15 sept 2008

Blanco y negro: Sandro Stivella

















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Sandro Stivella
SAL, 1973

En las oscuras trincheras de un periódico Sandro Stivella - el fotográfo, joven y talentoso y autodidacta - vió la luz. Ha sabido sin embargo liberarse de la grandiosa máquina de hacer dinero y mentiras – quizás por rebelde intuición quizás por fatídico destino – para crear memorables imágenes de seres ambulantes por territorios desconocidos, paisajes corpóreos, vegetales, oníricos.

Artista invitado en Landings 4 en el Museo de Arte y Diseño de Contemporáneo de Costa Rica, como parte de las muestras de jóvenes promesas del arte organizadas por el veterano guerrero de las artes Joan Duran. Su más reciente exposición en lo que va del año se titula “En busca de la mirada” en la Sala de Exhibiciones del Teatro Luis Poma.

Editorial - Muerte en Venecia















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La muerte en Venecia
(y quizás en todas partes)


"No es que tenga miedo de morir.
Pero no quiero estar ahí­ cuando eso ocurra".
Woody Allen

Nadie conoce ese país desconocido llamado la muerte, pero todos vivimos en sus fronteras. Tierra ignota o desierto, paraíso de los imprudentes que se salvaron, infierno para todos, o nada, la nada de Unamuno, la nada del Eclesiastés, región de la que precariamente nos salva o nos retiene el amor, su fraternal enemigo. Amor y muerte que también ocurren en otros tiempos del cólera en La muerte en Venecia, de ese lúcido y piadoso conocedor del espíritu humano que fue Thomas Mann. Como Ulises de vuelta a Itaca, Gustav von Aschenbach, un reconocido escritor asolado por el otoño de su vida, puede salvarse de la muerte, huir de esa cita insoslayable para los demás —a Ulises los dioses le ofrecen la inmortalidad y el Olimpo—; y, como Ulises, Aschenbach decide no salvarse, y por la misma razón: Ulises por el amor a su árido peñasco y a los suyos; Aschenbach por el amor inconfesado que siente por Tadzio, el adolescente polaco que veranea en Venecia con su familia. Cuando la familia de Tadzio hace preparativos para marcharse, Aschenbach, cuya salud ha venido deteriorándose, siente el primer ramalazo de la muerte. En este punto el recuerdo se duplica. De un lado aparece la última página de un libro de tapas blandas y páginas de papel de holanda tonsuradas a navaja; de otro, las intensas imágenes —hay un silencio ahí, un inquietante y misericordioso silencio— de la película de Luchino Visconti en las que Dirk Bogarde en el papel de Aschenbach, transformado en músico en la película, algo sólo parcialmente explicable, languidece en la playa mientras ve por última vez al objeto de su amor.

Mann se inspiró tanto en su propia vida como en algunos rasgos biográficos de Gustav Mahler y de Piotr Tchaikovsky para escribir la novela. En octubre de 1893, en San Petersburgo, Tchaikovsky bebió un vaso de agua sin hervir, mientras en la ciudad se había declarado una epidemia de cólera. Murió a las pocas semanas. La elección de Venecia como escenario para su novela expone el lado romántico de Thomas Mann —después de todo, fue el autor de Señor y perro y de Tonio Kroëger. Venecia de las máscaras, los disfraces, el carnaval —la fiesta de la carne, de los cuerpos— y Venecia del saqueo: la muerte hace su fiesta despojando a las almas de sus cuerpos con el concurso de esa silenciosa devoradora que es la peste.

Pintan bastos, entonces. Un croupier indiferente reparte sus sórdidas barajas; en una de esas manos saldrá sin remedio nuestro nombre, y habrá que honrar la apuesta. Prefigurando ese momento, se tiene la tentación de esperarlo con la resignación y la dignidad (“¡Oh muerte! Ven callada, como sueles venir en la saeta…”) de algo que de valioso debe llegar a término: que sea la nuestra, ésa a la que tenemos derecho y que por clemencia del tiempo hemos de merecer. Que no sea la que nos imponen a diario, esa que, justo antes del pistoletazo o la puñalada final, nos despoja de nuestra humanidad. De esas caras de la muerte que tan familiares nos resultan en nuestras repúblicas tratan las obras que aparecen en este número de El Ojo de Adrián.

