CUENTO
Rodrigo Rey Rosa
GUA, 1958
Gracia
Una vez más, Rey Rosa sumerge a sus lectores en mundos de la ficción en los que los protagonistas son animales, pero que al verlos reflejados en el propio espejo de la ficción se tornan humanos; o quizá habría que decir, llega un momento en el que el lector no está seguro quién es quién... El cuento “Gracia”, ofrece la visión de una pequeña niña que vive en Alta Verapaz, cuida de un cordero que pertenece a su hermano y tiene una vida feliz, hasta que sus padres negocian con Si Abdalá el sacrificio del animal para celebrar la fiesta del carnero o el Aïd el Kebir. La angustia de la niña y su derecho a no aceptar desde la postura de Abraham hasta las tradiciones de los musulmanes, la llevan a tomar una decisión, que solamente, Ana, su madre comprenderá. Con estos cuentos, Rey Rosa confirma sus grandes cualidades de narrador. Francisco Méndez
Gracia manejaba la hoz con la eficacia de un adulto. Hacía meses que, mañana tras mañana, cortaba hierba húmeda en un pequeño prado, propiedad de sus padres, para alimentar un cordero que pertenecía a su hermano mayor. Era cierto que Miguel le pagaba unos quetzales por hacerlo, pero ella no lo hacía por dinero.
—Puedes cuidarlo, si quieres. Te pagaré—le había dicho Miguel el día que llevó el cordero a casa y Gracia se enamoró de él—. pero tendrás que ser constante. No me dirás de un día para otro que ya no vas a cuidarlo, que las cosas, cuando hay dinero por medio, no son así no más. Esto es un negocio.
Miguel, que aún no cumplía los catorce, era la clase de niño que siempre quiso hacer dinero. Tenía primos en la capital, y tanto los hermanos de su padre como los de su madre, y también sus abuelos, eran gente acomodada. Parecía natural que su sueño fuera dejar la provincia al alcanzar la mayoría de edad, y reintegrarse al mundo. Pero para eso, lo sabía, era necesario tener más dinero, mucho más dinero, que papá. Constantemente cavilaba acerca de cómo enriquecerse;sabía que sin dinero le sería imposible ascender por la “resbalosa escalera social” —como decía el tío Raúl, padrino de Miguel.
Sus padres, recién casados, habían emigrado de la ciudad a la lluviosa región de Alta Verapaz. Así, renunciaron al juego social y limitaron las posibilidades de aumentar sus ingresos, pero nunca vieron la “huída” al interior como un error. Habían escapado del ruido, el tráfico, los robos, los secuestros y la corrupción general que se habían vuelto moneda corriente en la capital. Eran dueños de dos colinas parcialmente cubiertas de bosque, con un arroyo de agua nacida en la misma propiedad, a pocos kilómetros de la pequeña ciudad de Cobán.
Fernando (Nander) Moreira, el padre, traficaba cardamomo—lo compraba de los campesinos kekchíes para venderlo a comerciantes árabes. La madre, Ana, tenía un vivero de orquídeas, al que dedicaba las mañanas, y por las tardes daba clases de alfabetización en una escuelita pública administrada por religiosos.
Los corrales de Miguel—con los cuales el pequeño empresario contaba para empezar a acumular los fondos de su futura fortuna—estaban a unos cien metros de la casa, en una quebrada donde nacía el arroyo de los Moreira, que corría ruidosamente por un cauce pedregoso a la sombra de viejos encinos y cipreses.
Pedro, el factótum kekchí de los Moreira, que se hacía cargo de los animales de Miguel, fue quien enseñó a Gracia a emplear la hoz y a cuidar del cordero. Él supervisaba, mañanas y tardes, sus tareas de pastora. Le ayudaba a recoger la hierba segada, a engavillarla en hacer y a transportarla hasta los corrales.
Al oír el desagradable bramar de la moto todo-terreno de Miguel que se aproximaba, Gracia dejó de cortar hierba. El motor se apagó, y oyeron la voz chillona pero autoritaria del niño que llamaba a Pedro desde lo alto de la quebrada con más urgencia de lo usual. Sin responder, Pedro se puso a recoger la carga de hierba para el día, y luego Gracia lo siguió por un sendero de barro entre rocas hacia los corrales. Cuando estuvieron a la sombra del viejo galpón que cubría parcialmente los corrales, Pedro llamó.
