Rafael Lara Martínez
Junto al río salobre, pensamos en el sistema de las artes. Observamos cuadros en galerías lustrosas. Escuchamos música de cadencia libre. En alta voz leemos poemas rimados. Nos deleitamos con gestos acompasados de cuerpos en danzantes. Mientras, transcurren “crepúsculos desiertos”.
Imaginamos la razón de su congruencia. Sólo en ese espacio surgen verdades trascendentes e imperecederas. En remedo de lejanas “cisternas” en su “espejo de agua se repiten unas pocas imágenes eternas”.
El cubano José Lezama Lima lo palpa como esfera “gnóstica”. Desde su centro lo viviente se irradia hacia la distancia “inorgánica” hasta hacerse “creador”. “El imposible [la muerte] al actuar sobre lo posible [la vida], crea un posible [el arte] actuando en la infinitud [la página o lienzo en blanco]”.
En el sistema entrevemos una devoción regida por la religión del arte. Las obras que conforman el espacio se arreglan en jerarquía ascendente según su semejanza a un modelo prescrito. “Es una buena novela, un óleo exquisito”. Un juicio de gusto guía esa clasificación valorativa.
La propuesta de una trascendencia iría sin más, si no fuera que otra tradición más antigua se insinúa en términos confusos. Nos concentramos en la idea de una estética y en el régimen griego del arte (tekhne). Eso nos lo dictamina nubes sin musgo.
Estética significa aisthesis, el dominio de la percepción y de la sensación de lo viviente. Al interactuar con el entorno, todo organismo genera una estética necesaria a su auto-conservación.
De los múltiples elementos naturales pocos se recubren de una fuerte atracción. Su simpatía hace que lo vivo gravite alrededor de su llamado. En una especie inferior —la amiba— sólo el gusto y el tacto intervienen al explorar su ambiente. Pero en el colibrí que revolotea, turba el sueño de la piedra, el color de la flora es tan esencial como el sabor del néctar.
El sentido de gusto funda una perspectiva o ángulo de mira. Bajo su designio lo viviente acciona con el mundo. Si bien no se articula en lenguaje —no erige una política, dice Aristóteles— la estética no establece fronteras entre arte y no-arte.
El sentido de gusto —el placer que nos conmueve al apreciar un objeto— no distingue más que un regocijo. La excelsa satisfacción que provoca el encontrar el estímulo del encanto. Un óleo, el diseño de la nueva Mac G5, un platillo suculento, una puesta de sol, suscitan un mismo sentimiento de júbilo. No se separan actitudes de goce distintas según el objeto en el que nos regodeamos.
Existe un solo sentido de gusto —personal o social— indistintamente del objeto que nos deleita. En lugar de buscar cualidades objetivas, la estética reflexiona sobre las actitudes subjetivas de valor —individuales y culturales— que los grupos le atribuyen a los objetos de su agrado.
Si no hay un sentido estético particular al arte, tampoco es posible delimitar un conjunto cerrado de creaciones bajo la égida exclusiva del arte. La idea de un sistema cerrado —el de las bellas artes— la creencia en su carácter trascendente, es una herencia tardía del romanticismo. En plena posmodernidad, nuestras instituciones culturales no rebasan la devoción por la religión del arte. El fervor data de finales del siglo XVIII.
A este sistema limitado, eurocéntrico, se contrapone el concepto griego del arte. Esta noción se denomina tekhne. La antigua matriz identifica no un conjunto cerrado de creaciones, sino un sinnúmero de técnicas humanas de pro-ducir (poiesis). La tekhne es “una estructura [abierta] en la que se realiza (poiesis) la dimensión histórica de la humanidad”. En términos aristotélicos tan artística es la pintura como la jardinería, la cocina, la artesanía y la producción en general, al igual que las artes de otras civilizaciones: ceremonia del té, artes marciales, tauromaquia, publicidad, diseño técnico, etc.
En la estética, el sistema cerrado y sin utilidad de las “bellas artes” da paso al del arte como tekhne o pro-ducción humana en general con un propósito y utilidad políticas. La estética desborda la teoría del arte. La descentra hacia cualquier objeto que un individuo o grupo juzga dotado de sumo deleite y lo carga de una fuerte satisfacción. La estética funciona como límite del arte.
En la actualidad, no se trata de discernir si por arte entendemos ars o tekhne. Interesa abrir el sistema totalitario del romanticismo hacia avenidas inexploradas. Interesa rescatar una matriz soterrada por una modernidad que se resiste a dialogar con la diferencia. Interesa anotar el sinsentido de sonidos griegos —aisthesis, poeisis, tekhne, demokratia— con significación tergiversada. Interesa recalcar que lo contrario de la verdad (a-letheia) no lo expresa ni lo falso ni la mentira. El antónimo de la verdad es el olvido (lethe). El claustro en el que nos encerramos para considerarnos románticamente modernos.
