18 mar 2010

Pienso, luego existo: Juan Villoro


Microscopía económica

Juan Villoro

MEX

No hay peor ceguera que la del ciego que no quiere mirar. O, de acuerdo con esta fábula de Villoro, la peor de las cegueras es la del que quiere mirar lo que le conviene. En nuestros días, los remedios para paliar la crisis económica parecieran un ejercicio de ciegos. Los señores del dinero –los que por décadas nos vendieron la idea del libre mercado como la versión posmoderna del Paraíso en la tierra-- se niegan a mirar todo lo que no sean sus propias chequeras. Y en su afán por alcanzar la visión macroeconómica perfecta, nos llevaron a olvidar que –a diferencia de lo que diría el Principito-- lo esencial, la gente, no es invisible a los ojos. MHM


Sucedió que la crisis económica de siempre entró en crisis de coyuntura. El peso se devaluó, perdió fuerza y contorno, y se hizo tan pequeño que costó trabajo encontrarlo en los bolsillos de los ciudadanos. “El problema no es de circulante sino de percepción”, dijo el Secretario de Hacienda, que había estudiado en grandes universidades del extranjero: “Dinero hay, pero nos hace falta verlo mejor”.

Para combatir la progresiva disminución de la moneda, se lanzó un Plan Global de Desarrollo cuya primera acción fue dotar de lentes de aumento a compradores y vendedores. De acuerdo con los ojos de cada quien, se repartieron lentes sencillos o bifocales, monóculos de fondo de botella, lupas de diversos grosores y telescopios selectivos.

Como el peso siguió siendo esquivo, hubo que pedir créditos al Banco Mundial para adquirir lupas más poderosas. Los cajeros del país dispusieron de hasta siete juegos de lentillas para vislumbrar los pesos.

Los inconformes que nunca faltan criticaron el Plan, pero el Secretario fue implacable: si el peso no aparecía con la constancia debida, no era por la política económica, sino porque no se aplicaba con suficiente rigor. Se decidió entonces pasar a la fase microscópica de la percepción monetaria.

En cada cajero automático se instaló un microscopio capaz de agrandar la más reticente bacteria. Fue menester pedir nuevos créditos para pagar este recurso de modernidad.

Mientras la deuda crecía, los salarios se parecían cada vez más a las limosnas y las limosnas al aire en el que vuelan corpúsculos de luz.

El Secretario de Hacienda informó que el Plan no fallaba: el peso se volvía transparente por falta de participación ciudadana. Durante décadas, el pueblo no había hecho otra cosa que pedir. Veía al Estado como a una nodriza que alimenta a menesterosos que ni siquiera conoce: “No se puede recibir sin dar algo a cambio”. El problema no estaba en las lupas sino en los ojos.

En consecuencia, se lanzó la campaña gratuita de revisión oftálmica. La Secretaría de Hacienda subsidió extracciones de catarata e implantes de cristalinos. Doscientos médicos llegaron de Cuba a cambio de petróleo. Cada uno operaba doce ojos al día.

El Banco Mundial juzgó la medida muy adecuada, y concedió nuevos créditos para pagar los intereses de la deuda anterior.

La vista del país mejoró tanto que la realidad desmereció un poco. Hubo que restaurar los murales de Orozco y Rivera para que recuperaran su original colorido.

Sin embargo, aunque todo se veía con más nitidez, el peso conservaba su fugitiva silueta. La gente se arañaba los bolsillos en busca de una migaja que quizá fuera un centavo.

El Secretario de Hacienda apareció en televisión y mostró lo sanas que estaban las estadísticas. Nunca la balanza de pagos se había visto mejor. La macroeconomía era un cielo despejado. Había que tener paciencia para que el orden conquistado en las alturas bajara a las carteras comunes.

La gente abrió sus monederos en espera de un óbolo, pero las pequeñas bocas de tela se quedaron sin tragar otra cosa que polvo.

Comenzaba a hablarse de la extinción del peso cuando el Secretario de Hacienda fue nombrado presidente del Banco Mundial. Se trataba de un honor tan alto para México que una parte de la reserva estratégica fue destinada a pagar tres días de fiesta nacional.

2.

En su discurso de toma de posesión, el nuevo encargado del Banco Mundial habló de la disciplina necesaria para abrir los ojos: “En la economía moderna no hay carencias: sólo hay problemas de vista”. Luego hizo una ingeniosa referencia al águila del escudo nacional, mascota de la buena vista.

México fue el primer país beneficiado con el “Programa Internacional de Créditos 20/20” en busca de una visión perfecta. Gracias al privilegio de un nuevo endeudamiento, el Plan Global de Desarrollo entró en su fase atómica. Llegaba el momento de hacer ajustes, con valentía mexicana. Los microscopios apenas localizaban pesos en los cajeros. Se necesitaba un instrumental a la altura de los tiempos. El Banco Mundial concedió un crédito puente para que Alemania fabricara lentes ad hoc.

¿Sería posible distinguir pesos con el nuevo artilugio? Los desconfiados de siempre fueron maltratados por el Presidente de la República, inflexible en materia económica: “Los estrábicos no entienden la realidad”. A partir de esa declaración, relegó a todo sus adversarios al deficiente bloque del estrabismo económico.

Antes de que se estrenara el primer microscopio atómico de interés monetario, el presidente del Banco Mundial descubrió que ya no tenía pecas en el dorso de la mano. Desvió la vista a su reloj de cuarzo y no pudo distinguir los números. Lo mismo le pasó con el encabezado del periódico, que había leído minutos antes y hablaba maravillas de la macroeconomía mexicana. El mundo estaba fuera de foco.

Fue atendido en la Universidad Johns Hopkins por un oftalmólogo cubano. De tanto buscar el lente ideal, su nervio óptico había sufrido una crisis: a veces veía de más, a veces de menos. Podía precisar lo invisible y borrar lo evidente. Había adquirido una visión macroeconómica perfecta. Por desgracia, se tropezaba con todos los muebles.

Renunció a su cargo con la más absoluta discreción. Poco después, la política económica de México cambió de rumbo. Los microscopios atómicos no llegaron a instalarse, pero hubo que pedir créditos para pagar las inversiones que ya se habían hecho.

Por las tardes, el antiguo gurú de la economía, sale a pasear en compañía de un perro lazarillo. Mueve los labios como si sumara y restara los números que agobian su imaginación. Mientras tanto, el perro husmea la tierra, clasifica los desperdicios y a veces percibe un aroma acerado que no logra entender, el precario olor de una moneda.