POESIA
René E. Rodas
SAL, 1962
De “Civilus I Imperator”
Una descarnada parodia del poder hace René E. Rodas (1962) en su poemario "Civilus I Imperator". Publicado en Canadá, "Civilus" es un libro prácticamente desconocido en Centroamérica. Rodas es autor también de "La balada de Lisa Island". MHM
XV
Este es un supremo mandato.
Mi voz inapelable debe ser devuelta
por vosotros como un eco,
en hechos precisos,
sin disminuir en medida ni sentido.
Ese perro macilento que ni las pulgas quieren,
debe morir.
Sus pensamientos habrán de cortarnos la cabeza
un día.
Que lo hagan con el filo de su cuello.
Sé que no hay idea capaz de mover una piedra,
no me engaño con verdades muertas.
Pero hay que creerlo por quienes lo creen,
hay que creerlo por los que ponen en ello
su todo,
y más hay que creerlo
por los que harían que otros lo crean,
esos que se mueven en el juego
del toma y daca
—“toma para mí, dame acá”—,
y que ya pululan a nuestra sombra
cavando el pozo donde habrían de tirarnos.
Ese hombre solitario,
sin para cuando tener contento,
habrá de ser sacrificado.
Se para en las plazas,
en las esquinas, en las ventas,
sostenido por sus pies descalzos,
trashumando hambres,
rumiando fiebres amargas,
y recita sus versos descarados.
Los jóvenes lo siguen y lo imitan en su estar.
Demasiado bello para no acabarlo.
Sus cartas van de mano en mano
y los comerciantes las extraen de sus mangas interesadas
y las entregan junto con las monedas de cambio
al comprador cómplice estafado.
Y la complicidad es siempre una estafa.
Pobres de vosotros.
Salvaremos a los amanuenses
del fasto del enemigo,
pero no a nuestro propio necrólogo.
La víbora peligrosa
no es la que se cruza en nuestro camino.
La víbora peligrosa
es la que anida en nuestra axila.
Poeta es el hombre equivocado.
Es el hombre en el tiempo equivocado,
en el lugar equivocado.
Tiene equivocado el amor,
mal dispuestos los sentimientos.
Vive en un mundo paralelo a éste,
y su reloj corre con una música distinta
a la que da aliento a la carne.
Vive en el desconcierto,
pero algunos de sus versos
logran acertar en la indescifrable
medida del mundo.
Por eso, matar un poeta
es como matar un pajarito.
Sólo se le puede permitir a los niños:
que lo asesinen mis guardias imperiales
una noche de fiesta.
Lo elevaremos al altar de los dioses,
vestido de gasa inmaculada,
nombraremos un día sagrado
a su memoria
y le haremos íconos para sus exvotos.
Siendo dios
será impotente, solitario, amargado y grave.
En nada lo habremos cambiado.
Y quizás nos sea favorable.
No se puede lavar la carne
con un estropajo de amor.