—¡Ohoy, don Miguelito, aquí estamos¡
Miguel condujo con pericia la pequeña moto sin encenderla quebrada abajo hasta los corrales. Se quitó el casco color sangre; parecía excitado.
—¿Por qué no contestás—le dijo a Pedro—o no me oías?
—Pero sí le contesté, don Miguel—Pedro se defendió.
—Te contestamos—dijo Gracia.
Miguel puso una mano en la cabecita de la niña, y endulzó la voz.
—Sube a la casa—le dijo a Gracia—. Mamá te está buscando.
Gracia se apartó de Miguel y fue a escoger un manojo de hierba, con el que entró en el corral del cordero. Puso la hierba en un pesebre, se acercó al animal, lo acarició, y pesebre, se acercó al animal, lo acarició, y antes de retirarse le dio un beso en la frente, a lo que el cordero respondió lamiendo con su lengüita blanca y áspera la cara de la niña.
—¡Oye!—exclamó Miguel—. Eso es una porquería, por lindo que te parezca, está lleno de enfermedades. Te hemos explicado lo caros que son los doctores.
Gracias dejó que el cordero terminara de lamerle la cara, salió del corral, cerró cuidadosamente la puerta, y comenzó a subir por el sendero, contando sus pasitos sonoros sobre el barro mojado. Alcanzó a oír que su hermano ordenaba a Pedro que bañara y cepillara al cordero (era la primera vez que Miguel ordenaba algo así) y esto la alarmó. Con su pequeña alarma de niña, llegó corriendo hasta la casa.
Ana estaba hablando por teléfono, mientras revisaba un fajo de papeles escolares, sentada a la mesa del comedor. Gracia pasó a la cocina. Lupe, la vieja cocinera, le sirvió agua en un vaso de plástico, y la niña volvió al comedor. Se detuvo a espaldas de su madre para escuchar.
“Claro que recuerdo a Si Abdalá, y no me cae mal, como parece que supones. ¿La fiesta del carnero? Ah, está bien. Sí, lo sé... —Se rió. —Entonces los espero a almorzar.
Mientras su madre apagaba el teléfono y guardaba sus papeles en una carpeta, Gracia regresó a la cocina. Se quedó junto a la puerta batiente, contemplando los amplios vuelos de la falda kekchí de Lupe, que se mecían alrededor de sus piernas morenas y venosas, mientrasa con un cuchillo cortaba la carne para el cocido.
No era la primera vez que el musulmán que llegó a almorzar en compañía de Nander visitaba la casa de los Moreira. Había estado allí un año atrás, pero Gracia no lo recordaba. Igual que para cada miembro de la familia, Si Abdalá traía un regalo para ella: un pequeño caftán de seda color rosa.
Tenía un marcado acento extranjero, pero su voz le gustó a gracia, y mientras esperaban el almuerzo contó dos o tres historias que atrajeron su atención.
Luego los mayores hablaron de cosas mundanas y remotas, de lo absurdo de las guerras, del odio fraticida, inexplicable (¿pero lo era?) entre judíos, musulmanes y cristianos. nander había abierto una botella de vino, y, después de servirle a su esposa, iba a servir al huésped, pero Si Abdalá puso una mano sobre su copa. Explicó que había vuelto a la verdadera fe. Ya no bebía vino ni nada que contuviera alcohol. Ana mostró su aprobación, y dijo que no estaría mal que Nander se volviera un poco musulmán.
Si Abdalá se puso serio. Con una vehemencia que dejó a la familia Moreira desconcertada, declaró que volverse un poco musulmán era imposible. Se era musulmán completamente, o no se lo era en absoluto. Si Nander —prosiguió Si Abdalá con celo religioso— deseaba convertirse, no tenía más que pronunciar la declaración de fe en Alá y en Mahomal, su profeta. Él, Si Abdalá, se vería honrado y complacido y ganaría —agregó— mucho méritos para la vida futura, después de muerto, si su buen amigo entraba en el islam.
—Mañana sería un día muy propicio para hacerlo, es nuestra gran fiesta.—Abdalá se volvió hacia Miguel. —¿Estará listo ese cordero?
Miguel alzó los ojos de su plato a Si Abdalá.
—Podemos ir a verlo cuando quiera.
—¿Qué cordero? —dijo Gracia—. ¿Mi cordero?
