lugar común de la impotencia, no le pertenece. Eso está bien para Fausto, que creyó lo bastante en Dios para venderse al diablo". Esta última frase, un aforismo perfecto para describir de un trazo la esencia del maniqueísmo, constituye también una gran lección para quienes "aman demasiado"; tanto, que llegan al extremo de entregarse a la soberbia ilusión de ser imprescindibles para el "ser amado". Por eso oscilan entre el amor y el odio y van de la cursilona entrega despersonalizadora a la malignidad más baja sin hacer escalas. Ser capaz de venderse al diablo supone creer lo suficiente en Dios. En otras palabras, sólo quien aspira a la santidad puede irse derechito al infierno.
Las personas que "aman demasiado" se constituyen automáticamente en contrapartes despechadas del seductor y de la seductora, de los donjuanes y las afroditas. Para Camus, se trata de seres secos que han sustituido su vida personal por la existencia del "ser amado". Por eso dice: "Aquellos a quienes un gran amor aparta de una vida personal quizá se enriquezcan, mas con seguridad empobrecen a los elegidos por su amor. Una madre o una mujer apasionada tienen necesariamente el corazón seco, pues está apartado del mundo. Un solo sentimiento, un solo ser, un solo rostro, pero todo está devorado. Es otro amor el que estremece a don Juan, y éste es liberador. Aporta consigo todos los rostros del mundo y su estremecimiento proviene de que se sabe perecedero". Si lo supiera "eterno", huiría sanamente de él.
De aquí que don Juan se aparte de quien pretenda impedirle vivir sus amores. Al hacerlo, también deja tras de sí iras, resentimientos, frustraciones y despechos en quienes se entregaron gustosamente a su seducción con la secreta y malévola esperanza de "darle el amor" que ingenuamente supusieron que él buscaba con angustia. Es injusto, por ello, el sobrenombre de "burlador" para don Juan. Pues la única que aquí resulta "burlada" es la arrogante estupidez de quien toma como cierta la ilusión de fundir su vida con la de otra persona, sin que ésta se lo pida y mucho menos se percate de tan tremendo despropósito. Lo único que don Juan quiere es una noche de amor. O varias. O, lo que resulta devastador para la más tonta aprendiz de seducida, ninguna.
El caso es el mismo con las doñajuanas o afroditas a quienes los hombres posesivos y celosos acosan reprochándoles ser perjuras, ingratas y pérfidas, cuando lo único que hicieron fue vivir su vida a plenitud en el momento en que la compartieron con el hombre que de la nada sacó la perversa conclusión de que aquella particular mujer le pertenecía. No hay duda de que la sombra del despecho es la más temible de las sombras. Envilece al despechado y a la despechada. Los rebaja a su más oscuro nivel de mezquindad. Descubre el peor de sus rostros. Al cual se entregan sin reservas confundiéndose con su propia oscuridad. Las venganzas macabras, los crímenes pasionales abundantes en hemoglobina y entrañas que saturan los diarios y telenoticieros, tienen su origen a menudo en el desencuentro de los donjuanes y las afroditas con sus ilusas contrapartes autonegatorias. Con esas almas resecas que a su vez tienden a chuparse los corazones más saludables, si éstos lo permiten.
Por fortuna, el movimiento de la naturaleza tiende hacia la vida aunque su destino sea perecer. Esto lo saben los donjuanes y las doñajuanas. Por eso ha dicho antes el brillante filósofo del absurdo que "todo ser sano tiende a multiplicarse. Y lo mismo don Juan. Pero… los tristes tienen dos razones para estarlo, ignoran o esperan. Don Juan sabe y no espera". Por eso, la sombra del despecho lo persigue para siempre. Oscuros ejércitos de penumbras despechadas se arrancan los cabellos aullando sus más destiladas iras, incapaces de aceptar que el "ser amado" no se pliegue nunca a sus estúpidos y egoístas caprichos, que no haga jamás lo que ellas quieren que haga "por su propio bien", que no acepte languidecer de "amor eterno", sofocado en sus aburridos abrazos, sus insípidos besos y sus sosos arrebatos pasionales de ser sin vida propia.
La maligna esperanza de la sombra despechada, que consiste en la ilusión perversa de atrapar, domesticar y enjaular a don Juan y a Afrodita, es la causa de las "penas de amor", de los "amores imposibles" y de otras divisas melodramáticas propias de la frustración iracunda de quien vive de expectativas rígidas. De creer ser lo que no es y de no poder aceptar que las cosas son como son y no como quiere que sean. De no conocer sus propios límites. "Y cabalmente eso es el genio -dice Camus-: la inteligencia que conoce sus fronteras." La despechada está muy lejos de saberlo. Eso explica que se trate de una sombra que repta y que no se yergue jamás, tendida como vive para siempre bajo los talones de don Juan, quien camina orondo, feliz y optimista hacia la luz de su nueva aventura y ajeno a las doloridas contorsiones de aquélla, a sus alaridos chirriantes y a sus densas lágrimas negras.
Ambos perecerán, es cierto. Pero con una diferencia: don Juan habrá vivido prodigando vida y pagando con esplendidez el precio de ser libre. La sombra despechada habrá deambulado muerta por el mundo, víctima de sus venganzas y su egoísmo, sin haber conocido la libertad, esa condición sin la cual no puede accederse jamás a los más intensos deleites del maravilloso regalo de la existencia.
Heredia (Costa Rica) 1 de marzo del 2006.