15 feb 2006

No. 9, Año 1.



San Salvador, 15 Febrero 2006.

En este número:

Editorial
Nicaragua
“…Quedan como recónditos lagos de dignidad, paisajes secretos de comunión y descubrimiento, la poesía y la amistad…”

1. Palabras de ultratumba

Rubén Darío
Oda a Roosevelt
“…Crees que la vida es incendio,
que el progreso es erupción;
en donde pones la bala
el porvenir pones…”

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y
Joaquín Pasos
Canto de guerra de las cosas
“…He aquí que la ausencia del hombre, fuga de carne, de miedo,
días, cosas, almas, fuego.
Todo se quedó en el tiempo. Todo se quemó allá lejos.”

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Rodrigo Peñalba
Dibujos y pinturas
Textos de Julio Valle
“…Todos estos empeños, concepciones, índoles y motivos perviven de veras en Peñalba, más exactamente, viven por vez primera, como no vivieron antes. Él es lo mejor del pasado, su rescate e invención, y fue el comienzo del futuro, es decir, de la pintura nicaragüense a partir de la década del cincuenta…”
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Carlos Martínez Rivas
La insurrección solitaria
“…Hacia allá partían como flechas tus miradas,
buscando... Y tal vez lo viste. Porque el ojo
de la mujer reconoce a su rey
aun cuando las naciones tiemblen y los cielos lluevan fuego…”


2. Pienso, luego existo

José Coronel Urtecho
Claribel Alegría
“…Inventaba palabras, era travieso en la conversación, travieso a la manera del Arcipreste de Hita, dueño de una ironía fina que se da mucho entre los nicas. Sus ojos se movían como queriendo perseguir las palabras que se le escapaban a borbotones…”


Sobre Armando Morales
Gabriel García-Márquez
“…Vi a la muy antigua y noble ciudad de Granada , la de Nicaragua, repartida a pedazos en cuadros numerosos, en calles sin rumbo, perros rupestres, un coche de caballos sin control con el auriga muerto en el pescante, y su lago temperamental con ínfulas oceánicas, su lago una vez y otra vez…”

Aprendizajes del joven Darío
Miguel Huezo Mixco
“La ciudad de San Salvador fue la primera escala del joven Rubén Darío en su interminable exilio por el mundo…”

Rara Avis
Maricela Kauffmann
“…Cada obra del artista es un testimonio concreto de su acción personal…”

Viajeros en el río
Janet N. Gold
“Esta es la historia de un río. De una finca en la ribera del río. De un poeta sentado en el barandal de su casa de madera pintada de verde y amarillo…”


La loca de finanzas y el crack de la piedra filosofal
Mario Roberto Morales
“…Contra todos los pronósticos, Isabel de los Ángeles Ruano, con su habitual atuendo de empobrecido caballero de los años cincuenta y su eterna gorra invernal, le responde al cineasta…”

Pura nostalgia III
Carmen González-Huguet
“…Tanto la décima avenida norte como las calles vecinas estaban pobladas por antiguas casas de lámina, en ese entonces todavía prestantes o sobrevivientes a su propia ruina con los restos de una dignidad trasnochada y perfectamente inútil…”

El hombre y su máscara
Mayra Barraza
“…Se mira al espejo, desliza carboncillo en mano sobre el papel, simula recorrer la tersa piel, los prominentes pómulos, las cuencas de los ojos…”


3. creaCción de arte

Novela (extracto)
Sergio Ramírez
Del libro Sombras nada más
“…Una mujer enlutada de pies a cabeza, del tamaño de una niña de doce años, que calzaba zapatos de varón, flojos de tan grandes, el rostro inclinado en sesgo como un pájaro que buscara semillas, se abrió paso…”
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Poesía por entregas (8/9)
René E. Rodas
El libro de la penumbra
“…Este yo plural y majestuoso que te habla tiene infinidad de miradas y de voces. Somos el rostro del instante…”


4. Retorno del hijo pródigo

Jacinta Escudos
Bluefields
“…Todo lo que podían ver mis ojos, hasta el horizonte, estaba devastado, negro. Parecía como si un gigante hubiera jugado con fósforos y quemado toda la selva…”


Miguel Huezo Mixco
Un muchacho en la colina de Tiscapa
“El 19 de julio de 1980, un grupo de salvadoreños, agarrados de los cinturones en medio de la multitud, nos encaminábamos a la plaza para escuchar los discursos de la jefatura sandinista en el primer aniversario de su victoria…”

Mayra Barraza
La boca del río: Apuntes de viaje
“…El Río Escondido tendría quizá 1 km de ancho (96 kms de largo entre Rama y Bluefields) y se fue ampliando a medida que nos acercábamos a Bluefields…”
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Alfonso Kijadurías
Una enseñanza inolvidable
Crónica por entregas (3/5)
“…Y hacia allí nos dirigimos, atraídos por su poderoso imán. Con una confianza de siglos, besó, en ambas mejillas, a Fabiola, luego de tenderme su mano, cuyo apretón fue mensajero de una calurosa corriente de complicidad…”


5. Hora salvadoreña: exposiciones, conferencias, presentaciones de teatro, música y danza, cine alternativo, actualizado permanentemente.
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6. Al infinito y más allá: Gracias a Colatino un especial sobre Lisandro Chávez Alfaro, escritor nicaragüense premio Casa de las Américas 1963; colección de arte precolombino de la carismática nicaragüense María Augusta Peñalba; joven artista salvadoreño José David Herrera despunta en una exposición colectiva en el Centro de Artes Visuales de México; y, la creación musical en Guatemala desde la época prehispánica en una de las más recientes publicaciones de la editorial FyG.

7. Color local: Una guirnalda de letras a la memoria de Schafik Handal por literatos salvadoreños, primeros resultados del Foro por la música académica, y territorio por explorar: el TLC y la producción artística.

8. De rumores y risas
¿Marca-país o país de marcas?

9. Convocatorias
Patas de perro
Teatro universitario para la NO violencia
"LA AUSENCIA"-Termina el relato-

10. Voces

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Nicaragua

Y ante cada rostro
afirmándose la desemejanza de otro rostro.
Y nombres propios.
Carlos Martínez Rivas,
"Pentecostés en el extranjero: La insurrección solitaria"


Ya casi nada importa. Pervivimos como simples bienes, sin más valores que los de uso y cambio que podamos aportar a las relaciones: si somos útiles, se nos usa, si podemos reportar algún beneficio inmediato, se nos aprovecha; de lo contrario, se nos cambia por otros. Nos estorbamos en la aglomeración ingobernable en que vivimos, eso que para trámite de identidad llamamos El Salvador: hasta las sentinas del infierno tienen nombre propio, y así se llama el infiernillo grasoso y polvoriento que nos ha tocado.

Hemos arribado a ese momento de descomposición del tejido social en que las mínimas normas de convivencia han dejado de significar. Cuando el ser humano no es capaz de respetar la vida y la dignidad del otro, algo fundamental se ha roto en la sociedad. El ser humano se vuelve un lobo para sus semejantes, y no espera ni siquiera reciprocidad ―eso se espera entre iguales―, si no la indefensión de quienes considera más débiles o incapaces de defenderse ante un agresor más numeroso o desconocido (a eso se llama impunidad criminal), o la venganza de los que sí cuentan con medios para hacerse justicia por su propia mano (a eso se llama la ley de la selva).

Nadie es importante, a no ser que tenga en sus manos el poder de decidir a favor o en contra nuestra. Nadie vale nada si no puede demostrar en el palenque del mercado que es el dueño de los mejores gallos: los más aguerridos, los más pintones, los mejor trampeados para ganar. Lo importante no es cómo se alcanza la versión tercermundista del sueño americano (dinero, sexo, vicios caros, amigos poderosos), sino aparecer allí sin tener que dar explicaciones. Lo importante es ser una mercancía que guste, esté de moda y pueda durar en el candelero de la especulación social.

Nadie está a salvo cuando su vida pende de la voluntad de un conductor de autobús poseído por los amargos demonios de toda una vida de resentimientos (y que, además, no sabe conducir), o de la voluntad de un asaltante drogadicto en estado de deprivación, o de gobernantes irresponsables que venden pedazos de país y de soberanía como si se tratara de un remate de carne a punto de descomponerse: hay que darse prisa en recoger ganancias antes de que todo se acabe.

Nadie va a creerle a nadie cuando las viejas promesas de la solidaridad humana: libertad, igualdad, fraternidad, justicia social, se convierten de un plumazo en las grandes y falsas palabras que hacen infelices a todos lo que se sacrifican por ellas.

Véndete, véndete bien, véndete varias veces, es el eslogan de una sociedad en que la abyección no es motivo de vergüenza si conduce al éxito financiero o político. Quien no tiene qué ofrecer, que se consiga a alguien que trabaje para él o ella, y financie en dólares o euros su molicie heredada y los cure de su alergia al trabajo. Fraude o prostitución, simonía (para mayor gloria de Dios) o estafa, un burro productor de remesas o un proveedor que los favorezca en el contrabando de ilícitos, cada quien escoge la combinación que mejor se le acomoda.

Ese es el valiente nuevo mundo de la post-guerra. En eso hemos convertido la región centroamericana de nuestra propia post-guerra. Vengan cooperantes y predicadores del mundo a inventar la paz con nosotros. Dense prisa, antes de que se vaya el último de los nativos.

Quedan como recónditos lagos de dignidad, paisajes secretos de comunión y descubrimiento, la poesía y la amistad. A la poesía la salva su origen sagrado, su natural incapacidad para convertirse en mercancía, su oposición vital a cuanto oprima y destruya al ser humano. A la amistad, el hecho de que la especie se defiende del suicidio colectivo que nos han impuesto con sus armas más antiguas y probadas: la decisión de darnos a otros cuya cercanía e intensidad hace nuestra vida más tolerable. Nadie elige a su familia, pero tampoco se acepta con facilidad un amigo a la fuerza. Y es que nos referimos a esos, a los verdaderos, no a los de conveniencia y complicidad, sino a los que nuestro corazón escoge a partir de las necesidades de su caprichosa sabiduría.

Es por eso que para muchos de nosotros resultó fácil amar a Nicaragua. Tierra de grandes poetas y pintores, goza, en la región, de una condición única: es el único país centroamericano, más allá de las nomenclaturas académicas o de la corrección política imperante, que tiene en verdad una tradición poética y escuela pictórica firmes y de ilustres abolengos.

El resto de países de Centro América tienen grandes escritores, movimientos más o menos perfilados de generaciones creadoras, pero no una tradición artística propia. Sí la tiene Nicaragua y hay que darle gracias por ello. Quizás no sea cierta la hiperbólica frase de un no menos hiperbólico ex-comandante sandinista, quien afirmaba que en Nicaragua la poesía es una plaga, pero no es aventurado afirmar que la poesía centroamericana del siglo XX alcanzó nuevos registros gracias a la obra y la labor de divulgación poética de Ernesto Cardenal, José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra. Y que la pintura nicaragüense alzó a inimaginables alturas de la mano del maestro Rodrigo Peñalba.

Es difícil no reconocer en Carlos Martínez Rivas a uno de los mejores poetas de la región o no dolerse de lo que pudo haber sido y no fue Alfonso Cortéz. Más difícil aún es no ver en Joaquín Pasos a ese ser prodigioso cuya poesía amamos y de quien hubiéramos querido ser amigos.