—El único cordero que hay aquí—dijo Miguel, sin mirarla.
Gracia le dijo a Si Abdalá:
—¿Quiere comprar nuestro cordero?
Si Abdalá asintió.
—Es para la fiesta, el Aïd el Kebir.
Gracia había oído la palabra “fiesta” tres veces aquel día; y aunque no sabía de qué fiesta se trataba, asintió como si hubiera comprendido.
—¿Por qué—dijo—la llaman la fiesta del cordero?
—Porque los sacrifican en masse—dijo Si Abdalá, sin percatarse de la mirada qeu Ana le lanzó.
Gracia quería saber el significado del verbo “sacrificar”; pero su madre, que se había puesto de pie, la tomó de un brazo.
—Tendrán que disculparnos—dijo—. Se nos ha hecho tarde para la escuela.
Mientras era arrastrada hacia el corredor, Gracia alcanzó a oír que Miguel preguntaba a Si Abdalá:
—Pero después de sacrificarlo, ¿se lo comen?
—Es la ley—respondió Si Abdalá.
La escuela quedaba camino de Carchá, un camino sinuoso que subía y bajaba entre colinaas chinescas con bosques oscuros o cubiertas de milpa y cafetales. Había niebla, y Ana encendió los faros del auto. La niña quería saber por qué tenían que sacrificar a su cordero. Ana sabía que no podía eludir la cuestión; Gracia era una niña obsesiva.
—Miguel—dijo la pequeña—no es bueno.
—No digas eso de tu hermano. No olvides que para él es un negocio. No lo hace por maldad.
—Todo lo hace por dinero.
Ana se limitó a decir:
—Es un asunto muy complicado.
—¿Por qué hay que sacrificar un cordero?
—En este caso, por religión.
—¿La religión de Si Abdalá?
—Sí.
—¿Es diferente de la nuestra?
Ana asintió.
—Es parecida, en principio, pero es distinta.
—¿En qué se parece?
—Bueno—dijo Ana con cautela—tenemos el mismo Dios.
—¿Pero nuestro Dios no nos pide que matemos un cordero?
—Sí. Bueno, no. No literalmente.
—¿Literalmente?—repitió Gracia.
Ana se sonrió.
—Es una historia muy complicada.
—A ti todo te parece complicado—Gracia le reprochó.
Ana pensó en explicar a la niña la historia de Abraham, su hijo y el carnero. ¿Pero había manera de explicar aquella historia a una niña naturalmente cariñosa y perdonadora?
Llegaron a la escuela—un feo edificio de bloques y lámina en forma de U—bajo una llovizna espesa. Ana acompañó a la niña hasta el ala de párvulos, y se dirigía a su clase de alfabetización, cuando vio al padre Domingo que deambulaba, rosario en mano, hacia el fondo del corredor.
Fue una tarde fría y lluviosa, y en el aula donde Gracia recibía la lección de aritmética había goteras. Para evitar que el pupitre de la niña se mojara, la maestra lo había empujado hacia uno de los muros laterales, donde había un anaquel raquítico con una serie de frascos de vidrio con animales y fetos conservados en formol.
¿Por qué había querido Dios que ese cervatillo no naciera? ¿Por qué había querido que aquél pájaro fuera disecado? ¿No tenía Él nada que ver en todo esto?
Gracia, que estaba distraída con preguntas así, se sorprendió al oír su nombre. El padre Domingo había entrado en el aula, hablaba de ella con la maestra. Quería llevársela un momento; la maestra llamó a Gracia y le dijo que se fuera con el padre.
—Se la traigo pronto—dijo el padre a la maestra, mientras daba a Gracia palmaditas en la espalda.—Vamos.
En efecto, en el despacho del padre Domingo, el guía espiritual, se estaba mejor que en clase. En días como aquel, mantenía encendida una estufa, y había un deshumidificador conectado a la pared. El padre invitó a Gracia a sentarse en una sillita de mimbre carcomida por el moho en un rincón, y él fue a sentarse al otro lado de un gran escritorio de metal oxidado.
—A ver, hija mía—comenzó—. Me ha dicho tu madre que te encuentra un poco confundida.
Gracia sacudió la cabeza.
—Tal vez yo pueda aclarar tus dudas. ¿Qué te inquieta?
