Rodrigo Pérez
En el fondo- dijo Gregorovius- París es una enorme metáfora.
A principios de los 70, con 20 años a cuestas, leí a Cortázar. Él tenía 57 y ya estaba en París. Empecé a soñar con viajar un día a París —París Maga, París Vallejo, París metáfora existencial, París cronopio—, con el propósito de visitar los lugares que el escritor me hizo soñar. Adquirí la costumbre de leerlo acompañado de un mapa de la ciudad. Soñando con el viaje, buscaba en el mapa cada calle o plaza que encontraba en sus novelas y relatos.
En 1980 viajé de Alemania (donde estudié más de dos años) a París con un carné de estudiante, el pasaje mas barato en vagón de segunda. Dos noches y tres días. No olvido esa época, a pesar de que en el 92 regresé; la primera impresión no se borra. Llegar a los Campos Elíseos, al Arco del Triunfo, luego al palacio de Charlot y a la Torre Eiffel, abordar un barco panorámico y navegar el Seine hasta encontrarme con la Maga en el Pont des Arts, ( ironía, ninguno del grupo entendió de quién hablaba). Me separé del grupo para llamar a un amigo vietnamita (nos conocimos en Alemania en la escuela de Soldadura de Mannheim; exilado, vivía en París) y conocer el barrio latino.
Muchos creen conocer París pero no hay que creerles, las caminatas por la ciudad en busca del cielo y el infierno tienen su contracara; hay rincones, calles que uno podría explorar el día entero y no llegar a conocerla. Es una ciudad fascinante; un corazón que late todo el tiempo; un lugar que no se conoce en una vida; es otra cosa. Yo digo que París es una mujer; y es un poco la Maga... que todos buscamos.
Lo esperé en el Pont des Arts, que lleva al Louvre. En ese momento me vinieron a la mente algunas palabras del comienzo de Rayuela: “la luz de ceniza y olivo”, la “pinaza color borravino” (la primera vez que las leí tuve que auxiliarme del diccionario para hacerme una idea del color borravino), la silueta de la Maga deambulante o detenida, finalmente ausente.
El Pont des Arts, el puente de la Maga, un acogedor pasaje de madera sobre el río Sena, donde Oliveira llegó a cumplir, tarde, una cita que no acordada, fue el sitio elegido para encontrarme con el amigo.
Mientras esperaba, escuchaba a un grupo boliviano de quenas, zampoñas y tambores, interpretando “El Cóndor pasa”. Parejas enamoradas y solitarios pensativos contemplaban el cuadro. Me recosté de lado en el pretil de hierro, a mirar el río y la vida del puente, a dejar pasar, inconsciente y abierto, una ruidosa multitud de sensaciones que sólo entendería con el tiempo: las pinazas de diversos colores, las Lucías y Horacios, Colettes y Bernards, Gekrepten y Oliveira, los amigos del Club de la Serpiente ignorándose, huyéndose o buscándose.
Apoyado en el pretil del puente, recordé una vieja conclusión: El desflorado, muerto y espantoso pasado, ¿habrá de restaurarnos con su sobrio aletazo? Los instantes cargados de vida sólo pueden ser comprendidos con el tiempo. El instante pertenece a los sentidos.
Recuerdo el instante. Cerré los ojos, aspiré el olor de París, al abrirlos vi al otro lado del puente, en la misma baranda, a la Maga volando en el cielo y a Cortázar en algún café de ese París enigmático.
Cortázar murió en el 84, en el 92 volví a París; estuve en dos cementerios, Père Lachaise, donde visité la tumba de Miguel Ángel Asturias, el camposanto más famoso del mundo, donde reposan escritores, artistas, pintores, cantantes y bohemios famosos. Caminar por ese cementerio es dar un tour cultural de nuestra civilización; y Montparnasse, de la alta burguesía parisina, que tiene algo del Camposanto General de Ciudad de Guatemala, tranquilo, vegetal y de piedra, una sosegada isla de silencio en la ciudad. Allí sí se descansa.
La tumba de Cortázar es difícil de encontrar a pesar del mapa que ofrece la oficina a la entrada del cementerio. Hay que tener cuidado al leer las señales, lo que aparece como avenidas son más bien calles, y las calles, senderos estrechos. Una loza de mármol tenía escrito el nombre que buscaba:
Julio Cortázar (1914—1984)
Solo ante Cortázar traté de aceptar la realidad. Había sido un privilegio pasar por aquella experiencia; respiré varias veces, lenta y profundamente. Me senté con cuidado sobre su tumba y medité que es inútil encontrarle explicaciones a las cosas que ocurren, la vida se extingue a cada instante y había que vivirla y aceptarla a manos llenas, con la remota esperanza de entenderle sus sentidos más profundos algún día. Hoy lo cumplo.