He aquí en esta edición de El ojo de Adrián, una pequeña muestra de la grande Nicaragua.

Rubén Darío

Oda a Roosevelt


¡Es con voz de la Biblia, o verso de Walt Whitman,
que habría que llegar hasta ti, Cazador!
Primitivo y moderno, sencillo y complicado,
con un algo de Washington y cuatro de Nemrod.
Eres los Estados Unidos,
eres el futuro invasor
de la América ingenua que tiene sangre indígena,
que aún reza a Jesucristo y aún habla en español.
Eres soberbio y fuerte ejemplar de tu raza;
eres culto, eres hábil; te opones a Tolstoy.
Y domando caballos, o asesinando tigres,
eres un Alejandro-Nabucodonosor.
(Eres un profesor de energía,
como dicen los locos de hoy.)
Crees que la vida es incendio,
que el progreso es erupción;
en donde pones la bala el porvenir pones.

bbbbbbbbbbbbbbbbbbbbbbbbbbb No.
Los Estados Unidos son potentes y grandes.
Cuando ellos se estremecen hay un hondo temblor
que pasa por las vértebras enormes de los Andes.
Si clamáis, se oye como el rugir del león.
Ya Hugo a Grant le dijo: «Las estrellas son vuestras».
(Apenas brilla, alzándose, el argentino sol
y la estrella chilena se levanta...) Sois ricos.
Juntáis al culto de Hércules el culto de Mammón;
y alumbrando el camino de la fácil conquista,
la Libertad levanta su antorcha en Nueva York.
Mas la América nuestra, que tenía poetas
desde los viejos tiempos de Netzahualcoyotl,
que ha guardado las huellas de los pies del gran Baco,
que el alfabeto pánico en un tiempo aprendió;
que consultó los astros, que conoció la Atlántida,
cuyo nombre nos llega resonando en Platón,
que desde los remotos momentos de su vida
vive de luz, de fuego, de perfume, de amor,
la América del gran Moctezuma, del Inca,
la América fragante de Cristóbal Colón,
la América católica, la América española,
la América en que dijo el noble Guatemoc:
«Yo no estoy en un lecho de rosas»; esa América
que tiembla de huracanes y que vive de Amor,
hombres de ojos sajones y alma bárbara, vive.
Y sueña. Y ama, y vibra; y es la hija del Sol.
Tened cuidado. ¡Vive la América española!
Hay mil cachorros sueltos del León Español.
Se necesitaría, Roosevelt, ser Dios mismo,
el Riflero terrible y el fuerte Cazador,
para poder tenernos en vuestras férreas garras.
Y, pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!

Joaquín Pasos

Canto de guerra de las cosas


[Frates]: ...Existimo enim quod non sunt condignae passiones hujus temporis ad futuram gloriam, quae revelabitur in nobis Nam exspectatio creaturae revelationem filiorum Dei exspectat. Vanitati enim creatura subjecta est non volens, sed propter eum qui subjecit eam in spe: quia el ipsa creatura liberabitur a servitute corruptionis in libertatem gloriae filiorum Dei... Scimus enim quod omnis creaturae ingemiscit, et parturit usque adhuc.
Paulus ad Rom.8, 18-23


Cuando lleguéis a viejos, respetaréis la piedra,
si es que llegáis a viejos,
si es que entonces quedó alguna piedra.
Vuestros hijos amarán al viejo cobre,
al hierro fiel.
Recibiréis a los antiguos metales en el seno de vuestras familias,
trataréis al noble plomo con la decencia que corresponde a su carácter dulce;
os reconciliaréis con el zinc dándole un suave nombre;
con el bronce considerándolo como hermano del oro,
porque el oro no fue a la guerra por vosotros,
el oro se quedó, por vosotros, haciendo el papel de niño mimado,
vestido de terciopelo, arropado, protegido por el resentido acero...
Cuando lleguéis a viejos, respetaréis el oro,
si es que llegáis a viejos,
si es que entonces quedó algún oro.
El agua es la única eternidad de la sangre.
Su fuerza, hecha sangre. Su inquietud, hecha sangre.
Su violento anhelo de viento y cielo,
hecho sangre.
Mañana dirán que la sangre se hizo polvo,
mañana estará seca la sangre.
Ni sudor, ni lágrimas, ni orina
podrán llenar el hueco del corazón vacío.
Mañana envidiarán la bomba hidráulica de un inodoro palpitante,
la constancia viva de un grifo,
el grueso líquido.
El río se encargará de los riñones destrozados
Y en medio del desierto los huesos en cruz pedirán en vano que regrese
el agua a los cuerpos de los hombres.

Dadme un motor más fuerte que un corazón de hombre.
Dadme un cerebro de máquina que pueda ser agujereado sin dolor.
Dadme por fuera un cuerpo de metal y por dentro otro cuerpo de metal
igual al del soldado de plomo que no muere,
que no te pide, Señor, la gracia de no ser humillado por tus obras,
como el soldado de carne blanducha, nuestro débil orgullo,
que por tu día ofrecerá la luz de sus ojos,
que por tu metal admitirá una bala en su pecho,
que por tu agua devolverá su sangre.
Y que quiere ser como un cuchillo, al que no puede herir otro cuchillo.

Esta cal de mi sangre incorporada a mi vida
será la cal de mi tumba incorporada a mi muerte,
porque aquí está el futuro envuelto en papel de estaño,
aquí está la ración humana en forma de pequeños ataúdes,
y la ametralladora sigue ardiendo de deseos
y a través de los siglos sigue fiel el amor del cuchillo a la carne.
Y luego, decid si no ha sido abundante la cosecha de balas,
si los campos no están sembrados de bayonetas,
si no han reventado a su tiempo las granadas...
Decid su hay algún pozo, un hueco, un escondrijo
que no sea fecundo nido de bombas robustas;
decid si este diluvio de fuego líquido
no es más hermoso y más terrible que el de Noé,
¡sin que haya un arca de acero que resista
ni un avión que regrese con la rama de olivo!

Vosotros, dominadores del cristal, he aquí vuestros vidrios fundidos.
Vuestras casas de porcelana, vuestros trenes de mica,
vuestras lágrimas envueltas en celofán, vuestros corazones de bakelita,
vuestros risibles y hediondos pies de hule,
todo se funde y corre al llamado de guerra de las cosas,
como se funde y se escapa con rencor el acero que ha sostenido la estatua.
Los marineros están un poco excitados. Algo les turba su viaje.
Se asoman a la borda y escudriñan el agua,
se asoman a la torre y escudriñan el aire.
Pero no hay nada.
No hay peces, ni olas, ni estrellas, ni pájaros.
Señor capitán: ¿a dónde vamos?
Lo sabremos más tarde.
Cuando hayamos llegado.
Los marineros quieren lanzar el ancla,
los marineros quieren saber qué pasa.
Pero no es nada. Están un poco excitados.
El agua de mar tiene un sabor más amargo,
el viento de mar es demasiado pesado.
Y no camina el barco. Se quedó quieto en medio del viaje
los marineros se preguntan, ¿qué pasa? con las manos,
han perdido el habla.
No pasa nada. Están un poco excitados.
Nunca volverá a pasar nada. Nunca lanzarán el ancla.

No había que buscarla en las cartas del naipe ni en los juegos de la cábala.
En todas las cartas estaba, hasta en las de amor y en las de navegar.
Todos los signos llevaban su signo.
Izaba su bandera sin color, fantasma de bandera para ser pintada
con colores de sangre fantasma,
Bandera que cuando flotaba el viento parecía que flotaba el viento.
Iba y venía, iba en el venir, venía en el yendo, como que si fuera viniendo.
Subía, y luego bajaba hasta en medio de la multitud y besaba a cada hombre.
Acariciaba cada cosa con sus dedos suaves de sobadora de marfil.
Cuando pasaba un tranvía, ella pasaba en el tranvía;
cuando pasaba una locomotora, ella iba sentada en la trompa.
Pasaba ante el vidrio de todas las vitrinas,
sobre el río de todos los puentes,
por el cielo de todas las ventanas.
Era la misma vida que flotaba ciega en las calles como una niebla borracha.
Estaba de pie junto a todas las paredes como un ejército de mendigos,
era un diluvio en el aire.
Era tenaz, y también dulce, como el tiempo.

Con la opaca voz de un destrozado amor sin remedio,
con el hueco de un corazón fugitivo,
con la sombra del cuerpo
con la sombra del alma, apenas sombra de vidrio,
con el espacio vacío de una mano sin dueño,
con los labios heridos
con los párpados sin sueño,
con el pedazo de pecho donde está sembrado el musgo del resentimiento
y el narciso,
con el hombro izquierdo
con el hombro que carga las flores y el vino,
con las uñas que aún están adentro
y no han salido,
con el porvenir sin premio con el pasado sin castigo,
con el aliento,
con el silbido,
con el último bocado del tiempo, con el último sorbo de líquido
con el último verso del último libro.
Y con lo que será ajeno. Y con lo que fue mío.

Somos la orquídea de acero,
Florecimos en la trinchera como el moho sobre el filo de la espada,
somos una vegetación de sangre,
somos flores de carne que chorrean sangre,
somos la muerte recién podada
que florecerá muertes y más muertes hasta hacer un inmenso jardín de muertes.

Como la enredadera púrpura de filosa raíz,
que corta el corazón y se siembra en la fangosa sangre
y sube y baja según su peligrosa marea.
Así hemos inundado el pecho de los vivos,
somos la selva que avanza.
Somos la tierra presente. Vegetal y podrida.
Pantano corrompido que burbujea mariposas y arco-iris.
Donde tu cáscara se levanta están nuestros huesos llorosos,
nuestro dolor brillante en carne viva,
oh santa y hedionda tierra nuestra,
humus humanos.

Desde mi gris sube mi ávida mirada,
mi ojo viejo y tardo, ya encanecido,
desde el fondo de un vértigo lamoso
sin negro y sin color completamente ciego.
Asciendo como topo hacia un aire
que huele mi vista,
el ojo de mi olfato, y el murciélago
todo hecho de sonido.
Aquí la piedra es piedra, pero ni el tacto sordo
puede imaginar si vamos o venimos,
pero venimos, sí, desde mi fondo espeso,
pero vamos, ya lo sentimos, en los dedos podridos
y en esta cruel mudez que quiere cantar.

Como un súbito amanecer que la sangre dibuja
irrumpe el violento deseo de sufrir,
y luego el llanto fluyendo como la uña de la carne
y el rabioso corazón ladrando en la puerta.
Y en la puerta un cubo que se palpa
y un camino verde bajo los pies hasta el pozo,
hasta más hondo aún, hasta el agua,
y en el agua una palabra samaritana
hasta más hondo aún, hasta el beso.
Del mar opaco que me empuja
llevo en mi sangre el hueco de su ola,
el hueco de su huida,
un precipicio de sal aposentada.
Si algo traigo para decir, dispensadme,
en el bello camino lo he olvidado.
Por un descuido me comí la espuma,
perdonadme, que vengo enamorado.
Detrás de ti quedan ahora cosas despreocupadas, dulces.
Pájaros muertos, árboles sin riego.
Una hiedra marchita. Un olor de recuerdo.
No hay nada exacto, no hay nada malo ni bueno,
y parece que la vida se ha marchado hacia el país del trueno.
Tú, que viste en el jarrón de flores el golpe de esta fuerza,
tú, la invitada al viento en fiestas,
tú, la dueña de una cotorra y un coche de ágiles ruedas, sobre la verja
tú que miraste a un caballo del tiovivo
quedar sobre la grama como esperando que lo montasen los niños de la escuela,
asiste ahora, con los ojos pálidos, a esta naturaleza muerta.