—Nada.—Gracia apartó los ojos de la cara del guía espiritual.
—Está bien, está bien—dijo él—. No pasa nada.
El cuarto olía ligeramente a moho, a humo de cigarrillo y a orines. Gracia quería salir de allí.
—¿Puedo regresar a clase?—preguntó.
—Un momento—dijo el padre. Hay algo que quisiera contarte. —Hizo una pausa. —¿Conoces la historia de Abraham? Un día, Dios pidió a Abraham que le diera a su único hijo en sacrificio.
—¿Qué lo matara?—dijo Gracia, inmediatamente interesada.
—Eso es, que lo sacrificara.
—¿Por qué?
—Para poner su fe a prueba.
—¿Sólo para eso?
—Sí. Y Abraham obedeció.
—¿Lo mató, a su hijo?
El padre sonrió.
—Bueno, no, pero—dijo. Y siguió contándole a la niña la historia del carnero enredado en el zarzal. Al terminar, preguntó:
—¿Y ahora, has comprendido?
La niña guardó silencio, y sólo cuando el padre repitió la pregunta, negó enérgicamente con la cabeza.
—¡Alma mía!—exclamó el padre, a punto de perder la paciencia; se contuvo y agregó—: Más adelante entenderás.
Camino de vuelta a casa, Ana quiso conversar con Gracia, pero evitaba su mirada y Gracia se negaba a hablar.
—Pero mi niña—le dijo Ana—. ¿Con quién estás enfadada? Se rió. —¿Con Dios?
Anochecía y el cielo, que se había despejado, se pobló de estrellas rápidamente. Gracia dijo:
—No quiero que maten a ese cordero. Esa historia de Abraham fue hace demasiado tiempo. Y mira desde entonces todo lo que ha pasado.
—¿Qué?
—Lo que decían Nander y el árabe.
—Ah, sí. —Ana la miró con satisfacción,—No se te ha escapado nada.
—Tal vez habría sido mejor que no mataran al cordero.
Ana alargó un brazo, para tocar a Gracia, que estaba tensa. Le apretó una manita fría y empapada de sudor.
—Dime lo que estás pensando. Yo te entiendo.
Al cabo de un rato:
—Me da miedo ir al infierno.
—Dios no permitiría que una niña como tú se fuera al infierno.
La niña se rió con un resentimiento extraño.
No dijo nada más en el camino, pese a que Ana intentó hacer conversación, ensayando diversos temas.
Estaban los cuatro sentados a la mesa en silencio, algo inusual en casa de los Moreira.
—No fue un ángel—dijo Nander —sino una banda de ángeles lo que acaba de pasar.
Sólo Ana se rió con el chiste, aunque sin muchas ganas.
—Miguel— dijo Ana un poco más tarde; pero Miguel no alzó los ojos de su comida—. Miguel, ¿me vas a escuchar?
Miguel negó levemente con la cabeza.
—¡Miguel!—exclamó Nander—. Pon atención a tu madre.
Miguel dirigió a su madre una mirada desafiante.
—Ya sé lo que vas a decirme—comenzó—. Pero el trato está hecho. Y Si Abdalá ya me pagó. No puedo echarme atrás. Miró a gracia—: Te voy a pagar por el tiempo que no cuidarás al cordero. Trato es trato, es lo que digo, y quedamos en un año. Te pagaré seis meses más.
—¿Cómo los matan?—preguntó Gracia.
—No sufren—dijo Nander.
—Depende—dijo Miguel—. Si el sacrificador es un experto, de un tajo corta las dos yugulares y la tráquea. —Para ilustrar sus palabras, tomó un cuchillo, hizo el movimiento fatal. —Pero siguen pataleando un rato, mientras se desangran.
—¿Ambas yugulares?—dijo Nander, tanteando un tono ligero, para aplacar a Miguel—. Yo creía que había sólo una.
Miguel lo contradijo, alzando la voz:
—Lo he leído en Internet. Hay miles de artículos ahí sobre el Aïd el Kebir y los sacrificios de carneros. En algunos países se han vuelto un problema.
Gracia se levantó de la mesa bruscamente con su plato a medias para llevarlo a la cocina. Aunque tal conducta estaba prohibida en la mesa de los Moreira, Ana no se atrevió a detenerla, y con una mirada calló a Nander, que estaba a punto de protestar por el desplante.
