15 mar 2010

Terraemotus: Rodrigo Rey Rosa

RELATO
Rodrigo Rey Rosa

GUA, 1958

De “El material humano”

“Aunque no lo parezca, aunque no quiera parecerlo, ésta es una obra de ficción” advierte Rodrigo Rey Rosa desde la primera página de su más reciente aventura literaria, cuyo punto de partida es el notorio hallazgo de los Archivos del Gabinete de Identificación de la Policía Nacional en su natal Guatemala. “El material humano” es una delicada pieza malabarista cuidadosamente filtrada por la memoria y la atinada edición del autor. En un entrañable abrazo entre historias personales y colectivas, Rey Rosa se extiende simultáneamente en direcciones múltiples que abarcan anotaciones de vivencias cotidianas, citas literarias, breves razonamientos filosóficos y éticos, registros históricos y rememoraciones personales; todo ello bañado en una luz que sorprende por su halo de honestidad. MB



Miércoles 28, noche.

Día extraño, vacío.

Jueves.

Día más vacío todavía, si se puede, que el de ayer –debido al exceso, anoche, de vino tinto y brandy español. Dormí la siesta en casa de mis padres. Mientras descansaba, pensé en mi madre, que tiene casi noventa años y que pasa buena parte de sus días durmiendo en uno de los cuartos con ventanales que dan a un jardín amplio y sombreado con viejos árboles.

A las siete llamó Magali; mi madre debe hospitalizarse de urgencia, me dice. Es necesario hacerle un drenaje renal; al parecer, uno de sus riñones no funciona desde hace meses, tal vez años.

La acompañamos a su ingreso en el hospital. Mi sobrina Claudia, la hija mayor de Magalí, pasará la noche con ella.

Sábado. Vuelo a Oaxaca.

Leo en el avión un artículo de prensa sobre el terrorismo de Estado en Guatemala: “¿Herencia o destino?”, firmado por un influyente articulista. Recorto el artículo y señalo el pasaje con tinta roja:

Exasperados y exaltados por el paraíso que disfrutan a sus anchas la delincuencia común y el crimen organizado, las altas esferas de la Seguridad y del Estado guatemalteco han optado desde siempre por la eficacia y el pragmatismo y han procedido a organizar escuadrones de la muerte integrados por policías de alta y sicarios profesionales contratados para asesinar delincuentes. Estas prácticas extrajudiciales son causas populares, pues la gran mayoría de los guatemaltecos vive vulnerable e indefensa ante la delincuencia y tiene la convicción de que a los criminales implacables no hay otro camino que aplicar su propia medicina. En otras palabras, la desesperación y el miedo de los ciudadanos termina por concederle cierta legitimidad a esta variación de terrorismo de Estado.

Me pregunto si el articulista se cuenta a sí mismo entre los que creen que esa “variación de terrorismo de Estado” tiene, en efecto, cierta legitimidad.

Nunca nadie sabrá con precisión –sigue, y ahora parece que quiere revisar la historia muy reciente– entre los miles de caídos durante las tres décadas de guerra, culpables e inocentes, cuántos ni quiénes fueron abatidos pro la insurgencia o contrainsurgencia.

¿Y la medicina forense?, pienso.

“Deberías sugerirle que dé una ojeada al trabajo de gente como Clyde show, o Michael Ondatjee”, me dijo un viejo poeta mexicano cuando le hablé de esto en las áridas afueras de Oaxaca.

De Internet: “Clyde Show fue nombrado por el presidente George Bush (padre) para que formara parte de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en 1991. Considerado “heróe popular internacional” de la antropología forense, Show ha seleccionado casos paradigmáticos de masacres guatemaltecas para establecer precedentes en casos de “atrocidades” contra los derechos humanos. Según sus informes, más de cien mil personas fueron muertas por miembros del ejército guatemalteco entre 1960 y 1996, y unas diez mil por miembros de los varios grupos guerrilleros en el mismo periodo.”

Domingo, en Oaxaca.

Ayer por la tarde, lectura de cuentos en San Agustín Etla, en una antigua fábrica de hilados convertida en centro cultural, en medio de un paisaje agreste con montes de color gris y cielo azul oscuro. Por la tarde, increíble borrachera de mezcal. De noche, catarata de visiones y recuerdos.

