18 dic 2008

Alberto Masferrer

ENSAYO
Alberto Masferrer

SAL, 1868-1932

De " El dinero maldito"

Alberto Masferrer (1968-1932) reunió en personalidad y trayectoria las actividades de maestro, periodista, ensayista, poeta y activista social. Se trata de uno de los pensadores salvadoreños más influyentes del siglo XX. Rompió con la tradicional actitud de los intelectuales de su tiempo que excluían a los trabajadores rurales y urbanos de los derechos de la ciudadanía. Su ensayo “El dinero maldito” es una denuncia de los efectos de la producción y comercialización de bebidas alcohólicas, que en esa época constituían una parte importante de los ingresos del estado salvadoreño.

La calle de la muerte

Esta calle en que vivo yo, debiera llamarse Calle de la Amargura. Y mejor aún, Calle de la Muerte. A seis cuadras, Oeste, me queda el Hospital, adonde va, a todas horas, una caravana de dolientes, pobres o miserables los más, a ver si les dan algún alivio. A cinco cuadras, en dirección contraria, me quedan tres estancos, donde se bebe día y noche; donde la pianola, el fonógrafo, los gritos de los ebrios y el chocar de los vasos y botellas ensordecen los oídos de los transeúntes, y también sus conciencias, para que no piensen en los dramas que ahí incuban.

Frente a mí, a una cuadra, está la Penitenciaría, donde viven los criminales desvalidos; los que no tienen la llave dorada que abre las puertas de la Justicia.

Los domingos, desde muy mañana y todo el día, la vida enlaza esos tres antros en que el vicio, el crimen y el dolor se funden en una trinidad fatídica. Desde las siete de la mañana comienzan a pasar, viniendo del Volcán, labriegos jóvenes y viejos. Vienen a divertirse. Han trabajado toda la semana, curvados sobre el suelo, sembrando, podando, arando o escardando, para que el maíz, el arroz, el frijol y el plátano colmen nuestra mesa; para que las flores más bellas adornen nuestros búcaros; para que la leche y los huevos nos conforten y nutran; para que la vida, en toda forma, descienda de allá arriba, y venga, en ondas de salud y alegría, a reavivar las fuerzas decaídas de los que penamos y pecamos en la ciudad.

Han trabajado toda la semana esos labriegos, ellos y sus mujeres y sus hijos. Mientras ellos escardan o desmontan, la mujer y las hijas mayores lavan, remiendan y aplanchan, muelen y cocinan; vienen diariamente al mercado a vender flores y legumbres; y a llevar provisiones y medicinas; cosen la enagua y la camisa; cuidan de las gallinas y los cerdos; atienden al enfermo; van al río lejano, a traer el cántaro de agua para los menesteres urgentes. Ya noche, cansadas, fatigadas, caen pesadamente sobre el camastro o el tapesco, y duermen como troncos –si no hay niño pequeño que les desvele–, hasta que Venus, el apacible Nixtamalero, comienza a desvanecerse ante los blancores del alba.

Así es la vida en el Volcán, así se trabaja toda la semana. ¿Qué cosa más justa que bajar el domingo para descansar, para divertirse? Por eso, desde muy de mañana bajan los labriegos, limpios, endomingados, decidores, ligeros; dan una vuelta por la ciudad mientras se abre el estanco, y apenas éste despliega sus fauces, entran y beben. Un vaso tras otro, de pie, o apenas sentados en bancos miserables, beben el aguardiente, se embriagan, se embrutecen, pierden el sentido, se vuelven hoscos, agresivos, pendencieros, sacan las cuchillas y hieren. Hieren al compañero, al camarada, al amigo, a quien se les enfrente, a cualquiera. El aguardiente, el guaro de caña –el más hostil de los licores, en que un verdadero demonio se esconde, sediento de lucha y de sangre–, ofusca con sus vapores su rudo entendimiento y les impele a la riña y al crimen.

En breves horas, todo el trabajo de la semana es disipado. Si la mujer, con mimos o a escondidas, logró sustraer algunos reales; ya habrá siquiera para comenzar la semana. Si no, ella y las pobres muchachas corretearán el lunes, angustiadas, para encontrar el qué-comer, la medicina para el herido y los honorarios para el abogado, inflexible en la exigencia de los anticipos que han de cubrir los primeros gastos.

En breves horas, todo el bregar, todo el afán, todo el sudor de la semana, pasan, convertidos en dinero maldito, a la gaveta de la cantina. Con el mismo tesón e ímpetu con que trabajan la semana, así tragan veneno, un vaso tras otro, hasta que las piernas flaquean, la voz enronquece, las palabras se confunden y huyen, la mente se nubla, el corazón se encrespa, y la fiera surge de las profundidades del hombre, presta a desgarrar y a devorar.

Beben, beben más, siempre más. Primero son copas sencillas, espaciadas con risas y charlas; después son copas dobles; alternadas con abrazos y cantos, o promesas y lágrimas; después es la sed, la sed de licor, que no se apaga sino que se enciende cuanto más se bebe. Y entonces todo huye, todo se desvanece: la memoria, la atención, el juicio, el sentimiento del yo, el discernimiento del bien y del mal: es la locura, última forma de la embriaguez, que franquea el paso del hombre a la bestia, de la bestia a la fiera.

Y entonces, viene la sangre.