.
RELATO
Georges Bataille
FRA, 1897-1962
De “Historia del ojo”
Bataille, el sacerdote de la necrofilia: El francés George Bataille nació en 1897 y murió en 1962, lo que significa que su vida se vería marcada por las dos guerras mundiales, en las que Francia (junto con Inglaterra e Italia) sacaría un trágico y dolorosísimo saldo, y de la que emergería con un cúmulo de experiencia vital que encontraría cauce de expresión entre sus artistas y filósofos —Bataille, un poco menos que Camus y que Sartre, sería uno cuyo trabajo estaría a medio camino entre esas dos disciplinas. Hijo intelectual del Marqués de Sade y de Nietsche (sobre quien escribió un brillante ensayo), Bataille vivió fascinado con el sacrificio humano y con el factor místico-sexual derivado de esa práctica. Su novela, Historia del ojo es una metáfora escatológica sobre la condición humana; en ella, la transgresión y la redención se combinan para mostrarnos nuestra extraña e inevitable relación con la muerte.
Los ojos abiertos de la muerta
…Amé a Marcela sin llorar por ella. Si murió, murió por mi culpa. A pesar de que he tenido pesadillas y a pesar de que he llegado a encerrarme durante horas en una cueva, precisamente porque pienso en Marcela, estaría siempre dispuesto a recomenzar, por ejemplo, a sumergirla boca abajo en la taza de un excusado, mojándole los cabellos. Pero ha muerto y me veo reducido a ciertos hechos catastróficos que me acercan a ella en el momento en que menos lo espero. Si no fuera por eso, me sería imposible percibir la más mínima relación entre la muerte y yo, lo que me produce durante la mayor parte de mis días un aburrimiento inevitable.
Me limitaré a consignar aquí que Marcela se colgó después de un accidente fatal. Reconoció el gran armario normando y le castañearon los dientes: de inmediato comprendió al mirarme que el hombre a quien llamaba el Cardenal era yo, y como se puso a dar alaridos, no hubo otra manera de acallarlos que salir del cuarto.
Cuando Simona y yo regresamos, se había ahorcado en el armario…
Corté la cuerda, pero ella estaba muerta. La instalamos sobre la alfombra, Simona vio que tenía una erección y empezó a masturbarme. Me extendí también sobre la alfombra, pero era imposible no hacerlo. Simona era aún virgen y le hice el amor por vez primera, cerca del cadáver. Nos hizo mucho mal, pero estábamos contentos, justo porque nos hacía daño. Simona se levantó y miró al cadáver. Marcela se había vuelto totalmente una extraña, y en ese momento Simona también. Ya no amaba a ninguna de las dos, ni a Simona ni a Marcela, y si me hubieran dicho que era yo el que acababa de morir, no me hubiera extrañado, tan lejanos me parecían esos acontecimientos. Miré a Simona y recuerdo que lo único que me causó placer fue que empezara a hacer porquerías; el cadáver la irritaba terriblemente, como si le fuese insoportable constatar que ese ser parecido a ella ya no la sintiese; la irritaban sobre todo los ojos. Era extraordinario que no se cerrasen cuando Simona inundaba su rostro. Los tres estábamos perfectamente tranquilos y eso era lo más desesperante. Todo lo que significaba aburrimiento se liga para mí a esa ocasión, y sobre todo a ese obstáculo tan ridículo que es la muerte. Y sin embargo, eso no impide que piense en ella sin rebelarme y hasta con un sentimiento de complicidad. En el fondo, la ausencia de exaltación lo volvía todo mucho más absurdo y así, Marcela, muerta, estaba más cerca de mí que viva, en la medida en que, imagino, lo absurdo tiene todos los derechos.
Que Simona se haya atrevido a orinar sobre el cadáver por aburrimiento o, en rigor, por irritación, prueba hasta qué punto nos era imposible comprender lo que pasaba, aunque en realidad tampoco ahora es más comprensible que entonces. Simona era incapaz de concebir la muerte cotidiana, que se mira por costumbre; estaba angustiada y furiosa, pero no le tenía ningún respeto. Marcela nos pertenecía de tal modo en nuestro aislamiento que no podíamos ver en ella una muerta como las demás. Nada de aquello podía reducirse al rasero común, y los impulsos contradictorios que nos gobernaban aquel día se neutralizaron cegándonos y, por decirlo de algún modo, nos colocaron muy lejos de lo tangible, en un mundo donde los gestos no tienen ya ningún peso, como voces en un espacio que careciese totalmente de sonido.