Esperanto - Juan Rulfo


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RELATO
Juan Rulfo
MEX, 1917-1986

Nadie logra explicarse de dónde sacó Juan Rulfo tanta desolación, tanta desesperanza. Su ficha biográfica, la historia del bajío mexicano —ese México bronco que pervive hasta nuestros días— son insuficientes para entender un mundo construido sobre la desdicha, elevado sobre las ruinas vivas de la muerte. Rulfo decía que la violencia de que fue testigo en la infancia marcaría para siempre su vida; y que ésta era una condición atávica del mundo en que creció. Rulfo logra conjurar esa violencia y redimir esos fantasmas con un lenguaje desnudo, estoico. Unas pocas escenas le sirven para dar cuenta de la vida un hombre. El sistema metafórico en que monta su narración tiene la fuerza de esa realidad que aceptamos sin remedio. La muerte, en sus relatos, es condición de vida, y la vida no vale en ellos tanto como la muerte.

No oyes ladrar los perros


Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco". Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: "¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!" Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: "Ese no puede ser mi hijo".
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: "No tenemos a quién darle nuestra lástima ". ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

Esperanto - Walter Beneke

TEATRO
Walter Beneke
SAL, 1930-1980

El amor y la muerte van de la mano en imposible unión en este extracto de la pieza teatral clásica de Walter Beneke. Funeral Home, teatro existensecialista por excelencia, en que el escenario provee un macabro ambiente para el discurso sobre la felicidad.

Funeral Home

La pieza se desarrolla en uno de esos Funeral Homes de los Estados Unidos donde los americanos, gente práctica, se desembarazan de sus muertos, todavía calientes. Allí los visten, los maquillan, los arreglan en suma como para una ceremonia. La casa se encarga también del velorio y del entierro.
La mitad izquierda de la escena la ocupa el “salón”: pesados cortinajes, muebles voluminosos, flores de invernadero. Tenue luz indirecta como en un bar americano. En medio de la sala y en la penumbra se encuentra el ataúd que, descubierto, deja entrever la forma del cuerpo. Su colocación y la escasa iluminación impiden que el público pueda ver el cadáver. No hay ninguna cruz. A la izquierda, tras un pequeño vestíbulo, la puerta que da a la calle. Se advierte la caída de la nieve cada vez que los automóviles que pasan por la carretera proyectan sus faros sobre el gran ventanal del fondo.
La otra mitad de la escena la ocupa el “living room” del Encargado del local, americano de clase media: muebles pretenciosos, objetos de arte fabricados en serie, paisajes y fotografías. Hay, sin embargo, un ambiente familiar, íntimo, acogedor. Junto a la chimenea, al fondo, un árbol de Navidad cargado de luces. A la izquierda la puerta comunica los dos cuartos. A la derecha la puerta que conduce al vestíbulo y otra que da al comedor y la cocina.

Acto Segundo


El desconocido está frente a la ventana.

LA MUJER
¿Nieva todavía?

EL DESCONOCIDO
En parte sí, algo sin duda es ese bienestar que da el calor, que dan las flores; el resto es la conversación, la compañía.

LA MUJER
No sé que hubiera hecho si alguien no viene esta noche a hablar conmigo, a decirme que existe algo más que las máquinas nuevas de la fábrica, y el football, y el precio de las cosas.

EL DESCONOCIDO
Los obreros no tienen por qué hablar de filosofía y de arte a sus mujeres. Nacieron para las cosas simples y repetidas. La educación, la fábrica y la cama no hacen buena mezcla.

LA MUJER
(Tras una pausa.) Yo entonces no pensaba en nada, no podía pensar en nada, sólo en sus hombros anchos, y en sus ojos y en su manera despreocupada de caminar. En la Universidad, todas las mañanas en el salón de clases, yo me sentaba junto a la ventana para verlo pasar, los músculos tensos bajo la camiseta, el pelo rubio dorando al sol como un árbol de otoño. No sabía quién era ni como se llamaba, para mí era un dios griego que cada día, bajo mi ventana desfilaba camino del trabajo. Era un obrero, un obrero como otro cualquiera y, no siendo de mi clase, yo lo sabía pertenecer a un mundo inexpugnable y ajeno. Sin embargo pensaba en él horas enteras y me sentía orgullosa de que sobre la tierra existiera una criatura tan hermosa y de poder ser, en silencio, sacerdotisa de su culto.