Sin dar las buenas noches, Gracia subió al segundo piso y fue a encerrarse en su cuarto. El caftán, regalo de Si Abdalá, estaba extendido sobre su cama. Gracia tomó el caftán, hizo una bola con él. Se acercó a la ventana, abrió de par en par los postigos, y lanzó fuera el caftán. Luego atrancó los postigos, como su madre le había enseñado a hacerlo las noches de tormenta, y se arrodilló a la cabecera de su cama, donde colgaba un crucifijo. Alzó los ojos y, juntando las manos, pidió a Dios que la aceptara a ella como víctima, a cambio del cordero. “Llévame en lugar de él”, repetía.
Después de rezar el padrenuestro, con una calma de pequeña mártir se puso de pie, se cambió de ropa, y se metió en la cama. Volvió a pedir a Dios que la aceptara como víctima. Apagó la luz de su mesa de noche, cerró los ojos, y se durmió.
Ana estaba regando las plantas del corredor temprano por la mañana, una mañana oscura y fría, cuando oyó un ruido de neumáticos que se acercaba a la casa por el camino de grava. Era el Mercedez-Benz negro de Si Abdalá.
Si Abdalá bajó del auto, y Ana vio que estaba vestido a la usanza musulmana, con un albornoz blanco, inmaculado. Parecía realmente—Ana reflexionó con un alivio absurdo—un patriarca de la antigüedad. Dejó la regadera en el suelo, y bajó del corredor para ir a saludar al musulmán.
—Salam aleikum—dijo solamente Si Abdalá.
—Buenos días—dijo Ana—. Qué elegante está esta mañana.
Si Abdalá asintió, impasible, como si le costara aceptar un cumplido que resultaba frívolo en aquella ocasión.
—¿Todo listo?—preguntó.
—¿Listo?— Ana vio entonces que Si Abdalá traía un cuchillo al cinto, y comprendió súbitamente —. ¿Pero no piensa sacrificarlo aquí?
—Disculpe, señora, si a usted le molesta, desde luego, me arreglaré para hacerlo en otro sitio.
—Es que no estaba enterada—dijo Ana—. Pero venga, pase adelante, tal vez quiere tomar un café. Voy a hablar con Miguel.
Si Abdalá se sonrió con un aire de indulgencia.
—No, gracias. Después, después lo acepto.
Ana se volvió hacia la casa, pero Miguel ya estaba en la puerta, y bajó las escaleras del porche de dos en dos para ir a saludar a Si Abdalá, quien repitió la pregunta:
—¿Todo listo?
—Culshi mushud—dijo Miguel, radiante—. Sólo hay que llamar a Pedro. —Se volvió y dio voces hacia unas matas de izote que ocultaban la choza donde vivía Pedro.
Pedro no tardó en llegar, con un costal al hombro y un ruido metálico de cacharros.
Si Abdalá miró su reloj.
—Es la buena hora—dijo—. Vamos.
Pedro a la cabeza, seguido por Miguel y Si Abdalá, y por último Ana, un poco rezagada e indecisa, bajaron por el sendero bajo los árboles, donde los pájaros trinaban o gritaban y saltaban de una rama a otra, hacia el galpón de los corrales. Si Abdalá caminaba con gracia pese a su corpulencia y al terreno resbaladizo; su mano derecha, gruesa y velluda, descansaba sobre la cacha con inscripciones coránicas de su hermoso cuchillo. “Es ceremonial”, explicó a Miguel, mientras el muchacho lo admiraba.
Bajo la vieja techumbre todavía estaba oscuro. Sin embargo, Ana alcanzó a ver como Pedro, que estaba ya frente al corral del cordero, dio dos pequeños saltos, como si fuera a iniciar una danza, y dejó en el suelo su costal.
No sólo el del cordero, sino también los otros corrales—el de los conejos, el de las gallinas, el de los tepencuincles y el de los pavos—todos estaban vacíos.
—¡In-nal dín!—increpó sordamente el musulmán—. ¿Qué quiere decir esto?
Miguel corría de un lado a otro entre los corrales, mirando a todas partes en busca de alguna señal, alguna explicación.
Pedro se había quitado el sombrero, se rascaba la cabeza recién rapada.
—Por dónde se salieron—dijo, si las puertas están cerradas, los candados todavía están ahí.
Ana no podía dejar de sonreír.