Georges Bataille
FRA, 1897-1962
De “Historia del ojo”
Bataille, el sacerdote de la necrofilia: El francés George Bataille nació en 1897 y murió en 1962, lo que significa que su vida se vería marcada por las dos guerras mundiales, en las que Francia (junto con Inglaterra e Italia) sacaría un trágico y dolorosísimo saldo, y de la que emergería con un cúmulo de experiencia vital que encontraría cauce de expresión entre sus artistas y filósofos —Bataille, un poco menos que Camus y que Sartre, sería uno cuyo trabajo estaría a medio camino entre esas dos disciplinas. Hijo intelectual del Marqués de Sade y de Nietsche (sobre quien escribió un brillante ensayo), Bataille vivió fascinado con el sacrificio humano y con el factor místico-sexual derivado de esa práctica. Su novela, Historia del ojo es una metáfora escatológica sobre la condición humana; en ella, la transgresión y la redención se combinan para mostrarnos nuestra extraña e inevitable relación con la muerte.
Los ojos abiertos de la muerta
…Amé a Marcela sin llorar por ella. Si murió, murió por mi culpa. A pesar de que he tenido pesadillas y a pesar de que he llegado a encerrarme durante horas en una cueva, precisamente porque pienso en Marcela, estaría siempre dispuesto a recomenzar, por ejemplo, a sumergirla boca abajo en la taza de un excusado, mojándole los cabellos. Pero ha muerto y me veo reducido a ciertos hechos catastróficos que me acercan a ella en el momento en que menos lo espero. Si no fuera por eso, me sería imposible percibir la más mínima relación entre la muerte y yo, lo que me produce durante la mayor parte de mis días un aburrimiento inevitable.
Me limitaré a consignar aquí que Marcela se colgó después de un accidente fatal. Reconoció el gran armario normando y le castañearon los dientes: de inmediato comprendió al mirarme que el hombre a quien llamaba el Cardenal era yo, y como se puso a dar alaridos, no hubo otra manera de acallarlos que salir del cuarto.
Cuando Simona y yo regresamos, se había ahorcado en el armario…
Corté la cuerda, pero ella estaba muerta. La instalamos sobre la alfombra, Simona vio que tenía una erección y empezó a masturbarme. Me extendí también sobre la alfombra, pero era imposible no hacerlo. Simona era aún virgen y le hice el amor por vez primera, cerca del cadáver. Nos hizo mucho mal, pero estábamos contentos, justo porque nos hacía daño. Simona se levantó y miró al cadáver. Marcela se había vuelto totalmente una extraña, y en ese momento Simona también. Ya no amaba a ninguna de las dos, ni a Simona ni a Marcela, y si me hubieran dicho que era yo el que acababa de morir, no me hubiera extrañado, tan lejanos me parecían esos acontecimientos. Miré a Simona y recuerdo que lo único que me causó placer fue que empezara a hacer porquerías; el cadáver la irritaba terriblemente, como si le fuese insoportable constatar que ese ser parecido a ella ya no la sintiese; la irritaban sobre todo los ojos. Era extraordinario que no se cerrasen cuando Simona inundaba su rostro. Los tres estábamos perfectamente tranquilos y eso era lo más desesperante. Todo lo que significaba aburrimiento se liga para mí a esa ocasión, y sobre todo a ese obstáculo tan ridículo que es la muerte. Y sin embargo, eso no impide que piense en ella sin rebelarme y hasta con un sentimiento de complicidad. En el fondo, la ausencia de exaltación lo volvía todo mucho más absurdo y así, Marcela, muerta, estaba más cerca de mí que viva, en la medida en que, imagino, lo absurdo tiene todos los derechos.
Que Simona se haya atrevido a orinar sobre el cadáver por aburrimiento o, en rigor, por irritación, prueba hasta qué punto nos era imposible comprender lo que pasaba, aunque en realidad tampoco ahora es más comprensible que entonces. Simona era incapaz de concebir la muerte cotidiana, que se mira por costumbre; estaba angustiada y furiosa, pero no le tenía ningún respeto. Marcela nos pertenecía de tal modo en nuestro aislamiento que no podíamos ver en ella una muerta como las demás. Nada de aquello podía reducirse al rasero común, y los impulsos contradictorios que nos gobernaban aquel día se neutralizaron cegándonos y, por decirlo de algún modo, nos colocaron muy lejos de lo tangible, en un mundo donde los gestos no tienen ya ningún peso, como voces en un espacio que careciese totalmente de sonido.