Los frutos no maduran en este aire dormido
sino lentamente, de tal suerte que parecen marchitos,
y hasta los insectos se equivocan en esta primavera sonámbula sin sentido.
La naturaleza tiene ausente a su marido.
No tienen ni fuerzas suficientes para morir las semillas del cultivo
y su muerte se oye como un hilito de sangre que sale de la boca del hombre herido.
Rosas solteronas, flores que parecen usadas en la fiesta del olvido,
débil olor de tumbas, de hierbas que mueren sobre mármoles inscritos.
Ni un solo grito. Ni siquiera la voz de un pájaro o de un niño
o el ruido de un bravo asesino con su cuchillo.
¡Qué dieras hoy por tener manchado de sangre el vestido!
¡Qué dieras por encontrar habitado algún nido!
¡Qué dieras porque sembraran en tu carne un hijo!

Por fin, Señor de los Ejércitos, he aquí el dolor supremo.
He aquí, sin lástimas, sin subterfugios, sin versos,
el dolor verdadero.
Por fin, Señor, he aquí frente a nosotros el dolor parado en seco.
No es un dolor por los heridos ni por los muertos,
ni por la sangre derramada ni por la tierra llena de lamentos
ni por las ciudades vacías de casas ni por los campos llenos de huérfanos.
Es el dolor entero.
No pueden haber lágrimas ni duelo
ni palabras ni recuerdos,
pues nada cabe ya dentro del pecho.
Todos los ruidos del mundo forman un gran silencio.
Todos los hombres del mundo forman un solo espectro.
En medio de este dolor, ¡soldado!, queda tu puesto
vacío o lleno.
Las vidas de los quedan están con huecos,
tienen vacíos completos,
como si se hubieran sacado bocados de carne de sus cuerpos.
Asómate a este boquete, a éste que tengo en el pecho,
para ver cielos e infiernos.
Mira mi cabeza hendida por millares de agujeros:
a través brilla un sol blanco, a través un astro negro.
Toca mi mano, esta mano que ayer sostuvo un acero:
¡puedes pasar en el aire, a través de ella, tus dedos!
He aquí que la ausencia del hombre, fuga de carne, de miedo,
días, cosas, almas, fuego.
Todo se quedó en el tiempo. Todo se quemó allá lejos.

Rodrigo Peñalba

Dibujos y pinturas

Esquina de Diriamba

Óleo sobre madera

22 x 29.5 cms

u

Nuevo retrato de Claudio

Óleo sobre madera

35 x 30 cms

u

Retrato de Rodrigo

Óleo sobre madera

37.5 x 28 cms

y

Cabeza de José Martí

Tinta

1963

u

Autorretrato

1963
y

Contemplando en perspectiva, se puede afirmar que Rodrigo Peñalba (1908-1979) nació para pintar, que fue producto de la pintura y que es el fundador de las presentes artes visuales de Nicaragua. Los datos biográficos dicen que en verdad fue hijo de un optometrista de profesión, que se ganaba la vida midiendo la captación del ojo o el alcance de la vista; pero cuya verdadera vocación era la de pintor, que sobre todo es el arte de ver. Las telas y biombos de don Pastor (1879-1959), como se llamaba su padre y se le trataba en el ambiente, producidos a lo largo de su existencia, aunque presa de las limitaciones provincianas, se plantean como imitación o copia fiel de las estampas bíblicas de los renacentistas, o versiones de los paisajes nativos, representaciones de los ímpetus de la naturaleza encarnados en los caballos, propios del romanticismo y, alguna vez, como alegoría, lo que revelaba el gusto y la sensibilidad afrancesada…

En Rodrigo Peñalba confluyen o culminan todos aquellos tanteos y aproximaciones locales en y a la plástica, desde los siglos coloniales hasta comienzos del siglo XX. Es nuestro último pintor provincial y tradicional y, a su vez, nuestro primer pintor cosmopolita, “mediterráneo” o nicaragüense, lo llama Pablo Antonio Cuadra, moderno y profesional, puesto que vivió y subsistió de la pintura. En él es reconocible esta trayectoria débil y fragmentada o discontinua y con él podemos arrancar la creación y la vigorosa tradición contemporánea.

Aquel academicismo opresivo, aquel mimetismo de colonizados, que sometía la creatividad, en Peñalba se convertiría en escuela, profesión, rigor y vínculo directo con las academias y escenarios metropolitanos. En él se contraponen, se debaten y sintetizan las concepciones clásicas y románticas y, por consiguiente, modernas, de que si el arte es imitación de la naturaleza, al mismo tiempo es creación de otra naturaleza: revelación del yo, y, por ende, expresión confesional, subjetiva, un sostenido autorretrato, libérrima (modernidad igual a diversidad, a versatilidad).

Al manera de aquellos anónimos pintores de los Virreinatos de la Nueva España, México, y del Perú y de la Capitanía General de Guatemala del siglo XVII, su temática es religiosa, incluso, al servicio de la iglesia católica y de su discurso ideológico; pero a diferencia de ellos, su pintura trasciende para ser el signo de una profunda vivencia espiritual y de un proceso de conversión muy particular, que lo hacen quizá uno de los pocos pintores auténticamente religiosos de América, en este siglo tan signado por el racionalismo, el laicismo y el materialismo.

En él también sobrevive y se realiza primordialmente el retratismo de los criollos del siglo XVIII y de los burgueses del siglo XIX que se propusieron fijar la fisonomía y el carácter de los españoles o “chapetones” fincados en la provincia y que documentaron la fisonomía mestiza…

Todos estos empeños, concepciones, índoles y motivos perviven de veras en Peñalba, más exactamente, viven por vez primera, como no vivieron antes. Él es lo mejor del pasado, su rescate e invención, y fue el comienzo del futuro, es decir, de la pintura nicaragüense a partir de la década del cincuenta. Si los retratistas del XVIII y XIX, si don Pastor y sus contemporáneos, como Juan Bautista Cuadra (1877-1952), ofrecen algún interés, es porque la luz de Peñalba se proyecta sobre ellos iluminándolos retrospectivamente. Si Peñalba importa es porque tiene obra y como maestro tuvo discípulos, es decir, porque alumbra el porvenir. Es puerto de llegada y punto de partida…


Del libro “Peñalba. Estudio, compilación y cronología” de Julio Valle-Castillo.

Carlos Martínez Rivas

La insurrección solitaria
t
t
Pentecostés en el extranjero

Antaño, en la época de las participaciones,
después del tiempo pascual con sus cincuenta días
bien contados y plenos en su liturgia triunfante
(tal cual se nos presenta hoy bien estudiada y mal vivida)
el domingo siguiente a la luna llena del equinoccio de primavera;
el suceso tenía lugar:

Sobre el fondo en pan de oro
la ronda felina de las llamas
desvaneciéndose renaciendo
y una nueva forma de persuasión
en boca de esas gentes.

Lo claro
y lo oscuro. El murado yo voluntarioso con ceño de diamante
y el indefinido murmullo que se resigna fondo,
se conciliaban.

Hoy, el Espíritu Santo ya no es pan común
sino que cada uno oye al del otro, extraño al suyo,
zurear a su lado. Y ante cada rostro
afirmándose la desemejanza de otro rostro.
Y nombres propios.

Tortuosa, sonsacona, la zagala.
Detractor el prójimo rechinando a tu vera.
Difícil cada vez más la poesía. Y ni siquiera
el día bueno: frío, nublado. Sin el menor rastro de fuego.

Pero seguimos esperando. Con fe
no exenta de cinismo esperamos
el día de mañana
para contradecir al de hoy.
A su golpe vacío.

Así
los dos compatriotas (E. C. y
C. M. R.) sentados junto a Teresa, con su respectivo
Cáliz y su manera peculiar de mirar a la mujer,
brindan en esa dulce reunión
a la áspera salud de ser diferentes.
Fiel cada cual a su distinta lengua roja
a su Pentecostés privado
a su fraude provisional.

Porque es verdad que hacemos fraude.
Porque creemos en el Espíritu Santo hacemos fraude.
Porque aún a costa del fraude y de los juegos
de vocablos, continuamos

para perpetuar la amenaza
inventar la necesidad
mantener el peligro en pie

mientras retornan
esos tiempos que el hombre ya ha conocido antes.

Pentecostés, 1950.
―Hotel de Bretagne, Rue Cassette.―
París.
y
y
y
Beso para la mujer de Lot


Y su mujer, habiendo vuelto la vista atrás, trocóse en columna de sal
Génesis, xix, 26


Dime tú algo más.

¿Quién fue ese amante que burló al bueno de Lot
y quedó sepultado bajo el arco
caído y la ceniza? ¿Qué
dardo te traspasó certero, cuando oíste
a los dos ángeles
recitando la preciosa nueva del perdón
para Lot y los suyos?

¿Enmudeciste pálida, suprimida; o fuiste
de aposento en aposento, fingiéndole
un rostro al regocijo de los justos y la prisa
de las sirvientas, sudorosas y limitadas?

Fue después que se hizo difícil fingir.

Cuando marchabas detrás de todos,
Remolona, tardía. Escuchando
a lo lejos el silbido del trueno, mientras
el aire del castigo
ya rozaba tu suelta caballera entrecana.

Y te volviste.

Extraño era, en la noche, esa parte
abierta del cielo chisporroteando.
Casi alegre el espanto. Cohetes sobre Sodoma.
Oro y carmesí cayendo
Sobre la quilla de la ciudad a pique.

Hacia allá partían como flechas tus miradas,
buscando... Y tal vez lo viste. Porque el ojo
de la mujer reconoce a su rey
aun cuando las naciones tiemblen y los cielos lluevan fuego.

Toda la noche, ante tu cabeza cerrada
de estatua, llovió azufre y fuego sobre Sodoma
y Gomorra. Al alba, con el sol, la humareda
subía de la tierra como el vaho de un horno.

Así colmaste la copa de la iniquidad.
Sobrepasando el castigo.
Usurpándolo a fuerza de desborde.

Era preciso hundirse, con el ídolo
estúpido y dorado, con los dátiles,
el decacordio
y el ramito de hojas de cilantro.

¡Para no renacer!
Para que todo duerma, reducido a perpetuo
montón de ceniza. Sin que surja
de allí ningún Fénix aventajado.


Si todo pasó así, Señora, y yo
he acertado contigo, eso no lo sabremos.

Pero una estatua de sal no es una Musa inoportuna.

Una esbelta reunión de minúsculas
entidades de sal corrosiva,
es cristaloides. Acetato. Aristas.
de expresión genuina. Y no la riente
colina aderezada por los ángeles.

La sospechosamente siempreverdeante Söar
con el blanco y senil Lot, y las dos chicas
núbiles, delicadas y puercas.

José Coronel Urtecho

Claribel Alegría

u

Antes de conocerlo personalmente, lo conocí en 1949 a través del padre Ángel Martínez, sacerdote español y gran poeta que vivió muchos años en Nicaragua. Amaba Nicaragua, decía que allí él había renacido y que se sentía nicaragüense.


