15 sept 2005

Política cultural y utilidad del arte

El Salvador en pintura — Años treinta
Por
Rafael Lara-Martínez

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Durante el martinato (1931-1944) las artes reciben un serio impulso oficial. En su discurso presidencial de 1935, Andrés Ignacio Menéndez destaca dos rubros esenciales para el desarrollo cultural de El Salvador: pintura y turismo. Estas actividades las promueven Escuela de Artes Gráficas y la Junta Nacional de Turismo. Ambos quehaceres se reúnen en un espacio editorial y publicitario: la Revista El Salvador (1935-1939) de la Junta Nacional de Turismo. Su publicación bilingüe —castellano e inglés— declara que la audiencia ideal se halla en el extranjero. En su defecto, su lector idóneo está en la capital, una “ciudad de vida febril”.

A este público selecto se le entregan imágenes muy distintas a la de su vida cotidiana. En vez de seleccionar una similitud visual entre observador y objeto sensible, la revista presupone una separación radical. Existen dos universos que se articulan en la mirada. El uno ve, vigila, reflexiona; el otro se desentiende, se deja contemplar. Inadvertido, se ofrece al ojo ajeno. El primero es activo, urbano, moderno; el segundo, pasivo, rural, arcaico. La movilidad se contrapone al reposo. Agilidad y traslación contra quietud y letargo. Aquí el yo que otorga licencia, nombra; allí el otro que valida la identidad de lo mismo. Hay una necesidad intrínseca a la modernidad por identificar un suplemento primitivo, indígena, por legitimar valores opuestos que señalan su potencia vital.
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Editoriales, múltiples artículos y vistosas ilustraciones promueven lo regional y lo típico. La pintura de lo autóctono. Con el turismo, lo indígena rural se revierte en pasividad vegetal decorativa. Lo étnico se emparienta con el bodegón y la naturaleza muerta. El indígena ofrece su carácter típico y folclórico para que lo aprecie el pintor citadino, primero, y el turista extranjero, enseguida. En el still life sin expresión propia, se descubre el cuadro de lo que se entiende por antropología indigenista en el país: lo indígena remoto, la arqueología, y lo indígena como hermosa decoración. El folclor y lo típico. La estética urbana de lo bonito dirige la acción indigenista.
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Al difundir el arte regional, la Junta Nacional de Turismo logra “atraer grandes corrientes de visitantes europeos y norteamericanos” a contemplar “las cualidades envidiables” de lo pintoresco. El reconocimiento oficial a “Panchimalco, pueblo indígena ciento por ciento” —su recreación plástica en la obra de José Mejía Vides— deriva de una intención comercial semejante. En ese pueblo “hase logrado el mantenimiento de la raza amerindia en toda su pureza […] algo puro y noble, trascendente y bello […] para el turista, para el viajero de mirada comprensiva de lo primitivo, para el artista. Podrá ver indios”.
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Más allá de todo formalismo —color, textura, forma— se desglosa una compleja utilidad del arte. La modernidad en pintura inaugura un espacio virtual que articula la diferencia. Su imagen en el espejo le entrega el antónimo que requiere para descargar con mayor ímpetu el potencial creativo de su propia identidad. La figuración plástica del indígena rural se revierte sobre el observador que se deleita en contemplarla.
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En esta unidad de los opuestos —el otro y lo mismo— se disipa toda ilusión referencial. “Esto no es una pipa” aprendemos de Magritte. Tampoco el regionalismo exhibe el reflejo condicionado de lo autóctono. No nos orienta sobre el destino político del indígena que imagina; explaya su ausencia según una máxima del poeta Miguel Ángel Espino: “la tendencia a novelizar la vida, para compensar la obra del dolor, para obtener el grado de dicha que no se alcanzó en la práctica”. Un ars sin más tekhne que el ofrecernos un paliativo de la política.

Cuatro esquinas delimitan el espacio de visibilidad del regionalismo en pintura: modernidad, identidad, ilusión referencial y sucedáneo de la política. En este marco conceptual se despliega una matriz de símbolos. Se instituye una sólida caverna. El arte regional erige una modernidad urbana. Se trata del primer canon pictórico nacional. A un auditorio selecto, los lienzos le proponen observar el trasfondo indígena que despeja la silueta virtual de su opuesto. Al admirarla imagina su diferencia. En esta distinción visual funda el ritual de una identidad nacional renovada. Lo propio de esta urbanidad es instituirse en la ilusión referencial de su contrario. Confunde sombras con cosas. Finge una valoración indigenista en pintura sin una política que la sustente.
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El provecho político del arte indigenista se nos ofrece como verdadera caverna platónica. Construye un espejismo de virtualidades rurales. Toda legislación reformista queda relegada de la esfera sensible. El rasgo pictórico basta para que una sociedad se regocije en sus nobles acciones por valorar la población autóctona. La utilidad del arte se resuelve en una propuesta espinosa. La plástica regional es gesto imaginario que reconcilia una modernidad mestiza emergente y una etnia indígena que sepulta. Petrificada en imagen y sin palabra propia.