EL DESCONOCIDO
La belleza física no basta, mucho menos en el hombre. El amor sólo es útil cuando sirve de puente hacia la comprensión, y una persona inteligente sólo puede entenderse con otra persona inteligente.

LA MUJER
Yo estaba harta de los inteligentes. Ya en el colegio los más brillantes me preferían a las otras muchachas pues además de encontrarme bonita “podían conversar conmigo”. Después en la Universidad, la misma historia, yo era el papel de moscas que atraía a los genios; iba con ellos al teatro y los conciertos, se dignaban discutir conmigo, me leían sus escritos, (pausa cambiando de tono) sin embargo nada importaba tanto como el momento de verlo pasar bajo mi ventana. Era como ir al zoológico y fascinarse por el león, desear con todas las fuerzas entrar en la jaula y, pase lo que pase, acariciarle la melena y pasarle la mano por los flancos.

EL DESCONOCIDO
Un capricho, tal vez una locura.

LA MUJER
Un día nos conocimos y pasó lo que tenía que pasar. Familia, estudios, todo lo dejé por lo que entonces me parecía una maravillosa aventura de amor.

EL DESCONOCIDO
Era una locura.

LA MUJER
Al comienzo todo fue bien, estrechándome contra él me olvidaba de su vulgaridad. Era ignorante, es cierto, pero había en su naturalidad una violencia y una espontaneidad que me poseían. Verlo dormir, para mí, lo compensaba todo.

EL DESCONOCIDO
Yo conocí también una pasión semejante, la urgencia imprescindible de una precisa piel. Pero yo sabía que era una locura. Sin embargo nada en el universo, ni antes ni después de la creación, como tener su pelo suelto entre mis manos, como revolcarme con ella sobre la arena de la playa, como besarla en la oscuridad cuando dormía y sentir su risa despertar alegre entre mis labios.

LA MUJER
No hay otro amor que el que florece en el cuerpo.

EL DESCONOCIDO
En el verano, cuando su piel era de cobre, viajábamos juntos. Italia y Grecia, como ella soñaba. Para mí no había sin embargo otro paisaje que el que se reflejaba en el azul de sus ojos, un azul tan intenso que igual podían pintarse en él estrellas que veleros.

LA MUJER
¿La quería?

EL DESCONOCIDO
Sí.

LA MUJER
(Con afecto.) ¿Tiernamente?

EL DESCONOCIDO
Ella no conocía en el amor otra ternura que la del cansancio. (Pausa.) Pero el verano, y el amor, y la ternura y el cansancio terminaron antes de que acabara la aventura.

LA MUJER
Con Jimmy también cambiaron las cosas poco a poco; según me fui dando cuenta de que su violencia no era más que la máscara de una infinita necesidad de ternura. (Pausa.) Le gustaba demostrarme su fuerza, pero después del amor se rendía como un perrito después de una paliza. Era él quien en la dulce fatiga reclinaba su cabeza sobre mi hombro y era yo entonces la que le acariciaba el pelo.

EL DESCONOCIDO
(Tras un silencio.) Son pocas las veces que amamos de verdad, la mayor parte de las ocasiones preferimos solamente. Darle sentido a esa preferencia y llamarla amor sirve de mucho para ir pasando, confiando en que la vida nos va prodigando dicha y compañía. Es cuestión de engañarse un poco y engañarse un poco es fácil, lo imposible es engañarse del todo.

LA MUJER
¿Está hablando en serio? (El la mira fijamente sin contestar.) (Con lágrimas en la voz.) ¿Cree realmente que es condición humana el engañarse para ser feliz?...