El Pater, como lo llamaba Coronel y a quien le escribió bellas cartas, vivía entonces en El Salvador y era muy amigo de mis padres. –Tienes que leer a Coronel Urtecho -me decía-, no sólo es un gran poeta, sino también maestro de poetas. Me facilitó algunos poemas y pasajes de prosa suyos, y yo me quedé con ganas de seguirlo leyendo. Muy poco más leí de él, apenas algunos textos que me llegaban de vez en cuando en la prestigiosa revista El Pez y la Serpiente.


Por fin un día de febrero de 1979 lo conocí personalmente en San José de Costa Rica, en casa de Sergio Ramírez. Sergio y Tulita vivían en el exilio y recibían en su casa, con la generosidad que los caracteriza, a los nicaragüenses anti-somocistas. Daban esa noche una pequeña fiesta. Yo estaba de paso por San José y me invitaron. Sergio me presentó a Coronel. Inmediatamente sentí por él una gran simpatía. Nos sentamos en un sofá, un poco alejados del bullicio, y nos quedamos allí platicando durante dos horas o más.


Su rostro era de ardilla. Llevaba boina. Tenía una barbilla huidiza y ojos pequeños y brillantes que se movían con celeridad y lo abarcaban todo.


Yo sabía que él había sido diputado de Somoza García algún tiempo atrás, pero en ese entonces vivía retirado en su hacienda de Los Chiles, junto a la frontera de Costa Rica.


Llegaban a su casa los sandinistas y guardaban armas allí, lo que implicaba un gran peligro. Algunos de sus hijos eran guerrilleros, y José Coronel, un revolucionario convencido.


Cuando se dio cuenta del error de haberle servido a Somoza, cayó en una gran depresión, se sintió, según sus palabras “moralmente aplastado”, y pasó veinte años de silencio poético. La Revolución Sandinista lo despertó de su letargo, fue uno de sus más entusiastas colaboradores, y empezó, por suerte, a escribir poesía de nuevo.


Pese a su escasa obra, José Coronel es de los escritores que más ha influido en las letras nicaragüenses. Es clásico y vanguardista. Escribió sonetos impecables, se rebeló contra Darío, tuvo un generoso magisterio oral. Fue maestro socrático de poetas de gran talla: Ernesto Cardenal, Carlos Martínez Rivas, Ernesto Mejía Sánchez, se cuentan entre sus discípulos.


Era un conversador vehemente, amante y conocedor de la idiosincrasia americana. Esa noche en casa de Sergio, hizo sin proponérselo, gala de su erudición. Inventaba palabras, era travieso en la conversación, travieso a la manera del Arcipreste de Hita, dueño de una ironía fina que se da mucho entre los nicas. Sus ojos se movían como queriendo perseguir las palabras que se le escapaban a borbotones.


Me contó de su vida recoleta. –Acostumbro asomarme a la baranda que da al río –me dijo-, para ver si llega algún visitante. A veces llegan de carne y hueso, otras veces sólo fantasmas. Entre los fantasmas, llegaba a menudo Mark Twain, entre los de carne y hueso llegaron Julio Cortázar y Eduardo Galeano, con quienes trabó una buena amistad.


Se alborozó cuando supo que yo era madre de mellizas. -Eso es muy importante-, me dijo-, yo también soy padre de mellizos, es un hecho que nos unirá para siempre. No cualquiera tiene mellizos, sobre todo idénticos, los nuestros deben conocerse, y es más, deben sacarse una foto juntos, cosa que hicimos en la primera oportunidad.


Pese a ser padre de seis hijos, a veces le molestaban los niños. Recuerdo que esa noche, en casa de Sergio, dos o tres niños empezaron a jugar y a hacer bulla frente a nosotros. Él se quitó las gafas, se les quedó mirando muy serio y les dijo con su característico ceceo: “Compañeritos, guarden su distancia”. Los niños se asustaron, salieron corriendo y no volvieron más.


En septiembre de 1979 Bud y yo viajamos a Nicaragua con la intención de entrevistar a comandantes, guerrilleros, maestros y gentes del pueblo, para escribir un libro que después se publicó en México en la editorial ERA, con el nombre de Nicaragua, la Revolución Sandinista. Estuvimos seis meses recorriendo el país y veíamos a Coronel de vez en cuando. Viajamos dos veces más a Nicaragua y en el 82 decidimos instalarnos aquí.


Don José, cada vez que venía a Managua nos llamaba por teléfono, y Bud y yo lo recogíamos en casa de Ricardo, uno de sus gemelos. Pasábamos tardes enteras conversando. Sabía mucho de literatura francesa y norteamericana. Se regodeaba recitando de memoria a Baudelaire y a Rimbaud.


De joven vivió algunos años en San Francisco, donde se empapó de la cultura de nuestros vecinos del norte. Ernesto Cardenal y él tradujeron admirablemente a muchos de los poetas norteamericanos, y él tradujo con excelencia a Ezra Pound, poeta dificílísimo de traducir. Pound conocía el español y le escribió una carta en la que elogiaba su traducción.


Entre los poetas norteamericanos que él más quería, se encontraban Emily Dickinson, Walt Whitman, Robert Frost, Edgard Lee Masters, y entre los más jóvenes, William Carlos Williams, el médico-poeta.


Pienso que fue Coronel quien trajo a Nicaragua el coloquialismo que emplean en su poesía William Carlos Williams y otros, que tanto prendió en Nicaragua.


Con todo y la sonoridad y el ritmo de sus poemas, no tenía oído para la música. Me sorprendió saber que no le gustaba la música clásica, ni el jazz, ni los boleros ni nada. Lo mismo le pasa a Cardenal.


En una de sus visitas nos trajo de regalo Paneles de Infierno, un extraordinario poema en que relata la amarga historia de Nicaragua. Más tarde también nos obsequió el poema Conversación con Carlos, donde narra el único encuentro que tuvo con Carlos Fonseca Amador, el fundador del Frente Sandinista, en 1968.


-Todo lo que digo allí es verdad –nos dijo. -Antes de darme siquiera la mano, Carlos me señaló con el índice y me dijo: "Después de Somoza usted es el culpable de la desgracia del país”. –Como ustedes comprenderán, me sentí deslumbrado por el rayo.


Era de una gran valentía José Coronel. Se arrepintió, por supuesto, de algunas cosas que hizo, lo que nos pasa a todos, pero siempre las asumió y nunca se desdijo.


Como todos los poetas, tenía sus musas a las que dedicó bellos poemas, pero su musa predilecta, la que él amó durante toda una larga vida fue doña María.


Doña María lo acompañó en San Francisco del Río y después en Los Chiles. Mientras él se escondía en su biblioteca hurgando libros y escribiendo cartas, traducciones y poemas, ella hacía trabajos de carpintería, salía a cazar, iba al pueblo en lancha a traer provisiones, se ocupaba de los niños.


En su extraordinario poema Pequeña biografía de mi mujer, nos dice el poeta:

“... Porque, ya desde entonces, nadie como ella –una muchacha de pantalones- para entenderse y darse a respetar, negociar y tratar con los contadores y capitanes de las embarcaciones y los carretoneros y camaroneros o cargadores y con los negociantes y mercaderes de las tienduchas del mercado y aun con los mismos usureros.

Y era ya, sin embargo, una alemana pelirroja con un soberbio cuerpo de colegiala atleta, ganadora del premio de natación o de carrera
Parecida a la estatua de la muchacha griega que lanza el disco o la jabalina
Con su cara pecosa de leona o gata
Y una mirada verde de reflejos dorados
Cuyo mensaje no descifraron los barbilindos extasiados ante los cromos de las barberías
Más de una vez, algunos, deslumbrados por ella en la noche de un baile o la fiesta de un club, en Granada o Managua, difícilmente la reconocerían vestida de over all, en día de trabajo, reparando un motor en el taller de Pipo o dirigiendo la construcción del Vagamundo en la playa del lago
Sólo yo la miraba exactamente como era
No todo el mundo puede, en el momento dado reconocer a su mujer y casarse con ella.”

Pienso que su pequeña biografía es de los más bellos poemas de amor.


El día de sus ochenta años, un grupo de sus admiradoras, entre las que se encontraban Clarisa Paniagua, Antonina Vivas, Daisy Zamora y otras, le fuimos a dar una serenata a casa de su hijo Ricardo. Salió doña María y nos sirvió café y quesadillas, y José Coronel la tomó de la mano y le recitó algunos párrafos de su poema.


Ya en la madrugada llevamos a don José (doña María se quedó en casa), al mercado Huembes a desayunar. Gustaba de la buena mesa y conocía a fondo la cocina nicaragüense. Desayunamos nacatamales, gallopinto, plátanos, tortillas y también pidió, cuando se dio cuenta de que cerca estaban unas pupuseras salvadoreñas, pupusas de queso. Lástima –dijo-, que no tengan aquí lorocos, porque eso las hace más sabrosas.


Comimos como unos gargantúas y rociamos la comida con café y tequila. Hizo el elogio de la tortilla, y de regreso a su casa, nos obligó a entrar. Se quitó la boina, puso a un lado el bastón, le pidió a doña María su Elogio a la cocina nicaragüense y nos leyó:

“...Pero la primogénita del maíz es la tortilla. Su forma misma es un milagro de perfección funcional lograda por una raza de artistas plásticos que a menudo necesitaba desembarazarse de recipientes para comer en el campo o de camino. La tortilla es a la vez plato, comida y cuchara. Puede comerse sola y se comen en ella o con ella las otras comidas. Por eso es la comida de todos los días, no sólo para el indio, sino para el pueblo nicaragüense en general. El pan nunca logró desalojarla de sus territorios, antes bien la vio ocupar todas las mesas que a él le correspondían por derecho y sentarse a su lado junto a la cabecera, como un conquistador a su mujer indígena. Hasta la introducción de las panaderías comerciales modernas, el pan salido de los hornos nicaragüenses, tanto caseros como artesanos, fue inmejorable, casi tan bueno como el europeo, pero sin harina de trigo producida en el país en cantidad y calidad suficientes, su consumo dependió en buena parte, como el del vino y el aceite, de los azares del comercio y no arraigó tan hondo como la tortilla en los hábitos populares (.....)


Las golosinas de maíz -las rosquillas, las viejas, los bollos- eran más populares aún para el gusto mestizo por tener el sabor de la tierra y avenirse mejor, entre otros atractivos, con el chocolate o el pinolillo. En ese campo de la merienda, aunque poniendo más substancia, dominaba también la tortilla, no sólo en forma de gallitos -cuartos o mitades de tortilla con aliños de queso, frijoles o carnes-, sino transformada por un toque de fantasía indígena o mestiza en revueltas, rellenas y yoltasca. Es significativo que la yoltasca haya cambiado su nombre nahua y la tortilla cambiado el suyo por otro castellano, de modo que ni los indios nicaragüenses sepan ya el que le daban antes de la conquista. Eso se explica, en cierto modo, porque la tortilla se convirtió en el pan del pueblo, mientras que la yoltasca –tortilla menos simple, hecha con masa de maíz tierno- siguió siendo merienda ocasional...”.

Ya para ese entonces, don José sufría de un cáncer en la nariz, que le molestaba mucho, pero doña María se fue primero. Era una inveterada fumadora y murió de cáncer en los pulmones.