—Bueno—dijo, digamos que se trata de un milagro.
Miguel no la escuchaba, estaba como enloquecido y seguía dando vueltas bajo el galpón.
—¡Fue ella!—dijo de pronto, y salió corriendo en dirección a la casa—. ¡La podría matar!
Ana lo llamó, pero Miguel no se detuvo.
Si Abdalá gruñó.
—No es solamente eso—dijo, y volvió a consultar su reloj. Como hablando para sí mismo, agregó en voz baja—: Pero tal vez todavía hay tiempo.
Pedro se acercó discretamente al musulmán.
—Tengo un primo que no vive muy lejos—dijo—. También tiene corderos.
—¡Oh!—exclamó Si Abdalá—. Hamdulá. —Se volvió hacia Ana.—Si usted lo permite, iremos a ver a este primo de Pedro.
—Claro, claro—dijo Ana, y echó a andar sendero arriba. Si Abdalá y Pedro la siguieron.
Si Abdalá iba explicando a Pedro:
—Tiene que ser un macho, un macho sin castrar. La edad no importa tanto. Lo compartiremos con tu primo, y con tus parientes pobres. Es la ley.
—¿La ley?—preguntó Pedro.
—La ley del islam.
—Está bien, esa ley—contestó Pedro.
En lo alto del sendero, Ana se detuvo un momento, y se volvió para mirar a Pedro.
—El islam es perfecto—decía Si Abdalá, que caminaba con los ojos clavados en el suelo, previendo un resbalón—. Este país sería perfecto, si conocieran el islam.
Pedro asintió, y luego, al ver que Ana los observaba, sonrió enigmáticamente. Ana le devolvió la sonrisa. “¿Tal vez fue él?”, pensó.
Nander estaba en el corredor, atándose el cinturón de la bata, con los ojos legañosos, despeinado.
—¿Qué esta pasando?—preguntaba.
Pedro montó en el Mercedes-Benz de Si Abdalá, quien encendió el motor y arrancó sin saludar. El auto viró en redondo y las ruedas dejaron sus marcas en el camino de grava.
—Miguel está desquiciado—le dijo Nander a Ana. ¿Pero adónde va Pedro?
Ana pasó a su lado, entró en la casa, y Nander la siguió.
Desde el segundo piso llegaban los gritos enfurecidos de Miguel. Daba golpes a la puerta de Gracia, la amenazaba ferozmente, pero la niña no contestaba. Ana y Nander corrieron escaleras arriba.
—¡Voy a romperte la cara¡—decía Miguel—. ¡Abre la puerta ya!
Nander intervinó:
—Miguel, te vas a tu cuarto ¡y ni un solo grito más!
Miguel hizo un puchero, pero obedeció.
Nander apartó a Ana para dar dos golpes recios a la puerta.
Nada.
Llamó a gritos.
—Contesta Gracia. ¡Te lo ordeno!
Nada.
—Voy a romper la puerta—advirtió.
Desconcertados porque Gracia seguía sin responder, los padres se miraron entre sí. Bajaron al primer piso, salieron de la casa, comenzaron a rodearla. Colgado de una rama del árbol de lluvia a la ventana de la niña, y columpiándose entre las grandes hojas tornasol, Ana vio por un instante el cuerpo de Gracia—y el terror hizo que ese instante durara para siempre—pero era sólo el caftán color rosa obsequio de Si Abdalá. Los postigos de la ventana estaban cerrados. Volvieron a llamar. Gracia no respondió.
Con pasos graves concluyeron la ronda de la casa, volvieron a entrar por la puerta principal. Nander bajó al sótano, donde guardaban cachivaches y herramientas, y subió con el hacha para partir la leña.
—Tendremos que echárnosla—dijo.
Ana comenzó a reír inconteniblemente.
“Está bien—se dijo a sí misma, serenándose—. Tiene que estar bien.”
Ya segura del efecto de sus rezos, Gracia había permanecido inmóvil, acuclillada al lado de su cama sin atreverse casi a respirar, pensando que ahora debía morir por obra del mismo Dios.
Nander levantó el hacha, arqueándose hacia atrás, los ojos clavados en el punto donde asestaría el golpe, y entonces Ana vio la puerta que se abría: ahí, de pie, el miedo apenas superado, la manita alzada hacia el picaporte, estaba Gracia.