culpable o qué sé yo
Jacinta Escudos
En esta hazaña del irse, del ser migrante (cosa que he sido más de la mitad de mi vida y ahora reincido), hay cosas que los no migrantes ni imaginan que tenemos que pasar.
Una es la construcción del ser social, una y otra vez. Firmar un contrato de alquiler, tener una presencia legal en migración, abrir una cuenta de banco, sacar permisos, constancias, referencias, buscar trabajo, negrear en horas insólitas para ganar un poco más pues los gastos de traslado e instalación no dejan de ser imprevistos. Hay cosas que ni uno mismo como migrante se imagina.
Esta reinserción en una sociedad ajena es como renacer. La idea podría ser emocionante. Crearse de nuevo a sí mismo en otro lugar. Pero los demás no lo hacen fácil.
Sos extranjero y se parte de que sos un criminal o por lo menos un ilegal. De que sos alguien que llega a hacer cosas espantosas a aquel país, de que tu presencia va a descalabrar la economía nacional, de que llegaste para desbancar a los nativos. Claro, si no sos chelito, ojos azules (si sos un chancletudo peludo significa que tenés dólares y ésos papelillos son siempre bienvenidos, vengan de la mano que vengan). Si sos morenito, tenés cara de indio o algo semejante, la regaste. La regaste con sólo estar vivo, con sólo desear estar mejor.
Pienso en los centroamericanos que se van a los USA, montándose en trenes en México donde se caen y quedan mutilados porque el tren les pasa encima, donde los mareros los asaltan y las mujeres son violadas, en los que se mueren o son asesinados en el desierto, en los que se ahogan en el Río Grande (el otro día vi en CNN un video de 4 inmigrantes que murieron en el Río, filmado con cámara infraroja. No se les miraba el rostro, y la corriente simplemente se los llevó y me impactó porque pensé que nadie iba a conocer sus nombres, ser reconocidos para las familias, qué angustia...)
Pienso en los balseros cubanos, en los marroquíes, en todos los que deciden cambiar de país... pienso que de pronto me vine a convertir en una más de miles que no se resignan y quieren algo mejor, y pienso que querer algo mejor se castiga, poniéndotela más difícil, humillándote, como si hubiera alguna obligación de que te quedés comiendo mierda en tu lugar de origen porque allí es donde tenés que estar por siempre, como un castigo divino ante el cual no debe uno rebelarse.
Lo digo porque vengo de migración en La Uruca, San José. Dos horas de mi vida casi perdidas nada más que para presentar un manojo de papeles que la empleada toma de mala gana. En parte la comprendo. Es un trabajo ingrato. Yo no podría hacerlo. Menos por lo que imagino es una pésima paga que tiene, y como propina, los berrinches de los que llegan a su ventanilla a hacerle mil preguntas estúpidas, pedirle favores y qué sé yo.
No fue tiempo perdido porque me acompañaba un libro (Esplendor de Portugal de Lobo Antunes). Cuando se acercaba mi turno, dejé de leer, contemplé a la gente a mi alrededor. Recordé mis horas de espera en migración de Berlin (entonces aún occidental, con muro y todo), y un patio interno donde tenían recluidos a no sé cuántos turcos y árabes. O mis visitas a migración en Managua, menos dramáticas pero igual de engorrosas.
Estas idas a migración siempre me hacen sentir culpable. Culpable de no sé qué. Nerviosa. Me imagino que alguien de algún lado va a venir con un expediente que dice "sospechosa". Y no puedo entonces menos que recordar el "Poema de Amor" de Roque Dalton, donde tan sabiamente dice de los salvadoreños, "los siempre sospechosos de todo".
Una es la construcción del ser social, una y otra vez. Firmar un contrato de alquiler, tener una presencia legal en migración, abrir una cuenta de banco, sacar permisos, constancias, referencias, buscar trabajo, negrear en horas insólitas para ganar un poco más pues los gastos de traslado e instalación no dejan de ser imprevistos. Hay cosas que ni uno mismo como migrante se imagina.
Esta reinserción en una sociedad ajena es como renacer. La idea podría ser emocionante. Crearse de nuevo a sí mismo en otro lugar. Pero los demás no lo hacen fácil.
Sos extranjero y se parte de que sos un criminal o por lo menos un ilegal. De que sos alguien que llega a hacer cosas espantosas a aquel país, de que tu presencia va a descalabrar la economía nacional, de que llegaste para desbancar a los nativos. Claro, si no sos chelito, ojos azules (si sos un chancletudo peludo significa que tenés dólares y ésos papelillos son siempre bienvenidos, vengan de la mano que vengan). Si sos morenito, tenés cara de indio o algo semejante, la regaste. La regaste con sólo estar vivo, con sólo desear estar mejor.
Pienso en los centroamericanos que se van a los USA, montándose en trenes en México donde se caen y quedan mutilados porque el tren les pasa encima, donde los mareros los asaltan y las mujeres son violadas, en los que se mueren o son asesinados en el desierto, en los que se ahogan en el Río Grande (el otro día vi en CNN un video de 4 inmigrantes que murieron en el Río, filmado con cámara infraroja. No se les miraba el rostro, y la corriente simplemente se los llevó y me impactó porque pensé que nadie iba a conocer sus nombres, ser reconocidos para las familias, qué angustia...)
Pienso en los balseros cubanos, en los marroquíes, en todos los que deciden cambiar de país... pienso que de pronto me vine a convertir en una más de miles que no se resignan y quieren algo mejor, y pienso que querer algo mejor se castiga, poniéndotela más difícil, humillándote, como si hubiera alguna obligación de que te quedés comiendo mierda en tu lugar de origen porque allí es donde tenés que estar por siempre, como un castigo divino ante el cual no debe uno rebelarse.
Lo digo porque vengo de migración en La Uruca, San José. Dos horas de mi vida casi perdidas nada más que para presentar un manojo de papeles que la empleada toma de mala gana. En parte la comprendo. Es un trabajo ingrato. Yo no podría hacerlo. Menos por lo que imagino es una pésima paga que tiene, y como propina, los berrinches de los que llegan a su ventanilla a hacerle mil preguntas estúpidas, pedirle favores y qué sé yo.
No fue tiempo perdido porque me acompañaba un libro (Esplendor de Portugal de Lobo Antunes). Cuando se acercaba mi turno, dejé de leer, contemplé a la gente a mi alrededor. Recordé mis horas de espera en migración de Berlin (entonces aún occidental, con muro y todo), y un patio interno donde tenían recluidos a no sé cuántos turcos y árabes. O mis visitas a migración en Managua, menos dramáticas pero igual de engorrosas.
Estas idas a migración siempre me hacen sentir culpable. Culpable de no sé qué. Nerviosa. Me imagino que alguien de algún lado va a venir con un expediente que dice "sospechosa". Y no puedo entonces menos que recordar el "Poema de Amor" de Roque Dalton, donde tan sabiamente dice de los salvadoreños, "los siempre sospechosos de todo".
(Blog de Jacinta Escudos)