Don José se quedó inconsolable y casi no salía ya de Los Chiles. Lo acompañaba una abnegada muchacha que se encargaba de todos los quehaceres. Sus hijos y Luis Rocha lo iban a ver a menudo. Yo intenté ir una o dos veces, pero él se opuso. No quería que sus amigas lo vieran en ese estado. Me conformaba con hablarle por teléfono y jamás sentí que hubiese perdido su lucidez.


Murió un 19 de marzo (día de San José) y está enterrado en Los Chiles, junto a su doña María.


Sobre Armando Morales

Gabriel García-Márquez
u
Llegó a las cinco en punto. Eso, entre jóvenes, es una virtud rara. Pero en el curso de nuestras largas conversaciones en mi casa de México habría de descubrir que Armando Morales era dueño de otras virtudes sobrenaturales. Llevaba un traje de lino color de trigo y una corbata alegre, y todo él tenía un aire de artista despistado que no se conciliaba con su maletín de agente de comercio. Pocos días antes me había escrito una carta con una posdatita: "Vivamos mucho, no andemos muriéndonos tanto".

Tenía deseos de encontrarlo y saber cómo era, desde que vi por primera vez un cuadro suyo entre los Zurbaranes inciertos y los Andy Warhols de feria de una mansión de millonarios. Era una corrida de toros, cuyos protagonistas no parecían pintados en el lienzo sino talladas en plomo. Y sin embargo, el cuadro tenía el dramatismo de esplendor y de muerte de la fiesta brava.

"Caray", me dije. "Este hombre no le tiene miedo a nada".

En los años siguientes tuve ocasiones de sobra para confirmarlo, pues encontraba cuadros suyos donde menos lo pensaba, con esa recurrencia mágica con que uno vuelve a encontrar varias veces en un mismo día a una antigua novia que no había visto durante mucho tiempo. Vi mujeres fugitivas de los Evangelios, rocallosas y sin rostros, que se bañaban en templos inundados, selvas enrarecidas por el olvido, suertes de tauromaquia petrificadas por el terror.

Vi a la muy antigua y noble ciudad de Granada , la de Nicaragua, repartida a pedazos en cuadros numerosos, en calles sin rumbo, perros rupestres, un coche de caballos sin control con el auriga muerto en el pescante, y su lago temperamental con ínfulas oceánicas, su lago una vez y otra vez, su lago inevitable, como un fantasma agazapado a la vuelta de cada esquina: su lago siempre.

Pues Armando Morales es capaz de pintar cualquier cosa, cualquier instante, cualquier sentimiento, sin someterlo a la servidumbre de ninguna moda. Es realista de una realidad que sólo él conoce, y que lo mismo puede ser del siglo XVI que del siglo XXI: el tema determina el modo.

Ha viajado por todo el mundo, ha vivido y pintado con su inventiva sedienta en la manigua de Nueva York, en la metrópoli de la Amazonia, en Paris con amor, en Londres sin ti, pero a todo el mundo lo ha visto con sus ojos de granadino impenitente. Tiene un cuadro de San Giorgio Maggiore, en Venecia, con su campanario y su vaporcito de Vivaldi, pero sus sombras diagonales y sus aguas encrespadas siguen siendo las mismas. Así es: sus desafueros creativos; se delatan a sí mismos de inmediato por una misma seña de identidad: el vasto silencio de sus cuadros, alumbrados aún a pleno día por la luna llena de Granada.

Sólo después de conversar con él durante muchas horas, en nuestras dilatadas tardes México, entendí que Armando Morales no le tuviera miedo a nada. Más aún: me pregunté si hubiera sido pintor de no haber nacido y crecido en Nicaragua, y si sus cuadros hubieran sido posibles en una realidad distinta de la fantasmagórica de su patria de endriagos y guerreros, de aguaceros inmemoriales y despelotes de amor, donde la iguana y el armadillo son platos nacionales, y donde estuvieron casi al mismo tiempo un aventurero gringo que se coronó emperador, y don Rubén Darío , uno de los grandes poetas de este mundo.

Por fortuna seguía allí, dentro de sus propios cuadros, bajo el signo ineluctable de Capricornio. Su infancia es un modelo ejemplar del poder de la vocación, se formó solo, y lo puede probar ante los tribunales, pues aun conserva en sus archivos el primer dibujo que hizo a los tres años. Es un barco pintado con lápices de colores en el dorso de una tarjeta postal que su padre mandó de Alemania cuando se fue a comprarlo que sólo un nicaragüense de 1920 podía comprar en Alemania: una fábrica de ladrillos. Pues bien: en ese dibujo prehistórico se vislumbra ya el resplandor de esa luna errante que ha hecho de Armando Morales uno de los grandes pintores de este siglo moribundo.

Su recuerdo más antiguo es el trimotor anfibio que pasaba rugiendo como un tigre de papel sobre el gran Lago embravecido, a lo largo de los años en la Armada de los Estados Unidos ocupó el país. El cree que de ahí le viene su terror de volar, que tantos compartimos, y alguna vez trató de conjurarlo con una cura de burro: volando sobre la Amazonía le pidió al piloto que le hiciera las indicaciones básicas, y tomó el mando del avión.

Los gérmenes de su mundo lunar estaban inclusive dentro de la propia familia, Su abuelo paterno, el doctor José María Morales, se había hecho médico en Alemania, pero jamás logró que sus clientes de Granada le pagaran con dinero. Le pagaban con gallinas, tabacos, cerdos, calabazas, y aún con una vaca descarriada en e¡ más grave de los casos. Al doctor Morales le parecía justo.

"No más faltaba" decía, "que además de estar enfermos tuvieran que pagar".

Bautizó a sus cinco hijos con nombres que empezaban con las cinco vocales en orden: Adán, Evangelina, Ismael, Orlando y Ulises. Todos vivieron largos años, y tuvieron la decencia de morirse como habían nacido: por orden alfabético. El primero, don Adán Morales, fue el padre del pintor.

Su hermana mayor, Lillian, quien en realidad se llamaba Edna María Victoria, era una dama de las de antes, que se vestía para las visitas de los domingos con trajes de muselina y sombrero de organza, y entretenía las horas muertas de las siestas ajenas pintando flores al óleo en pañuelos para decir adioses. Años más tarde, Armando Morales encontró su recado de pintar entre los cachivaches olvidados de un baúl oloroso a sándalo y naftalina, rescató los tubos de colores y los frascos de trementina, y con ellos pintó sus primeros cuadros al óleo. Pintaba todo lo que veía, todo lo que recordaba, todo lo que quería, pues desde entonces parecía convencido de que todo lo que sucede en la vida es digno de ser pintado.

Su padre, como todos los padres, quería que heredara el negocio familiar, que muy al modo de la familia era al mismo tiempo farmacia y ferretería, y lo estimulaba más hacia las matemáticas y las ciencias que hacia las buenas artes. Armando Morales no lo contradijo nunca. Siguió dibujando durante las clases a espaldas de los maestros, y aprobaba los exámenes de álgebra y de química con las respuestas copiadas de sus vecinos. Lo que no supo hasta muchos años después, fue que su padre vigilaba con ilusiones inconfesables el encarnizamiento de su vocación, y sin que él lo supiera coleccionó durante años sus dibujos de niño, disimulados dentro del libro de contabilidad de la ferrofarmacia.

Fue un triunfo de la tozudez de ambos. Cuando se abrió la primera escuela de Bellas Artes en Managua, Armando Morales fue el primer alumno. No sólo porque se inscribió antes que nadie y fue el más destacado, sino porque fue el único que llegó puntual a la primera clase del primer día: a las cuatro en punto. El maestro era don Augusto Fernández, un refugiado de la guerra civil española que acabo de vivir hace pocos años en México y dejó inéditas y sin destino más de doscientas ilustraciones de El Quijote. El sueño de Armando Morales en aquel tiempo era irse para Nueva York a hacer un curso de perspectiva que duraba cinco años.

"El maestro Fernández" dice ahora, muerto de risa "me la enseñó desde el primer día mientras llegaban los otros alumnos en una hora". Entonces tenía veinte años y sólo le hacían falta los recursos técnicos, Portu ya llevaba dentro para siempre el plenilunio de Granada. Conocía la pintura de los grandes maestros en reproducciones de libros, pero no había visto ninguno en carne viva. La primera vez que lo vio fue en una exposición (de pintores latinoamericanos en Managua). Allí se hallaban los más grandes: Tamayo, Portinari, Roberto Matta y Wilfredo Lam, y obras de caballete de los muralistas mexicanos que por aquellos días estremecían al mundo.

La sorpresa de Armando Morales a primera vista fue que todos eran idénticos a como los había imaginado. Tal como le había ocurrido con su primer cuadro de toreros, que copió del respaldo de una baraja española cinco años antes de que viera en el Perú, por primera vez en su vida, una corrida de toros. Permaneció muchas horas frente a cada cuadro, durante todo el tiempo que duró la exposición, escudriñando la malicia de la textura, desentrañando los secretos de su maestría, el misterio de su eternidad, y vio que todo era como él creía haberlo inventado en su soledad de Granada. Sólo entonces, sin haber salido nunca de Nicaragua, se atrevió a mandar un cuadro a la Segunda Bienal Hispanoamericana de Arte de la Habana, en 1954, y se ganó su primer premio. En ese cuadro era ya evidente que aquel joven compatriota de Rubén Darío, con el mundo iluminado por su luna personal, no le tenía miedo a nada. Salvo a los aviones, por supuesto.
u
Cartagena de Indias, agosto 1992

Tomado del sitio web de Fernando Ureña Rib.

Aprendizajes del joven Darío

Miguel Huezo Mixco

La ciudad de San Salvador fue la primera escala del joven Rubén Darío en su interminable exilio por el mundo. De sus actividades en esta ciudad se han publicado libros que intentan pisar la cola del entonces "poeta niño"*. La más reciente pesquiza en torno a este periplo dariano, realizada por el investigador Carlos Cañas-Dinarte, ha dado como resultado el rescate de un manojo de poemas que no han sido recogidos en las Obras Completas del nicaragüense. Debido a que Darío, particularmente durante su juventud, escribió infatigablemente, debe haber por allí otros poemas —dispersos en diversas publicaciones y revistas, y algunos localizables quizás sólo en álbumes familiares— que han sido involuntariamente ignorados. Estos poemas, en su mayoría versos de ocasión, aunque no aportan novedades a la estética dariana, sí iluminan los primeros tramos del genial Darío y, al menos en un caso —su oda a Víctor Hugo—, podemos conocer un texto antecedente de un poema bien conocido.

Las incidencias que produjeron algunos de estos poemas comienzan con la llegada del adolescente Rubén al muelle del puerto de La Libertad, en la costa salvadoreña, en agosto de 1882. Darío se reportó cablegráficamente con el poeta Joaquín Méndez, secretario privado del presidente Rafael Zaldívar, invocando sus favores. Ambos se conocían únicamente a través de las cartas que se intercambiaban desde hacía un tiempo. Darío pedía apoyo para conseguir alojamiento, comida y empleo.

Al escribir su Autobiografía, Darío atribuyó su intempestiva salida de Nicaragua a la decisión de sus amigos de evitarle un arrebatado matrimonio con Rosario Murillo, quien sin embargo sería su amante de toda la vida. Escribe: "Un día dije a mis amigos: 'Me caso.' La carcajada fue homérica. Tenía apenas catorce años cumplidos. Como mis buenos queredores viesen una resolución definitiva en mi voluntad, me juntaron unos cuantos pesos, me arreglaron un baúl y me condujeron al puerto de Corinto, donde estaba anclado un vapor que me llevó en seguida a la República de El Salvador".