Junto al río salobre, pensamos en el sistema de las artes. Observamos cuadros en galerías lustrosas. Escuchamos música de cadencia libre. En alta voz leemos poemas rimados. Nos deleitamos con gestos acompasados de cuerpos en danzantes. Mientras, transcurren “crepúsculos desiertos”.
Imaginamos la razón de su congruencia. Sólo en ese espacio surgen verdades trascendentes e imperecederas. En remedo de lejanas “cisternas” en su “espejo de agua se repiten unas pocas imágenes eternas”.
El cubano José Lezama Lima lo palpa como esfera “gnóstica”. Desde su centro lo viviente se irradia hacia la distancia “inorgánica” hasta hacerse “creador”. “El imposible [la muerte] al actuar sobre lo posible [la vida], crea un posible [el arte] actuando en la infinitud [la página o lienzo en blanco]”.
En el sistema entrevemos una devoción regida por la religión del arte. Las obras que conforman el espacio se arreglan en jerarquía ascendente según su semejanza a un modelo prescrito. “Es una buena novela, un óleo exquisito”. Un juicio de gusto guía esa clasificación valorativa.
La propuesta de una trascendencia iría sin más, si no fuera que otra tradición más antigua se insinúa en términos confusos. Nos concentramos en la idea de una estética y en el régimen griego del arte (tekhne). Eso nos lo dictamina nubes sin musgo.
Estética significa aisthesis, el dominio de la percepción y de la sensación de lo viviente. Al interactuar con el entorno, todo organismo genera una estética necesaria a su auto-conservación.
De los múltiples elementos naturales pocos se recubren de una fuerte atracción. Su simpatía hace que lo vivo gravite alrededor de su llamado. En una especie inferior —la amiba— sólo el gusto y el tacto intervienen al explorar su ambiente. Pero en el colibrí que revolotea, turba el sueño de la piedra, el color de la flora es tan esencial como el sabor del néctar.
El sentido de gusto funda una perspectiva o ángulo de mira. Bajo su designio lo viviente acciona con el mundo. Si bien no se articula en lenguaje —no erige una política, dice Aristóteles— la estética no establece fronteras entre arte y no-arte.
El sentido de gusto —el placer que nos conmueve al apreciar un objeto— no distingue más que un regocijo. La excelsa satisfacción que provoca el encontrar el estímulo del encanto. Un óleo, el diseño de la nueva Mac G5, un platillo suculento, una puesta de sol, suscitan un mismo sentimiento de júbilo. No se separan actitudes de goce distintas según el objeto en el que nos regodeamos.
Existe un solo sentido de gusto —personal o social— indistintamente del objeto que nos deleita. En lugar de buscar cualidades objetivas, la estética reflexiona sobre las actitudes subjetivas de valor —individuales y culturales— que los grupos le atribuyen a los objetos de su agrado.
Si no hay un sentido estético particular al arte, tampoco es posible delimitar un conjunto cerrado de creaciones bajo la égida exclusiva del arte. La idea de un sistema cerrado —el de las bellas artes— la creencia en su carácter trascendente, es una herencia tardía del romanticismo. En plena posmodernidad, nuestras instituciones culturales no rebasan la devoción por la religión del arte. El fervor data de finales del siglo XVIII.
A este sistema limitado, eurocéntrico, se contrapone el concepto griego del arte. Esta noción se denomina tekhne. La antigua matriz identifica no un conjunto cerrado de creaciones, sino un sinnúmero de técnicas humanas de pro-ducir (poiesis). La tekhne es “una estructura [abierta] en la que se realiza (poiesis) la dimensión histórica de la humanidad”. En términos aristotélicos tan artística es la pintura como la jardinería, la cocina, la artesanía y la producción en general, al igual que las artes de otras civilizaciones: ceremonia del té, artes marciales, tauromaquia, publicidad, diseño técnico, etc.
En la estética, el sistema cerrado y sin utilidad de las “bellas artes” da paso al del arte como tekhne o pro-ducción humana en general con un propósito y utilidad políticas. La estética desborda la teoría del arte. La descentra hacia cualquier objeto que un individuo o grupo juzga dotado de sumo deleite y lo carga de una fuerte satisfacción. La estética funciona como límite del arte.
En la actualidad, no se trata de discernir si por arte entendemos ars o tekhne. Interesa abrir el sistema totalitario del romanticismo hacia avenidas inexploradas. Interesa rescatar una matriz soterrada por una modernidad que se resiste a dialogar con la diferencia. Interesa anotar el sinsentido de sonidos griegos —aisthesis, poeisis, tekhne, demokratia— con significación tergiversada. Interesa recalcar que lo contrario de la verdad (a-letheia) no lo expresa ni lo falso ni la mentira. El antónimo de la verdad es el olvido (lethe). El claustro en el que nos encerramos para considerarnos románticamente modernos.