Esperanto - Georges Bataille



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RELATO
Georges Bataille
FRA, 1897-1962
De “Historia del ojo”

Bataille, el sacerdote de la necrofilia: El francés George Bataille nació en 1897 y murió en 1962, lo que significa que su vida se vería marcada por las dos guerras mundiales, en las que Francia (junto con Inglaterra e Italia) sacaría un trágico y dolorosísimo saldo, y de la que emergería con un cúmulo de experiencia vital que encontraría cauce de expresión entre sus artistas y filósofos —Bataille, un poco menos que Camus y que Sartre, sería uno cuyo trabajo estaría a medio camino entre esas dos disciplinas. Hijo intelectual del Marqués de Sade y de Nietsche (sobre quien escribió un brillante ensayo), Bataille vivió fascinado con el sacrificio humano y con el factor místico-sexual derivado de esa práctica. Su novela, Historia del ojo es una metáfora escatológica sobre la condición humana; en ella, la transgresión y la redención se combinan para mostrarnos nuestra extraña e inevitable relación con la muerte.

Los ojos abiertos de la muerta

Amé a Marcela sin llorar por ella. Si murió, murió por mi culpa. A pesar de que he tenido pesadillas y a pesar de que he llegado a encerrarme durante horas en una cueva, precisamente porque pienso en Marcela, estaría siempre dispuesto a recomenzar, por ejemplo, a sumergirla boca abajo en la taza de un excusado, mojándole los cabellos. Pero ha muerto y me veo reducido a ciertos hechos catastróficos que me acercan a ella en el momento en que menos lo espero. Si no fuera por eso, me sería imposible percibir la más mínima relación entre la muerte y yo, lo que me produce durante la mayor parte de mis días un aburrimiento inevitable.

Me limitaré a consignar aquí que Marcela se colgó después de un accidente fatal. Reconoció el gran armario normando y le castañearon los dientes: de inmediato comprendió al mirarme que el hombre a quien llamaba el Cardenal era yo, y como se puso a dar alaridos, no hubo otra manera de acallarlos que salir del cuarto.

Cuando Simona y yo regresamos, se había ahorcado en el armario…

Corté la cuerda, pero ella estaba muerta. La instalamos sobre la alfombra, Simona vio que tenía una erección y empezó a masturbarme. Me extendí también sobre la alfombra, pero era imposible no hacerlo. Simona era aún virgen y le hice el amor por vez primera, cerca del cadáver. Nos hizo mucho mal, pero estábamos contentos, justo porque nos hacía daño. Simona se levantó y miró al cadáver. Marcela se había vuelto totalmente una extraña, y en ese momento Simona también. Ya no amaba a ninguna de las dos, ni a Simona ni a Marcela, y si me hubieran dicho que era yo el que acababa de morir, no me hubiera extrañado, tan lejanos me parecían esos acontecimientos. Miré a Simona y recuerdo que lo único que me causó placer fue que empezara a hacer porquerías; el cadáver la irritaba terriblemente, como si le fuese insoportable constatar que ese ser parecido a ella ya no la sintiese; la irritaban sobre todo los ojos. Era extraordinario que no se cerrasen cuando Simona inundaba su rostro. Los tres estábamos perfectamente tranquilos y eso era lo más desesperante. Todo lo que significaba aburrimiento se liga para mí a esa ocasión, y sobre todo a ese obstáculo tan ridículo que es la muerte. Y sin embargo, eso no impide que piense en ella sin rebelarme y hasta con un sentimiento de complicidad. En el fondo, la ausencia de exaltación lo volvía todo mucho más absurdo y así, Marcela, muerta, estaba más cerca de mí que viva, en la medida en que, imagino, lo absurdo tiene todos los derechos.

Que Simona se haya atrevido a orinar sobre el cadáver por aburrimiento o, en rigor, por irritación, prueba hasta qué punto nos era imposible comprender lo que pasaba, aunque en realidad tampoco ahora es más comprensible que entonces. Simona era incapaz de concebir la muerte cotidiana, que se mira por costumbre; estaba angustiada y furiosa, pero no le tenía ningún respeto. Marcela nos pertenecía de tal modo en nuestro aislamiento que no podíamos ver en ella una muerta como las demás. Nada de aquello podía reducirse al rasero común, y los impulsos contradictorios que nos gobernaban aquel día se neutralizaron cegándonos y, por decirlo de algún modo, nos colocaron muy lejos de lo tangible, en un mundo donde los gestos no tienen ya ningún peso, como voces en un espacio que careciese totalmente de sonido.