Joaquín Méndez orientó al poeta para que se trasladara a la capital y se hospedara en el Gran Hotel, propiedad del barítono italiano Egisto Petrilli, famoso por sus macarroni, su moscato espumante "y las bellas artistas que llegaban a cantar ópera", recuerda Darío. El siguiente paso fue carearse con el mandatario. "Mozo flaco y de larga cabellera, pretérita indumentaria y exhaustos bolsillos", así se describe el poeta cuando fue a presentarse a la mansión presidencial donde el dictador Rafael Zaldívar lo recibe, como parece era su estilo, de espaldas a la luz para examinar mejor a su interlocutor.

El poeta sabía dónde apuntar. Darío fue presentado en el seno de las más rancias familias de la época. Su pluma se regocijó en los álbumes y abanicos de las núbiles doncellas y honorables señoras de la sociedad capitalina y de otras ciudades de provincia.

La fórmula resultó infalible para presidentes y señoritas: amistarse con el poder, frecuentar los distinguidos círculos sociales, un poco de galanteo aquí y allá; saltar luego a la dirección de periódicos oficialistas, con el baúl siempre listo para huir por la ventana, son los aprendizajes de Darío en El Salvador, los que repite en varios momentos de su vida.

Antes de su repentina llegada, Darío ya era bien conocido en El Salvador. Uno de los «poemas recobrados» es un Romance publicado en la capital salvadoreña por el semanario El Pueblo del 18 de agosto de 1881. En ese mismo mes, Darío también publicó la desconocida primera versión de su poema A Víctor Hugo.

Al año siguiente Darío conoció a Francisco Gavidia, el sabio salvadoreño que ya experimentaba con la sonoridad del alejandrino francés. Toparse con el jovencísimo y arrojado Darío fue impresionante para Gavidia: "Talento e inspiración son cualidades que brillan en sus buenas producciones", escribió. "Añádase a este una feliz facilidad que hasta llega a perjudicarlo".

En efecto, Darío estaba presente con sus versos en cuanto acto medianamente importante ocurriera. A partir de la investigación de Cañas-Dinarte sabemos ahora que, al lado de Román Mayorga Rivas, compuso y leyó un poema de amor dialogado que fue acompañado con música de fondo interpretada por Giovanni Aberle —autor de la música del Himno Nacional de El Salvador— y Rafael Olmedo. Esa misma noche del día 15 de septiembre de 1882, en la celebración de los sesenta y un años de la independencia de España, Darío leyó en el Teatro Nacional un soneto —otro de los poemas recobrados del olvido— dedicado a Aberle, en cuyos versos finales proclama:

rr (...) La gloria del artista no es un mito,
rr Y al cruzar de la vida en el sendero,

rr Tiene sólo un ideal, ideal bendito,
rr Una patria, mi hogar, el mundo entero,
rr Y una contemplación: ¡el Infinito!

Los ímpetus de Rubén parecían no tener freno. Ahora está en Santa Tecla escribiendo una composición en el álbum de una niña acomodada, mañana pergeñando versos que serán llevados a prensa casi de inmediato. De hecho, otro de los poemas recobrados se produjo en el momento que Darío se encontraba en la redacción del periódico La palabra, y habiendo leído un conjunto de breves poemas de un grupo de vates salvadoreños, tomó papel y pluma y, en el acto, escribió una contestación versificada —titulada La de Peña—, que apareció el 1 de marzo de 1883. Pocas semanas después da a prensas, en La fortuna, su poema Roma.

Darío se entregó de lleno aparte de escribir, a la bohemia profunda. Los dineros de su poderoso protector tocaron fin cuando el poeta intentó seducir a una cantante extranjera, amante del mandatario.

Lo mismo que en El Salvador...

Su primera estancia salvadoreña se prolongó por tres años. Sin el favor presidencial, andando "a la diabla" con sus amigotes, enamorisqueado por aquí y por allá, Darío regresó a Nicaragua y reanuda sus lances con Rosario. En su autobiografía Darío se retrata en esa época al lado de ricachones, cazando cocodrilos en el lago con un winchester. Pero no todo fue placer: Darío aterrizó en medio de la guerra por la unión de las cinco repúblicas centroamericanas: "...anduve entre proclamas, discursos y fusilerías", recuerda. Su amigo, el general salvadoreño Juan J. Cañas, héroe de la guerra centroamericana contra William Walker, le empujó a marchar al Sur.

"—Vete a Chile (...) Vete a nado, aunque te ahogues en el camino", le habría dicho.

Se marchó en el año 1886. "Por fin, el vapor llega a Valparaíso", recuerda en sus memorias. "Compro un Periódico. Veo que ha muerto Vicuña Mackenna. En veinte minutos, antes de desembarcar, escribo un artículo. Desembarco. La misma cosa que en El Salvador: ¿Qué hotel? El mejor", fanfarronea.

En 1889 regresa a un San Salvador bullente de actividad intelectual. Aquella no era una ciudad adormitada: a finales del siglo XIX para un lector ávido era posible tener mensualmente sobre su mesa al menos una decena de revistas y publicaciones culturales y científicas, conectadas con los debates de mayor actualidad internacional. Prosigue su fértil trabajo lírico y sus relaciones palaciegas. Ya había publicado Azul..., piedra angular del modernismo. Darío, atolondrado, veloz, ha comido mundo, y hechiza con la sensualidad y el brillo de sus versos. Gavidia, siempre entre admirado y celoso, advierte: "Quiere hacer juicios, críticas, correspondencia, revistas teatrales, novelas, dramas, poemas, planes (...) Cuando Rubén haya 'crecido' va a cautivar al mundo". Entre tanto, aquel que pronto llegaría a ser el jefe indiscutible del movimiento modernista, se abría paso, a través de las puertas más difíciles, a plumazos.

El primero de noviembre de ese mismo año, Darío entregó a la jovencita Teresa Menéndez, hija del nuevo presidente, Gral. Francisco Menéndez, una fotografía suya (acompañado del ahora desconocido J. M. Pacheco), donde luce cerril, bigote inhiesto, con todo el talante de un gavilán pollero, apretado en un saquito; al reverso escribe un olvidado cuarteto de ocasión, en versos de catorce sílabas, que inicia exclamando:

rr ¡Princesa luminosa! Dios te brindó sus galas...

Pero la vida todavía le preparaba nuevas sorpresas al joven genio. Ese mismo año, Menéndez trajo periodistas de varias nacionalidades y le entregó al poeta la dirección del periódico oficialista La Unión, órgano de los unionistas centroamericanos que tenían su plaza fuerte en la casa de gobierno de San Salvador. Darío tenía sólo 22 años. "Se imprimía el periódico en la imprenta nacional y se me dejaba todo el producto administrativo de la empresa", recuerda. Allí reimprime Azul... El costarricense Tranquilino Chacón, describe a Darío como "un poco perezoso" en las labores de la redacción, pero advierte que cuando agarraba el lápiz "no había un renglón que no fuera filigrana literaria". Sala de redacción y bar, veladas hasta deshoras, vértigo, fue desde entonces la vida de Darío. ¿Sed de fama?, sí, pero sobre todo de vida.

Su privilegiada amistad con el presidente Menéndez no le permitió otorgarle lealtad al Gral. Carlos Ezeta, quien encabezó el cruento golpe de estado del 22 de junio de 1890 que costó la vida a su benefactor. La orden de encarcelamiento contra los amigos de Menéndez —Gavidia, Alberto Masferrer y Aberle, entre otros— les apremió a todos ellos a emigrar a Guatemala. Rubén se sumó al grupo temiendo por su propia suerte.

Darío recordó vivamente aquella huída: un tropel de jinetes acompaña la llegada de Ezeta y su Estado Mayor. "Se nota que ha bebido mucho", escribe. "Desde el caballo se dirige a mí y me dice que me entienda con no recuerdo ya quién, para asuntos de publicidad sobre el nuevo estado de cosas".

Pero el poeta ha decido largarse todo lo lejos posible. "Sentía repugnancia de adherirme al círculo de los traidores", escribirá después. Redacta a toda prisa una nota donde intenta explicarle al aprendiz de presidente que "un asunto particular de especialísima urgencia" le obligaba a irse de inmediato a Guatemala, ofreciendo volver pronto para ponerse a sus órdenes.

Deja en la revuelta ciudad a su recién adquirida esposa Rafaela Contreras, y se encamina hacia el puerto de La Libertad donde se le comunica que una orden superior le impide salir del país. Darío emprende entonces una ardua labor a través del telégrafo, adulando y requiriendo, apelando a la amistad de sus benefactores. La fórmula no falla: el buque está a punto de zarpar, pero en el último minuto un mensaje providencial le abre las puertas de su evasión.

Rubén Darío volvería a El Salvador veinticinco años más tarde. El otrora prodigioso jardinero de la floresta modernista, pasa una vez más, la última, por La Libertad camino de su Nicaragua. Ha 'crecido', y con tal velocidad que tiene apenas cuarenta y ocho años, y es casi un moribundo. Viene de la fama y sus correrías. Va a rendirse a los brazos de Rosario Murillo. La instantánea de aquel momento se trazó con el afilado estilete de Arturo Ambrogi: "Va triste. Va solo. Va desilusionado. Quien pudo verle, tendido en una ancha silla de lona, sobre cubierta, frente al mar (...) me dice que es solamente un cadáver el que algunos devotos llevan allí". Darío ni siquiera mira la tierra salvadoreña; dice Ambrogi: "pasa frente a ella en un gesto de altivo desdén".

* Los días salvadoreños de Rubén Darío (1946), de Gustavo Alemán Bolaños, Rubén Darío criollo en El Salvador (1965), de Diego Manuel Sequeira, y Rubén Darío en El Salvador (1990), reúnen preciosas informaciones de la "iniciación de un nacido aeda", como el mismo Darío se refirió a su paso por la más pequeña república centroamericana.

Rara Avis

Maricela Kauffmann

El pintor se pinta a sí mismo.
Leonardo de Vinci.

Ramiro hace arquitectura, cine, pintura; su carrera artística es joven y llena de emociones, energías y propuestas para compartir y explorar en las tendencias del arte contemporáneo. Permanente lector y asiduo perseguidor de información, estudia los catálogos de exposiciones de artistas europeos y norteamericanos. Ejercita cada día su diestra con grafito copiando con audacia sorprendente las obras de los maestros del renacimiento y la modernidad. Traslada al papel las propuestas de la vanguardia y hace y deshace con sus figuras en los bocetos.

Como pintor estructura su acción “bajo el signo del cine” como señala Hauser. “El cine le dejo a mi pintura, el movimiento y las historias que cuentan mis cuadros. El cine le dejo de todo a mi vida. Contrario al cine, donde la idea hay que elaborarla, me gusta en la pintura poder plasmar la idea y pintarla con expresión instantánea en el brochazo”; por eso Ramiro pinta con brochazos amplios, rápidos y certeros, “alla prima”.

