Introducción al vacío
Carla López Méndez
HON
Una ley alquímica muy antigua sostiene que la materia teme al vacío. La materia huye se contrae, reniega de la creación ante la presencia del vacío. El vacío, esa nada que es complemento del todo. Otra ley igualmente antigua y de indudable solera alquímica quiere que a la poesía le pase lo contrario que a la materia. La poesía se ve atraída por el vacío, por el vértigo irresistible que nos ofrecen las cosas leves. Y a veces se contagia de ellas. La voz del verso entonces se complace en susurrar sus cadencias internas. De ese contagio y de esa atracción nos habla Carla López Méndez en esta selección de diez poetas salvadoreños. RER
¿Cómo hacer una introducción a esta poesía que parece flotar?
La poesía de pronto se convierte, se vuelve el disfraz ideal (la substancia) del escritor, quien deja caer prenda por prenda hasta dejar por fin desnuda la idea. Aquí el autor se detiene y la poesía se concentra en el poema, se vuelve el personaje que nos habla con su lenguaje propio: la palabra.
Diez poetas salvadoreños con estilos particulares y algunas temáticas en común nos muestran la levedad que habita en cada uno. La sencillez con la que el poema se vuelve tan ligero aún llevando sobre sí significados profundos y con fuerza como son el paisaje interior de la infancia, el discurso del pasado real o imaginado, la ciudad en mutación constante, los lugares vistos casi gastados de tan vistos y sin embargo nuevos al poeta, el tema de la muerte con voz de soledad, etc.
La levedad comienza con una poesía lejana, casi intocable, que persigue lo abstracto dond el tiempo parece detenerse: Cada vez que el nimbo te besa –inicia Nathaly Castillo Menjivar- para continuar con la caída sutil huyendo de la descripción concreta.
Opuesto a este juego de lo efímero, Paola Lorenzana en “Cueva alegre y trono/letrina/rupestre” comienza llenándonos de objetos que reconocemos al momento, que podemos detallar en nuestra mente al ser nombrados: Carretera de vaquitas / caballos sin cola / y conejitos sin orejas, lo cuenta con una musicalidad agradable, alegre, casi infantil: el trono/letrina de cucarachas que saludan y no dan miedo.
Tania Pleitez Vela amarra también con aparente simpleza el significado exacto y puro de la poesía, en una brevedad por demás sorprendente; como una flecha certera dice: tengo todo, hasta el vacío.
Pero dentro del vacío también flota la sombra. Cómo no notar ese lenguaje agresivamente sonoro en “La desmemoria” de Eleazar Rivera: las montañas rugen // El viento golpea en un pasado sin rostro.
Mario Zetino confunde las palabras con relámpagos negros / que germinan y escapan y no dicen y queman que surgen como huracanes de los dedos.
Herbert Cea muestra la imagen de la sangre ya no como parte vital de nuestro cuerpo sino como un fluir doloroso del alma: si es mi sangre / un viento seco y pardo / un grito, / un final, poema que exige un Dios presenciando el dolor: quemaré mis manos, señor, / para que de esta sombra no nazca otra sombra. Nos lleva aún más allá de la visión.
Unido a este grito, lamento poético, se encuentra Ana Escoto: Los amuletos ya no retiene la suerte (…) y hoy ruedan gritando las cabezas, de nuevo la desesperanza pues encontrarnos ya no es cosa de este mundo donde la muerte alcanza a sentarse en el poema.
Dejando a un lado ese tono oscuro un tanto pesimista, sin embargo descrito en un lenguaje sin obstáculos ni rupturas semánticas, está la otra arte también real, también imaginada: La ciudad. Atreverte a hablar como Paola de esta Venezuela (América Latina) en un rostro estirado con tristeza anoréxica y globalizada es retar a la modernidad y al supuesto progreso.
Este lenguaje citadino presente también en los versos de Susana Reyes: desde la ventana / la ciudad ha entrado a esta habitación, se impone a escala de grises. Reyes nos atrae con la cotidianidad de su fotografía poética-urbana: un perro negro cruza la calle / La ciudad y sus sonidos / se cuelan bajo mi pecho, en su poema esconde un lugar trágico entre palabras conicidad e identificables.
Partícipe de estos movimientos donde la profundidad toma dimensiones arriesgadas, se encuentran las palabras de Krisma Mancía; su texto comienza con una amargura más allá de la tristeza: Muero, pero sólo a veces, / cuando mis pies tocan la tierra del sur (…) en un espacio vaporoso donde la luz no calienta los rostros. Poco a poco nos conduce a lo fantástico, al circo de las calles llenas de perros con sombrillas y abrigos de domingo, agarrados de la mano de sus amos / como una ilusión óptica de un amor bestial (…) atrapando todo lo verde del jardín hasta que de repente todo se sumerge.
Retornando al poeta Eleazar que en Argonauta mimetiza su mundo con el agua, utiliza u coherente mar semántico (puesto que deja de ser campo para volverse acuático) crea una ciudad y escribe: Son diez mil las sirenas de mi cuarto, fantasía que termina como la realidad, a la expectativa de lo peor, ser devorado por el propio mundo Víspera de mi infierno.
Antes de dejarse guiar por esta metáfora caníbal, donde el derredor nos consume y viceversa aparece Carlos Clará con su Quinta revelación del no retorno que hace del sitio habitado un territorio encendido con personajes como la tarde, Charly Parker y Alejandra, quien más bien es una pequeña Alicia enamorada, la historia con jazz de fondo, ciudad donde se es extranjera en las noches donde eras viajera / y tu cama se partía en dos como las sagradas escrituras huyendo con la mujer venida del mar.
La ciudad con sus ciclos cerrados, el retorno lo que llamamos origen, casa, me hacen recordar a Paola Lorenzana: Tengo viaje y avión / con sensación de un país cercano / de un regresar a casa / y no saber cómo regresar.
En este recorrido interno por los versos de cada uno de estos poetas del vacío, le deseo, lector, un buen viaje.
Publicado originalmente en la revista "La línea del cosmonauta"
y reproducido aquí gracias a la autorización de su autora.
http://www.lalineadelcosmonauta.blogspot.com/