Mi madre fue secuestrada en al ciudad de Guatemala el 28 de junio de 1981, y liberada el 23 de diciembre del mismo año. Nunca llegamos a saber en manos de quién estuvo durante esos seis meses, y de hecho nadie de la familia quiso llevar a cabo ningún tipo de investigación. Por conjeturas, al principio creíamos que sus secuestradores fueron miembros criminales del Gobierno o de la Policía Nacional. (Por aquellos años no era poco común que partidos o facciones políticos cometieran secuestros para financiar sus campañas electorales o estrategias de guerra, o simplemente para enriquecerse.) Uno de los indicios que sustentaba esta hipótesis era un hecho que se produjo para la entrega del rescate. Mi tío, el doctor Eduardo García-Salas, y yo fuimos designados para entregar el dinero. Tuvimos que hacer el típico recorrido al estilo de “la busca del tesoro” por la ciudad de Guatemala –recorrido que comenzó a eso de las cuatro de la madrugada, en completa oscuridad. En un momento dado se nos instruyó dejar el auto que conducíamos en un estacionamiento público, para trasladarnos a otro vehículo que se encontraba ahí –un pick-up Datsun azul del modelo de aquel año. En la guantera de ése había un sobre con más instrucciones: “Desnúdense fuera del pick-up, a la luz del poste junto a ustedes, y pónganse los uniformes deportivos que están debajo del asiento…” Además de las instrucciones, en la guantera encontramos los documentos de circulación y propiedad del vehículo, que, para nuestro asombro, estaban a nombre mío, y ostentaban el sello de la Policía Nacional y la firma del subdirector.

La entrega se llevó a cabo sin contratiempos, y por la tarde ese mismo día mi madre estaba en casa sana y salva, aunque muy débil; había perdido unas cincuenta libras de peso durante su encierro. La condujo un cura amigo de la familia, cerca de cuya parroquia los secuestradores pusieron a mi madre en libertad –y a través de quien habían hecho llegar a manos de mi padre la primera comunicación del secuestro, seis meses atrás.

Pocos días después de su liberación, mi madre mandó decir una misa de acción de gracias, durante la cual hizo público el deseo de que sus captores fueran perdonados por los poderes de este mundo “y los del otro”, y en el círculo familiar el aspecto criminal del caso se dio por olvidado. Aparte del bajón económico causado por el pago del rescate, el encanecer repentino de mi padre y la crisis nerviosa de Mónica, mi hermana menor (sin duda, el daño más grave), la familia resultó prácticamente ilesa. Y aun me atrevo a afirmar que esta experiencia fue en cierta manera enriquecedora para mi madre, a sus sesenta y cuatro años, y la puso en contacto con reservas inesperadas de fortaleza interior. Adquirió una conciencia social más plena, y se convirtió, después del secuestro, en una mujer más dulce.

Durante varios años yo pensé que una de las bandas lideradas por Donaldo Álvarez Ruiz, en ese tiempo ministro de Gobernación y hoy prófugo buscado por la Interpol, había sido responsable del secuestro. Unos doce o trece años más tarde, sin embargo, tuvimos noticias que nos hicieron cambiar de parecer, y concebimos una hipótesis distinta sobre la identidad de los secuestradores. En 1994 yo volví a establecerme en Guatemala después de casi quince años de exilio voluntario, y entre las nuevas amistades que entablé había algunos excombatientes guerrilleros. Un día, durante una larga conversación etílica, uno de éstos llegó a asegurarme que los secuestradores de mi madre fueron un grupo guerrillero urbano, efímero y prácticamente desconocido, que llevó el nombre de Movimiento del 18 de Enero, cuya cabecilla y fundador, Eugenio Camposeco, murió en un accidente automovilístico en 1982. Debo decir que la posibilidad de que los secuestradores de mi madre fueran guerrilleros y no policías no dejó de desagradarme, pues, aunque nunca tuve vínculos directos con ninguna de las organizaciones revolucionarias, mis simpatías estaban con ellas y no con el Gobierno, y este hecho hacía inevitable reconocer que, ideología aparte, entre las filas insurgentes teníamos “enemigos naturales”. Y ahora, la víspera de mi viaje, una de mis amigas que fue “cuadro de apoyo” de una organización guerrillera, me comunicó que existía el rumor, entre algunos archivistas, de que yo estaba allí en busca de la identidad de los secuestradores de mi madre, que podían estar empleados en el Proyecto de Recuperación del Archivo.

Mi suspenso –me pregunto ahora– ¿no se debe a eso?