Ramiro Lacayo Deshon (Managua 1952), entreno su ojo guiado por Carlos Martínez Rivas en las galerías del Museo del Prado y su pincel y su paleta en Managua con el pintor Julio Martínez. Emergió en las artes visuales nicaragüenses como cineasta en los años ochenta: Bananeras (1981), Del águila al dragón (1981), Viva León (1982), Mas claro no canta un gallo (1984), The centerfield (1985), El espectro de la guerra (1988).

Como pintor, participó en la exhibición “Materia Nueva” " junto a otros doce artistas en Galería Añil (2001). En Añil también presentó su primera muestra personal, “Color y Papel”. Trabajos académicos, óleos sobre tela y pinturas sobre papel. Retratos, desnudos y paisajes francos y directos. Desde entonces conocimos a Ramiro como un apasionado por el color. En su segunda muestra, reunió lo universal y místico del mundo precolombino. En el espacio de su segunda exposición personal, “Armonías caprichosas”, surgieron, entre veladuras ocres, cafés, negros y collage de bramante; guerreros, sacerdotes, príncipes y paisajes de formas elegantemente simples.

Los ciclos pictóricos de Ramiro nos iluminan, independientemente de que los aspectos de sus figuras nos desagraden o provoquen en nosotros graves y hasta bien fundamentados desacuerdos. Nos iluminan porque sus imágenes simbólicas están en sintonía con los significados y necesidades de la vida humana. Cada obra del artista es un testimonio concreto de su acción personal.

“Alla prima” es una serie de 13 pinturas de gran formato. En ellas sintetiza las tensiones del dibujo moviéndose entre lo abstracto y lo representativo, y reta a las técnicas pictóricas permitiendo que la riqueza del óleo prevalezca en su exploración. En superficies selladas con yeso, entremezcla el óleo con ceniza blanca, carbón y barro cocido. Con pinceladas ágiles y ritmos nuevos, explora las profundidades de sus temas y reta las dimensiones de la escala para dialogar con la materia e interrogar las posibilidades del material. En mi lectura, la serie puede subdivirse en tres grupos que sugieren diferentes campos de posibilidades. En todo caso es preciso que el espectador al confrontar la obra tenga una intervención activa y descodifique, conforme sus propias opciones, intereses y valores, sus significados.

Al primer grupo propuesto pertenecen “Sanguine”, “Tres figuras”, “L´enfer c´est les autres” y “Perenne ausencia de órganos en mi figura hueca”. Son ejercicios a partir de su estudio y memoria del universo cultural que encierra la Historia del Arte. “Sanguine” presenta las figuras con ambigüedad de perfiles y contornos engañosos que parecen desprenderse del fondo. La ceniza soplada sobre el lienzo húmedo le imprime suavidad a la textura. “Perenne ausencia de órganos en mi figura hueca” muestra una escena intemporal con un repertorio de cuatro cuerpos fusionados al fondo e iluminación poliangular. Recrea a Manet y Matisse con un cromatismo en consonancia con la sensibilidad contemporánea.

En “Tres figuras” el artista imprime a todo el cuadro la energía telúrica del barro. Con vigorosos toques de pincel de abundantes negros, modela la musculatura de las figuras. Dos de ellas se afirman en el espacio mientras la tercera aparece volátil, balanceándose de cabeza en el aire. La fecha célebre del centenario de Jean Paul Sartre no se le escapa a Ramiro. Invoca la luz del pensador existencialista, disidente, solitario, antigregario en la pieza que titula con la frase de Sartre “El infierno son los otros”. Las figuras, están “a puerta cerrada”, sin mostrar ningún signo de comunicación entre ellas; a pesar de la intimidad que sugiere su desnudez. Lo patético del encuadre, la pincelada irregular y la suavidad de la textura, que logra mezclando pigmentos y ceniza, hacen resonar como en Huis Clos: “L´enfer c´est les autres”.

Al segundo grupo pertenecen “Homenaje a Goya”, “Todavía escucho sus gritos en el tremor de mis dedos”, “Y no quiero estar aquí ni ahora”, “El amanecer pronto iluminará estas tierras sin nombre”, “Rojo testigo mudo de tu ira”, “Hombre sentado”. Caracteriza a estos trabajos la reflexión intimista del artista, prevalecen los valores oscuros del color y el mensaje social narrado según su temperamento: con pena, rabia, terror y disgusto, por eso sus figuras se muestran patéticas, furiosas, terribles.

“Homenaje a Goya” retoma y revitaliza el mensaje goyesco de angustia y sufrimientos humanos. La mujer se presenta silente frente a un cuerpo enmortajado e insepulto. La composición se encierra entre rejas que dejan pasar la luz grisácea que ilumina la composición. “Todavía escucho sus gritos en el tremor de mis dedos” sugiere figuras violentamente iluminadas, parecen nómadas del medio oriente en tiempos de crueldad. El movimiento que le imprime a la superficie sugiere una analogía entre cine y pintura. La inscripción en el lienzo sirve de titulo a la obra y confirma la agonía del artista. “Hombre sentado”, es un autorretrato en solitario. Con el barro ensarrado acentúa la gama de grises y con la ceniza blanca dinamiza la composición. La tierra de sombra, el pincel y la espátula profundizan en el ser consciente del artista frente al lienzo y el drama de la soledad y la incertidumbre frente al cosmos. “Rojo testigo mudo de tu ira” muestra entre contrastes de rojos una figura en rebeldía trazada en carboncillo. La ira, el grito, las lágrimas en amarillo, son observadas con estupor por un personaje menor en el primer plano.

En la pieza “Y no quiero estar aquí ni ahora”, la figura acentuada con carbón pareciera tragada por la tierra. Es un osario, estética de la descomposición en movimiento, con predominio de la luz y sus matices. De la misma manera, en “El amanecer pronto iluminará estas tierras sin nombre” la figura aparece desintegrada por el fuego que la rodea y reducida a cenizas que se escapan por las rejas. El breve espacio de azul infinito contrasta con el encierro y la descomposición interior. Los brochazos de múltiples grosores se mueven entre el ser y la nada, entre la renovación ó el hundimiento.

En el tercer grupo el artista juega con la policromía y la libertad de acción. En “Conversación”, “Personaje de sombrero” y “Zapatos” hay un clima sereno y un cierto quietismo que contrasta con las piezas del segundo grupo. Las dos figuras femeninas enfrascadas en “Conversación”, están delineadas en amarillos y azules. La monocromía del fondo le imprime profundidad a la escena y resalta la intimidad del instante. El tema de la comunicación se presenta alegre, fresco, optimista. En cambio, es mediante símbolos y con gran libertad de pincelada, que revela la posición del “Personaje de sombrero”. Lo presenta ensombrerado, de traje y corbata rojinegra. La figura, modelada en líneas blancas entrecortadas, surge de entre el cromatismo vibrante con que el artista ha saturado el plano pictórico. “Zapatos” es un retrato de las miserias y grandezas del paisaje urbano, son los restos del consumismo contemporáneo y es una sátira de la crisis social en la que transcurre nuestra propia existencia. Ramiro explora la pintura de acción con barniz que se chorrea sobre pigmentos enteros de azul. Es esta quizás la pieza que permite comprender mejor la relación de la obra y su contexto cultural con la personalidad de su autor.

“Alla prima” muestra al artista complejizando la materia de su pintura y profundizando en temas. Su búsqueda es poética y espiritual. Recurre a Sartre y a Goya, dos pensadores que han contribuído a conformar la concepción estética en América Latina. “Alla prima” es una selección equilibrada de la expresión pictórica de masas de color que se transforman en figuras. Son expresiones instantáneas de gran complejidad en el trabajo creativo.

Ramiro Lacayo reitera su admiración por los artistas alemanes de post guerra; en “Tres figuras” alude a las figuraciones presentadas al revés de Georg Baselitz y al ser y el cosmos de Anselm Kiefer en “Hombre sentado”. Como los neofigurativos transita en su pintura entre el miedo a la muerte o la libertad. Manifiesta su sensibilidad en “Conversación” donde las figuras silueteadas dialogan en sosiego. En su diálogo con la materia y de su propia experiencia como arquitecto, retoma el gusto por el informalismo y hace suya la materia ordinaria del barro para empastarla con el noble óleo. La fragmentación y ambigüedad de la figura, el turbulento pincel y la sublime oscuridad de la paleta que caracteriza a De Kooning, son referencias útiles en la apreciación de esta serie que bien comparte con la abstracción expresionista la ansiedad como signo de ambos tiempos.


Julio, 2005

Viajeros en el río

Janet N. Gold
u
Esta es la historia de un río. De una finca en la ribera del río. De un poeta sentado en el barandal de su casa de madera pintada de verde y amarillo. Es la casa de la hacienda San Francisco del Río, frente al Río San Juan de Nicaragua, cerca de la frontera de Costa Rica. El poeta es José Coronel Urtecho y su historia forma parte intégra de la historia literaria del Río San Juan y, por extensión, de Nicaragua. Estas historias--de un escritor, un lugar y una literatura--se interpenetran y se crean mutuamente. Forman para mí parte de una investigación más extensa, que a su vez se remonta a una pregunta demasiado grande, demasiado ambiciosa y especulativa, sin embargo una que se ha apoderado de mi curiosidad. Y la pregunta es ésta: ¿Cómo reconciliar la realidad de un lugar, de un espacio físico, con el imaginario textual creado en torno al mismo lugar? ¿Qué podríamos aprender si buscáramos los nexos íntimos entre paisaje y palabra, entre espacio e imaginación? No tengo respuestas brillantes a estas preguntas, pero mi estudio del río y sus textos me ha sugerido unas posibilidades que apuntan hacia una comprensión parcial de la relación entre un espacio geográfico y su reconstrucción imaginativa.

Hace dos años, durante un viaje a Costa Rica, estando no muy lejos de la frontera con Nicaragua, decidí visitar la Isla de Mancarón en el Archipiélago de Solentiname, en el Lago de Nicaragua, en una especie de peregrinaje literario cuyo fin era ver el lugar donde Ernesto Cardenal y otros habían fundado su famosa comuna cristiana y revolucionaria. Desde el pueblo fronterizo costarricense, Los Chiles, un señor nos llevó en su lancha por el Río Frío, que se une con El Río San Juan y también con el Lago de Nicaragua. En esta coyuntura de aguas se encuentra el puerto de San Carlos, donde los viajeros que quieren pasar la frontera entre Costa Rica y Nicaragua, deben pasar por la aduana. Mientras esperamos cumplir con los trámites oficiales, recordé que el escritor nicaragüense, José Coronel Urtecho, había vivido en una finca en el río, no muy lejos de San Carlos. El señor de la lancha no sabía donde quedaba la finca del poeta. “De escritores nicaragüenses, no sé nada”, me dijo.

Pues, visitamos a Solentiname. Fue un viaje maravilloso, pero ésa es otra historia. Lo importante para esta historia es que me di cuenta que iba a tener que volver algún día para ver la finca de Urtecho. El saber que había estado tan cerca, se ha convertido en una tentación irresistible. Quizás por no haber podido ver con mis propios ojos, la morada de José Coronel, por no haber navegado el río hasta llegar a su finca, por no haber visto el color de la tierra y la espesura de la vegetación, por no haber sentido el aire húmedo y denso en la piel ni haber oído el zumbido de los muchos insectos, me he quedado con el deseo de volver. O sea, el no experimentar la presencia de su especificidad llegó a ser una ausencia; un vacío se creó que no había existido antes. Así que, con el río como eje y punto de partida, salí en busca de su historia en lo que ha asumido los contornos de un viaje de exploración y las dimensiones de una búsqueda literaria. Hasta no hacer ese viaje geográfico por el río, navego por el imaginario entreverado en los estratos de estudios geológicos, subyacente en tratados de historia natural, y embebido en crónicas de viaje, poesía, novelas y ensayos. ¿Quién creyera que semejante franja de agua y tierra, escasamente poblada, combinación de pastizales, pantanos, y selva, hábitat de incontables insectos y culebras venenosas--inspirara semejante volumen de escritos?

¡Cuánto me hubiera gustado conocer al Poeta Coronel! Dicen que fue un conversador excepcional. De hecho, hay un libro intitulado Conversando con José Coronel Urtecho, que ha sido descrito por un lector como “prosa hablada” y “páginas íntimas de ese río hablando que es Coronel Urtecho”. En este libro-monólogo, José Coronel Urtecho explica que nació en 1906 en Granada, que vivió unos años en los Estados Unidos, habla de su rol en el movimiento poético de la vanguardia, de sus ideas políticas, su amor por la poesía. Dice que hubo una época en la que llegó a ser el centro de un grupo de escritores, humildemente razona que fue porque su casa se encontraba en un lugar de fácil acceso y les fue conveniente a los escritores reunirse allá. Pero luego dice que en 1932 se casó y dejó la ciudad para vivir con su mujer, María Kautz, en la hacienda de la familia de ella, en el Río San Juan. Dice: “Me casé allá, me quedé por allá . . . Como yo nunca he tenido centro personal, ya entonces sí comencé a tener centro. . . . Ya mi mujer me centraba, me situaba. . . Era una mujer perfectamente enraizada en un lugar, en una actividad, perfectamente fuerte, capaz. . . . Es una gran cosa para un hombre tener una mujer que lo sitúe. . . . Es como tener un país.” (66-7).

La relación entre el poeta y su mujer tiene que ser uno de los más grandes amores en la historia de la literatura nicaragüense. Su poema, “Pequeña biografía de mi mujer”, es un retrato en vivos colores de una mujer de por sí, extraordinaria, descrita con tanta admiración y amor que alcanza estatus legendario. Era campeona de basketball, mecánica y marinera, madre de 6 hijos, carpintera, cocinera y conductora de su tractor Caterpiller D4. Pero quizás lo más admirable e impresionante de ella fue su identificación con esta tierra tan problemática, tan enigmática. El poema dice:

Mi mujer . . . tiene fe en esta tierra
La tiene desde niña en estas selvas y bajuras donde corre
nnnnnnnnnn el San Juan conectando al Gran Lago de
mmmmmm Nicaragua y al de Managua y casi casi al
,,,,,,,,,,,kkffffff Golfo de Fonseca con el Atlántico
Es aquí donde tiene su casa--y las raíces de su existencia
Aquí a la orilla de la selva virgen y en las vegas del río,
ffffffffffffffffff en la frontera, se cuenta ya la quinta generación
ffffffffffffffffff de su familia de pioneros . . .
Mi mujer no comprende su vida si no es para esta tierra
Es como si pensara que ella misma es la tierra en que
ffffffffffffffffff ella y yo vivimos

Al retratar a su mujer, el poeta retrata también a un lugar muy específico. Lo caracteriza así:

Una región, por cierto abandonada,
Una región desconocida, terra incognita,
Donde se vive en forma casi primitiva . . .
En el umbral de la miseria,
Pero en un territorio de incalculables posibilidades
Una tierra de sueños y mirajes
Donde los pobres que huyen de Nicaragua a Costa Rica
fffffffffffffffffff y cruzan la frontera, se han engañado desde
fffffffffffffffffff hace un siglo creyéndose tal vez en una
fffffffffffffffffff Tierra Prometida
Como tal vez lo sea
Aunque hasta ahora sólo ha servido para especulaciones
rrrrrrrrrrrrr de financieros y filibusteros.

Los financieros y filibusteros a quienes se hace referencia son, entre otros, el multi-millonario norteamericano, el Comodoro Cornelius Vanderbilt, quien, en la época de la fiebre de oro en California, estableció en Nicaragua su Transit Company, que transportaba sus pasajeros desde Nueva York hasta San Francisco via el Río San Juan y el Lago de Nicaragua en barcos de vapor. Los llevaban los 18 kilómetros restantes en vagones o a lomo de mula, hasta llegar a San Juan del Sur, el puerto de embarcación en la costa del Pacífico.

El más notorio filibustero, cuya historia es también la historia del Río, fue William Walker, soldado de la fortuna que organizó y encabezó en 1855, una campaña para anexar a la República nicaragüense a los Estados Unidos y convertirla en un estado esclavista. Dependía para el éxito de su estrategia militar, del uso del Río San Juan para transportar a los nuevos reclutas que llegaban de California o de Nueva York. Cuando Cornelius Vanderbilt, aliado con las otras repúblicas centroamericanas para parar a Walker, le negó el uso de sus barcos, eso señaló el principio del fin de los planes imperialistas de Walker.

En uno de los ensayos de su libro, Rápido tránsito, intitulado “Viajeros en el río”, Urtecho se ubica en el barandal de su casa de madera pintada de verde y amarillo, frente al Río San Juan de Nicaragua, y nos cuenta una historia del río desde la perspectiva de un residente que observa las idas y venidas de una serie de “extraños viajeros”. A algunos los ha conocido personalmente; a otros los conoce por sus crónicas de viaje. Incluye en su lista a Ephraim George Squier, primer encargado de negocios (charge d’affaires) de los Estados Unidos con Centroamérica, quien pasó por el río en 1850, haciendo el viaje desde Greytown (ahora San Juan del Norte) hasta Granada en un bongo, con el propósito de escribir una descripción geográfica y topográfica de Nicaragua en relación a un posible canal interoceánico. En los términos más grandilocuentes, Squier reduce la historia política y económica del mundo a la lucha por dominar las rutas comerciales entre el occidente y el oriente. Reconociendo que el continente americano presenta una barrera continua del norte hasta el sur, se exalta ante la magnitud de la empresa proyectada de abrir una ruta marítima artificial que conectaría los dos mares. Hace falta que un solo y pequeño lugar se mantuviera libre de amenazas y agresiones, para hacer de esa visión una realidad. Está seguro de que ese pequeño lugar está en Centroamérica, siendo que se encuentra en el centro del mundo: no sólo conecta los dos hemisferios de América, sino que sus puertos se dan a Europa y a Africa en el lado caribeño y a Asia y Australia en el Pacífico. Y en medio del istmo, un vía navegable: el centro del centro. Squier navegó el río pensando que en un futuro no muy lejano, formaría parte de esa proyectada ruta marítima. Pero no llegó a ser. Como dijo Urtecho, “Muy pocos eran los que regresaban y ninguno se quedaba”. (20)

El río sigue siendo un lugar solitario. Escribió Urtecho: “Aunque el río sea el desaguadero del Gran Lago de Nicaragua en el Atlántico, al alcance de puertos marítimos y lacustres y de pequeñas poblaciones fluviales de ambas repúblicas vecinas, nada tan despoblado y tan remoto como sus riberas, que hacen una impresión de tierra nueva, virgen, desconocida, de terra incognita. Es un lugar de soledad casi sagrada”. (11)

Lugar compatible para el comienzo de un viaje en busca de la utopía: tierra que da la impresión de prometerlo todo. No es de extrañar, entonces, que Gioconda Belli eligiera el río, y hasta la finca de José Coronel y María, como el lugar desde el que Melisandra, joven protagonistas de su novela Waslala, emprende su viaje en busca de sus padres y la comunidad utópica que su abuelo y los compañeros poetas de éste fundaron. Según su abuelo, quien abandonó la comunidad y no pudo volver porque no encontraba el camino, hay que entrar por una ranura en el tiempo-espacio. Y Melisandra, parada en el muelle en el río en frente de la casa de su abuelo, piensa: “¿No empezaría la ranura en el tiempo aquí mismo? (71) Navegando por el río, rumbo a Waslala, Melisandra piensa en su abuelo y se da cuenta que con el paso de los días, “lo real se convertiría en lo imaginado” (81), que el paisaje tan familiar y tan querido adquiriría “perfiles, rasgos inusitados que ella les adjudicaría en la soledad para preservarlos como talismán, memoria amable que la reconfortara”. (81) Esta ecuación también se puede invertir para ver que lo imaginado se convierte en lo real.

En las notas de la autora al final de la novela, Belli explica que dos personajes en su novela, don José y doña María, están basados en dos seres extraordinarios que vivieron sus vidas al lado del Río San Juan en Nicaragua: José Coronel Urtecho y María Kautz. “Los dos murieron”, dice. “En este libro he querido recordarlos”. Con este memorial, extiende el imaginario del río hacia el futuro y ubica al Poeta Coronel en el centro de un continuo. Cuando don José, el abuelo de Melisandra en Waslala, desde el muelle en el río, se despide de Melisandra, efectivamente la despacha hacia el futuro.

El país ficticio donde tiene lugar esta novela futurista se llama Faguas. Es un país pobre en un mundo tecnológicamente avanzado, un país cuyos habitantes han vuelto a una vida primitiva y belicosa, un país que se ha convertido en lugar de narcotráfico y en basurero de los desechos del Norte. “La soledad casi sagrada” de este río en Faguas ha sido invadida por las fuerzas del mal, la tierra virgen ha sido violada. Melisandra viaja por este paisaje desolado en busca de un ideal, guiada por una intuición. La culminación de su búsqueda es el encuentro con su madre, última moradora de Waslala. De ella aprende que “Waslala existe. El ideal existe.” Hace falta ahora repoblarla, encender de nuevo la esperanza y la “nostalgia antigua por los lugares mágicos, perfectos . . . a pesar de la larga historia de fracasos”. (370)

“Es la memoria, Melisandra”, le dice su madre. “Siempre pensamos que la memoria debe de referirse al pasado, pero es mi convicción que hay también una memoria, un memorial del futuro; que también albergamos el recuerdo de lo que puede llegar a ser” (370-1)

El Poeta Coronel se sentó en el barandal de su casa y escribió la historia de una larga lista de viajeros en el río. Concluyó que: “Muy pocos eran los que regresaban y ninguno se quedaba”. La actual viajera en el río es Melisandra, la nieta del poeta don José, heredera de la palabra y de la visión utópica. A diferencia de los otros viajeros, Melisandra partió, pero regresó. Siguió su deseo hasta encontrar el lugar donde habita la imaginación. Armada entonces con la fuerza adquirida por su encuentro con su madre, resolvió regresar para participar en la repoblación de Waslala--la metafórica reconstrucción de su país.

En las notas de la autora al final de Waslala, Gioconda Belli cuenta que José Coronel Urtecho y María Kautz murieron, “ él unos pocos años después que ella, y yacen en una sencilla tumba cerca del río”. He perdido la oportunidad de conversar con el Poeta y de conocer a su mujer, pero algún día haré ese peregrinaje literario, visitaré sus tumbas, intentaré encontrar la “soledad casi sagrada” que para Urtecho fue la realidad más vigente de su querido río. Mientras tanto, sigo con mis investigaciones y lecturas, tejiendo impresiones en la construcción de mi imaginario literario-fluvial.
y
Ponencia presentada en el Noveno Congreso Internacional de Literatura Centroamericana en
Belize City, Belize, 2001.